—Es un club muy grande, ¿verdad?
R.J. asintió.
—Con miembros en todo el mundo -dijo ella.
Pasaba mucho tiempo con Eva, hablando de cómo era Woodfield en los viejos tiempos, comentando acontecimientos que habían ocurrido en su niñez o juventud. R.J. siempre observaba a la anciana con atención, preocupada por su visible pérdida de vitalidad, un paulatino apagamiento que había empezado a producirse poco después de la muerte de su sobrina.
R.J. le preguntaba una y otra vez por los hijos de los Crawford, todavía fascinada por el misterio del esqueleto infantil. Linda Rae Crawford había muerto a los seis años, y Tyrone al poco de cumplir los nueve, los dos a una edad en que aún no podían tener hijos.
Por consiguiente, fue en los otros dos hermanos, Barbara Crawford y Harry Hamilton Crawford, Jr., en los que R.J. centró su interés.
—El joven Harry era un chico de buen talante, pero no estaba hecho para vivir en una granja -recordó Eva-. Siempre andaba con la cabeza metida en un libro. Estudió en Amherst durante algún tiempo, en la universidad estatal, pero al final lo expulsaron por un asunto de juego. Se marchó de aquí, no se adónde, creo que a California o a Oregón. A algún sitio de por ahí.
La otra hija, Barbara, tenía un carácter más estable, le explicó Eva.
—¿Era guapa, Barbara? ¿Recuerda si la cortejaban los hombres?
—Era bastante guapa, y muy buena chica. No recuerdo que tuviera ningún pretendiente en especial, pero fue a la escuela normal de Springfield y se casó con uno de sus profesores.
Eva empezó a impacientarse con las preguntas de R.J. y a llevar la conversación por otros derroteros.
—Usted no tiene niños ni marido, ¿verdad?
—No.
—Pues hace usted mal. Yo habría podido casarme con un buen hombre, ya lo creo, si hubiera estado libre.
—¿Libre? Habla usted como si entonces fuera una esclava.
Siempre ha sido libre...
—Libre, libre, no. No podía irme. Mi hermano me necesitaba en la granja -replicó con rigidez. A veces se agitaba mientras hablaban, y los dedos de su mano derecha se cerraban sobre el borde de la mesa, el cubrecama o la otra mano.
Había llevado una vida difícil, y R.J. comprendió que la alteraba que se la recordaran.
Su vida actual, por otra parte, presentaba numerosos y graves problemas. Los voluntarios de la iglesia que le limpiaban la casa y le preparaban la comida habían respondido muy bien en un momento de crisis, pero no podían seguir haciéndolo de un modo permanente.
Marjorie Lassiter había recibido autorización para contratar a una persona que hiciera la limpieza del apartamento una vez por semana, pero Eva necesitaba atención constante, y la asistenta social le confesó a R.J. que había empezado a buscar una residencia donde quisieran admitirla. Eva era quejumbrosa y levantaba mucho la voz, y R.J. sospechaba que en la mayoría de las residencias intentarían mantenerla bajo sedantes. Se avecinaban problemas.
A mediados de diciembre llegó de pronto la nieve, a tono con el frío. A veces R.J. se abrigaba con varias capas de ropa y se aventuraba por el sendero sobre sus esquís. El bosque en invierno estaba silencioso como una iglesia desierta, pero había signos de vida. Vio excrementos recientes de un gato montés y huellas de ciervos de diversos tamaños, y un montón de nieve revuelta ensangrentado y sembrado de trozos de piel. R.J. ya no necesitaba a David para saber que los predadores que habían dado caza al conejo eran coyotes pues sus pisadas, como de perro, destacaban sobre la nieve en torno al lugar de la matanza.
Los estanques de los castores estaban helados y cubiertos de nieve, y el río gorgoteaba y se precipitaba por debajo, por encima y por entre una atmósfera de hielo.
R.J. hubiera querido seguir esquiando por la orilla del río, pero el sendero despejado terminaba allí y tuvo que dar media vuelta y volver por donde había venido.
Por dos veces colgó sebo de buey en una bolsa de malla, para los pájaros, y las dos veces lo robó un zorro rojo. R.J. veía sus pisadas y alguna vez lo vislumbró al acecho, ladrón cauteloso.
Finalmente llevó una escalera a un fresno joven que crecía en el lindero del bosque, subió por ella pese a las oscilaciones y colgó otro pedazo de sebo fuera del alcance del zorro. Cada día llenaba los dos comederos para aves, y desde el calor de la casa veía carboneros, distintas variedades de herrerillos y pinzones, trepatroncos coronados, un enorme e hirsuto pájaro carpintero y una pareja de cardenales. El cardenal macho le encendía la sangre: siempre mandaba a la hembra por delante, por si había peligro en el comedero, y la hembra, una perpetua víctima en potencia, siempre obedecía al macho.
«¿Cuándo aprenderemos?«, se preguntaba R.J.
