Compró un manual de geología y empezó a identificar las piedras, complaciéndose en el conocimiento de que ésta era basalto del jurásico inferior, cuando criaturas monstruosas vagaban por el valle; que aquélla era magma solidificado que había surgido, líquido e hirviente, del núcleo en fusión de la Tierra, un millón de años atrás; que esa otra, de grava y arena fundidas, se había formado en una época en que las profundidades del océano cubrían las colinas, ahora en el interior; que este pedazo de gneis centelleante seguramente había sido una piedra sin brillo hasta que la deriva de los continentes la había transmutado en la olla a presión del metamorfismo.
Una tarde, en Northampton, R.J. pasó junto a unas obras de alcantarillado en la calle King.
Los obreros habían abierto una zanja como de un metro y medio de profundidad, separada de los peatones por caballetes de madera, vallas metálicas y una cinta de plástico amarillo. En un rincón de la zanja había algo que la sorprendió enormemente: una piedra rojiza y bien formada de unos treinta y cinco centímetros de altura y cuarenta y cinco de anchura.
El corazón petrificado de un gigante desaparecido.
No había nadie en la obra. Los hombres habían terminado la jornada y se habían marchado; de no ser así, le habría pedido a alguno que hiciera el favor de sacársela.
«Lástima», pensó R.J., y siguió adelante. Pero aún no había andado cinco pasos cuando dio media vuelta y volvió atrás. Se sentó sobre la tierra acumulada al borde de la zanja, con los pies colgando, tanto peor para los pantalones nuevos, y pasó la cabeza por debajo de la cinta; a continuación se impulsó con las manos y se dejó caer.
La piedra era en todo tan buena como le había parecido desde arriba. Pero era pesada, muy difícil de manejar, y para sacarla de la zanja tenía que levantarla hasta la altura del cuello. Logró realizar la hazaña al segundo intento, en un acto de desesperación.
—Pero señora, ¿qué está haciendo?
Era un agente de policía, que la miraba con una mezcla de enojo e incredulidad desde el lado de la zanja que daba a la calzada.
—¿Le importaría ayudarme a salir? -le pidió, al tiempo que tendía las manos hacia él. El policía no era un hombre corpulento, pero la sacó en un instante, exhibiendo tanto esfuerzo como el que ella había mostrado al levantar la piedra.
El hombre se la quedó mirando, con la respiración entrecortada.
No le pasó por alto la mancha de tierra que R.J. tenía en la mejilla derecha, ni los pegotes de arcilla gris en los pantalones negros, ni el barro de los zapatos.
—¿Qué hacía usted ahí abajo?
Ella le dirigió una sonrisa beatífica y tras darle las gracias por su ayuda, le explicó:
—Soy coleccionista.
Tres jueves llegaron y se fueron antes de que tuviera ocasión de dedicar el día a la construcción del puente. Sabía lo que tenía que hacer. Había ido hasta el arroyo media docena de veces para estudiar el lugar, y una y otra vez había repasado mentalmente la manera de hacerlo.
Tenía que talar dos árboles parejos, cuyos troncos constituirían los soportes principales del puente. Los troncos desbastados debían ser lo bastante pesados para resistir la carga y para durar, y al mismo tiempo lo bastante ligeros para que pudiera colocarlos sin ayuda de nadie en su lugar.
Ya había elegido los árboles y fue directamente a por ellos. El gruñir y rechinar de la sierra le daba aliento, y cuando terminó de cortar y desbastar los troncos se sentía una auténtica experta. Los troncos eran engañosamente delgados. Pesaban mucho, pero R.J.
descubrió que podía desplazarlos poco a poco, alzando y empujando primero un extremo y luego el otro.
Al caer producían un golpe sordo y la tierra parecía temblar. Se sentía como una amazona, aunque se cansaba muy deprisa.
Con ayuda de un pico y una pala excavó cuatro encajes poco hondos, dos en cada orilla, donde debían acomodarse los extremos de los troncos para que tuvieran estabilidad.
Despacio pero sin pausa, colocó los troncos en su lugar. Al final tuvo que meterse en el arroyo y sostener los maderos sobre el hombro para introducir cada extremo en el encaje preparado; cuando terminó era la hora de almorzar, y los jejenes y mosquitos habían empezado a comer a sus expensas, de manera que emprendió la retirada.