La llamada de Kenneth Dettinger la cogió por sorpresa. Había ido a pasar el fin de semana a las colinas y se preguntaba si aceptaría cenar con él.
R.J. abrió la boca para rehusar la invitación, pero enseguida empezó a discutir consigo misma.
«Debería ir», pensó, mientras el instante se prolongaba y él esperaba una respuesta, hasta que la pausa resultó embarazosa.
—Sí, con mucho gusto -dijo al fin.
Se arregló cuidadosamente y eligió un elegante vestido que hacía tiempo que no se ponía. Cuando él se presentó a recogerla, llevaba una chaqueta de “tweed”, pantalones de lana, unas botas ligeras de color negro y un grueso anorak de plumón, la ropa de vestir en las colinas. Fueron a una hostería del camino Mohawk y bebieron un poco de vino antes de pedir la cena.
R.J. ya no estaba acostumbrada al alcohol; el vino la relajó, y descubrió que Kenneth Dettinger era interesante y buen conversador.
Desde hacía varios años pasaba tres semanas al año en Guatemala, trabajando con niños traumatizados por el asesinato del padre, de la madre o de los dos. Hizo preguntas atinadas sobre el trabajo de R.J. en las colinas.
A ella le gustó la cena, la conversación sobre medicina, libros y películas, y se hallaba tan a sus anchas en compañía de él que cuando la llevó a casa le pareció natural invitarlo a tomar un café.
Cuando la besó, también eso le pareció natural, en cierto modo, y le gustó la experiencia. Él sabía besar bien, y ella le devolvió el beso.
Pero sus labios se pusieron como madera, y él no tardó en separarse.
—Lo siento, Ken. Supongo que no es el momento adecuado.
No notó si lo había herido en su amor propio.
—¿Hay alguna esperanza para el futuro? -R.J. titubeó demasiado, y él sonrió-. En adelante pienso venir mucho a este pueblo. -Alzó la taza de café hacia ella-. Por el momento adecuado. Si dentro de un tiempo te apetece verme, házmelo saber.
Al marcharse la besó en la mejilla Una semana más tarde fue a Nueva York a pasar tres días de las vacaciones de Navidad, con otro hombre y dos mujeres muy atractivas, jóvenes las dos.
Cuando R.J. los adelantó con su Explorer por la carretera, Ken hizo sonar el claxon y la saludó con la mano.
R.J. pasó el día de Navidad con Eva. Llevó un asado de pavo que había preparado en su casa, otros platos de acompañamiento y un pastel de chocolate, pero Eva apenas disfrutó de la comida. Le habían dicho que dos semanas después la ingresarían en una residencia de Northampton. R.J. había ido en persona a examinarla, y al volver le aseguró a Eva que era un buen sitio. La anciana la escuchó en silencio y asintió con la cabeza sin hacer ningún comentario.
Eva empezó a toser mientras R.J. lavaba los platos de la cena.
Cuando terminó de guardarlos, la anciana tenía el rostro ardiente y congestionado.
La experiencia que R.J. había tenido con la gripe convertía a esta enfermedad en un enemigo fácil de identificar. Tenía que ser una cepa de gripe no incluida en la vacuna que se le había administrado a Eva.
R.J. estuvo dudando entre quedarse a dormir en el piso de Eva y pedirle a una mujer del pueblo que se quedara con ella.
Pero Eva era muy frágil. Al final R.J. llamó a la ambulancia y fue con ella a Greenfield, donde firmó los papeles de ingreso en el hospital.
Al día siguiente se alegró de haberlo hecho porque la infección le había afectado al aparato respiratorio. R.J. le recetó antibióticos con la esperanza de que la neumonía fuese bacteriana, pero la neumonía era vírica y Eva empeoró rápidamente.
R.J. iba y venía de Woodfield a Greenfield, y permanecía mucho tiempo junto a la cabecera de la enferma, sosteniéndole las manos y despidiéndose de ella sin palabras.
R.J. pidió oxígeno para facilitarle la respiración, y morfina hacia el final. Eva murió dos días antes del nuevo año.
La tierra del cementerio de Woodfield estaba dura como pedernal y no se pudo excavar una sepultura. El ataúd con los restos de Eva fue depositado en una cripta; el entierro tendría que esperar hasta el deshielo de primavera. Se celebraron unos funerales en la iglesia congregacionalista a los que no asistió mucha gente porque en sus noventa y dos años de vida pocos habitantes del pueblo habían llegado a conocer bien a Eva Goodhue.
Hacía un tiempo de perros, como decía Toby. R.J. ni siquiera tenía un perro que se acurrucara a su lado para darle calor, y comprendía bien el peligro espiritual de un cielo constantemente gris.
Decidió hacerse responsable de sí misma. En Northampton encontró una profesora de viola da gamba, Olga Melnikoff, una mujer que pasaba de los setenta y que había formado parte de la Sinfónica de Boston durante veintiséis años.
Empezó a recibir clases semanales, y por las noches, en la casa fría y silenciosa, se sentaba y estrechaba la gran viola entre las rodillas como si fuese un amante. Las primeras pasadas del arco despertaron graves y sonoras vibraciones que penetraban en lo más profundo de su cuerpo, y no tardó en ser cautivada por el instrumento. La señora Melnikoff la instruyó en los fundamentos, corrigiendo severamente su forma de sostener el arco y haciéndole repetir una y otra vez las notas de la escala.
Pero R.J. ya sabía tocar el piano y la guitarra, y pronto se vio haciendo ejercicios y tocando piezas sencillas. Descubrió que le encantaba. Cuando tocaba a solas en casa, tenía la sensación de hallarse acompañada por las generaciones de Cole que habían creado melodías con aquel instrumento.
Eran días de echar leña al hogar y de acostarse temprano. R.J.
sabía lo que estaban sufriendo los animales silvestres. Hubiera querido dejar heno en el bosque para los ciervos, pero Jan Smith la disuadió.
—No les imponga sus buenas intenciones -le dijo-. Están mucho mejor cuando los dejamos a su aire.
Así que ella intentaba no pensar en los animales y los pájaros cuando el intenso frío agrietaba los árboles con estallidos que sonaban como tiros de pistola.
El hospital anunció que los médicos que dispusieran de módem podían acceder al historial de un paciente en pocos segundos y transmitir sus instrucciones a las enfermeras por la línea telefónica sin necesidad de hacer un largo y resbaladizo trayecto hasta Greenfield. Había noches en las que aún tenía que acudir en persona, pero invirtió algún dinero en el equipo necesario y se alegró de recobrar parte de la tecnología que había dejado atrás al marcharse de Boston.
Las grandes fogatas que encendía cada noche en el hogar mantenían el calor pese a los vientos que azotaban La Casa del Límite.
Se sentaba junto al fuego y leía una revista tras otra, y aunque nunca llegaba a ponerse completamente al día, progresó mucho en sus lecturas médicas.
Una noche fue al armario, bajó el manuscrito de David y empezó a leerlo al amor de la lumbre.
Varias horas más tarde advirtió que la habitación se había enfriado. Interrumpió la lectura para echar más leña al fuego, para ir al cuarto de baño y para preparar más café. Después siguió leyendo. De vez en cuando reía entre dientes y otras se le escapaban las lágrimas.
El cielo ya clareaba cuando terminó. Pero quería leer el resto de la historia. La novela trataba de agricultores y granjeros que tenían que cambiar de vida porque el mundo había cambiado, pero que no sabían cómo hacerlo. Los personajes tenían vida, pero el libro no estaba terminado. R.J. quedó profundamente conmovida, pero con ganas de ponerse a gritar: no podía concebir que David hubiera abandonado una obra así pudiéndola terminar, y eso le llevó a pensar que estaba gravemente enfermo o muerto.
Significados ocultos
20 de enero.
Sentada en casa, caldeando el ambiente con música, R.J. no podía desprenderse de la sensación de que aquélla era una noche especial.
¿Un cumpleaños? ¿Algún aniversario? Y de pronto le vino a la memoria un mensaje de Keats que había tenido que aprenderse de memoria en el curso de literatura inglesa de segundo.
“Víspera de Santa Inés. ¡Ah, que frío amargo!
El búho, pese a todas sus plumas, estaba aterido; la liebre cojeaba tiritando sobre la hierba helada, y el rebaño se hallaba silente en lanoso redil.”
R.J. no tenía ni idea de cómo les iba a los rebaños, pero sabía que los animales que no estaban recogidos en un establo debían de pasarlo muy mal. Algunas mañanas, un par de pavas salvajes de gran tamaño, hembras las dos, se habían paseado lentamente por los campos cubiertos de nieve. Las sucesivas nevadas se habían congelado en poco tiempo hasta formar una serie de capas impenetrables. Los pavos y los ciervos no podían atravesarlas para llegar a la hierba y las plantas que necesitaban para sobrevivir. Las pavas cruzaban lo segado como un par de matronas artríticas.
R.J. no sabía si el Don se aplicaba también a los animales, pero no tenía necesidad de tocar a las pavas para saber que estaban a punto de morir. En el huerto reunieron sus fuerzas e hicieron débiles e infructuosos intentos de encaramarse aleteando a las ramas del manzano para alcanzar los brotes helados.
No pudo soportarlo más. Compró un gran saco de maíz en el almacén de Amherst y arrojó varios puñados en los lugares donde había visto las pavas.
Jan Smith no aprobó su gesto.
—La naturaleza se las arregló muy bien sin seres humanos durante muchos milenios. Los animales se las apañan muy bien sin nuestra ayuda. Los más aptos sobreviven -protestó.
Desdeñaba incluso a quienes ponían comida a los pájaros-. Lo único que consiguen es ver de cerca a sus pájaros favoritos. Si no les pusieran comederos, los pájaros tendrían que mover un poco el culo para sobrevivir, y el esfuerzo les sentaría bien.