Estaba demasiado excitada para perder el tiempo preparando una gran comida, así que almorzó unas rebanadas de pan con mantequilla de cacahuete y una taza de té. Estaba impaciente por sumergirse en una bañera llena de agua caliente, pero sabía que entonces no terminaría el puente, y ya empezaba a oler la victoria. Se roció por tanto con repelente de insectos y volvió a salir.
Le había comprado a Hank Krantz una carga de tablas de acacia negra, que tenía apiladas en el patio de atrás, y se dedicó a medir y cortar trozos de un metro veinte, procurando elegir piezas de un grosor más o menos uniforme. Luego las fue transportando en grupos de tres o cuatro hasta el puente en construcción. A esas alturas estaba realmente cansada e hizo una pausa para tomar más té. Pero sabía que lo que faltaba por hacer estaba claramente dentro de sus posibilidades, y esto la impulsó mientras colocaba las tablas y las aseguraba con largos clavos. El ruido de los martillazos era un desafío a los animales salvajes para que vinieran a molestarla en su territorio.
Finalmente, cuando las sombras del atardecer oscurecían el bosque, dio el trabajo por terminado. El puente era resistente.
Sólo le faltaban unas elegantes barandillas de abedul blanco, que pensaba instalar otro día. Tuvo que reconocer que era más elástico de lo que habría sido si hubiera podido manejar troncos más gruesos, pero había hecho un buen trabajo, y prestaría buen servicio.
Se detuvo en mitad del puente y empezó a bailar una triunfante tarantela.
El soporte derecho del puente se movió ligeramente en la orilla oriental del arroyo.
R.J. se acercó y dio varios saltos. El soporte se hundió. Siguió saltando, entre maldiciones, y el soporte se fue hundiendo cada vez más. La cinta métrica le indicó que el puente había quedado treinta y siete centímetros más bajo por ese lado que por el otro.
El origen del problema estaba en que no había pensado en compactar la tierra que sostenía el tronco por ese lado, y el peso del puente había hecho el resto. R.J.
reparó en que también habría sido prudente colocar una piedra plana bajo cada extremo de tronco.
Volvió a meterse en el arroyo y trató de izar el extremo más bajo del puente, pero le resultó imposible moverlo y se quedó mirando amargamente la inclinada estructura. Aún se podía cruzar con precaución, si no se hundía más, pero sería una locura cruzarlo con una carga pesada o empujando una carretilla cargada.
Recogió las herramientas y regresó lentamente a casa, cansada y desilusionada. Ya no le sería fácil ni grato jactarse interiormente de que podía hacer cualquier cosa, si luego tenía que añadir: «... casi.»
La reunión
George Palmer se presentó en el consultorio de R.J. un día en que todos los asientos de la sala de espera estaban ocupados y Nordahl Petersen aguardaba en los escalones de la entrada.
Aun así, cuando la doctora terminó de hablar con él acerca de su bursitis y de explicarle por qué no iba a recetarle más cortisona, George Palmer asintió con la cabeza y le dio las gracias, pero no hizo ademán de marcharse.
—Mi hijo menor se llama Harold. Mi pequeño -añadió con ironía-. Tiene cuarenta y dos años.
Harold Wellington Palmer.
R.J. asintió sonriente.
—Es contable. Vive en Boston. Es decir, ha estado doce años viviendo allí. Ahora se viene a vivir conmigo otra vez.
—¿Ah, sí? Debe de estar usted muy contento, George -comentó con cautela, pues no tenía manera de saber si realmente lo estaba o no hasta que el señor Palmer fuese al grano.
Resultó que podía ser un motivo nada digno de alegría.
—Harold es lo que llaman seropositivo. Va a venir aquí con su amigo Eugene. Llevan nueve años viviendo juntos... -Por unos instantes dio la impresión de que perdía el hilo de sus pensamientos, pero volvió a encontrarlo con un sobresalto-.
Bueno, el caso es que necesitará atención médica.
R.J. posó su mano sobre la de George.
—Tendré mucho gusto en conocerlo y ser su médica -le aseguró, y apretó la mano. George Palmer le dio las gracias y salió del despacho.
No quedaba un gran trecho de bosque entre el final del sendero y la casa, pero el fracaso en la construcción del puente había frenado su entusiasmo, y dedicó sus esfuerzos al huerto. Era demasiado pronto para sembrar verduras de hoja. Los libros de horticultura decían que hubiera debido sembrar guisantes unas semanas antes, en vez de trabajar en el bosque, pero el clima frío de las colinas le daba bastante margen, de manera que echó turba, estiércol vegetal y dos sacos de arena en las eras elevadas que David le había ayudado a construir y lo revolvió todo bien.
Sembró guisantes, que le gustaban mucho, y espinacas, pues eran dos verduras capaces de resistir perfectamente la abundante escarcha que aún se formaba por las noches con regularidad.
Regó con cuidado -ni demasiado, para no anegar las eras, ni demasiado poco, para evitar la aridezy fue recompensada con una hilera de brotes. Al cabo de una semana desaparecieron sin dejar rastro, y la única pista de lo que podía haber ocurrido era una huella perfecta sobre la aterciopelada tierra.
Un cervato.
Esa noche fue a tomar los postres y el café a casa de los Smith, y les contó lo sucedido.
—¿Qué hago ahora? ¿Vuelvo a sembrar?
—Inténtalo -le aconsejó Toby-. Puede que aún estés a tiempo de cosechar algo.
—Pero hay muchos ciervos en el bosque -observó Jan-. Deberías tomar medidas para que los animales silvestres no se acerquen al huerto.
—Tú eres el experto en caza y pesca -dijo R.J.-. ¿Qué medidas me aconsejas?
—Bien, hay gente que recoge cabello humano en las peluquerías y lo extiende por el suelo. Yo también lo he probado. A veces funciona, y a veces no.
—¿Y cómo protegéis vuestro huerto?
—Orinamos a su alrededor -respondió Toby con naturalidad-.
Bueno, yo no. -Señaló a su marido-. Lo hace él.
Jan asintió.
—Es el mejor remedio. A la que olfatean el pipí humano, los animales enseguida encuentran una excusa para hacer un viaje de negocios a cualquier otro sitio. Deberías probarlo.
—Para ti es fácil. Existe cierta diferencia fisiológica entre nosotros que me complica bastante la situación. ¿No podrías venir a casa de vez en cuando y...?
—Ni hablar -replicó Toby con firmeza-. Tiene un suministro limitado, y ya está todo apalabrado.
Jan sonrió y le ofreció un último consejo:
—Utiliza un vaso de plástico.
Y eso fue lo que hizo, después de volver a sembrar los guisantes.
El problema era que ella también tenía un suministro limitado, por mucho que se esforzara en beber más líquido del que exigía su sed. Pero regó la superficie contigua a la porción de era en que había replantado los guisantes, y esta vez, cuando nacieron los brotes, no se los comió nadie.
Un día R.J. oyó un ruido como de motores procedente de su patio de atrás, y al salir descubrió que un sonoro enjambre estaba abandonando una de las colmenas. Miles de abejas se alzaban en retorcidas y danzarinas columnas que convergían a la altura del tejado para fundirse en una gruesa columna que por momentos parecía casi sólida, de tan apiñados como estaban los innumerables cuerpecitos negros.
La columna se convirtió en una nube que se contraía y expandía, hasta que al fin se desplazó sobre los árboles hacia el interior del bosque.
Dos días después un enjambre abandonó otra colmena. David había dedicado muchos esfuerzos a sus abejas y R.J. las había descuidado, pero su pérdida no le hizo experimentar sentimientos de culpa.
Estaba ocupada con su trabajo y sus intereses, y había decidido que tenía que vivir su propia vida.
La tarde en que el segundo enjambre había desaparecido, recibió una llamada telefónica en el consultorio. Gwen Gabler venía de Idaho para hacerle una visita.
—Tengo que pasar un par de semanas en el oeste de Massachusetts. Ya te lo explicaré cuando nos veamos -le dijo Gwen.
Al parecer no se trataba de problemas matrimoniales.
—Phil y los chicos te mandan recuerdos -añadió Gwen.
—Dáselos también de mi parte.
Y date prisa en venir. No te entretengas -respondió R.J.
R.J. quería ir a esperarla, pero Gwen sabía lo que era la agenda de un médico y tomó un taxi desde el aeropuerto de Hartford.
¡La brillante y cariñosa Gwen de siempre!
Llegó por la tarde, acompañada de un chubasco primaveral, y se abrazaron, se besaron, se miraron a los ojos y rieron ruidosamente.
R.J. le mostró la habitación de los huéspedes.
—Está muy bien, pero lo que quiero saber es dónde está el cuarto de baño. Me vengo aguantando las ganas desde Springfield.
—La primera puerta a la izquierda -le indicó R.J.-. Ah, espera un momento. -Corrió a su dormitorio, cogió cuatro vasos de plástico y se apresuró a dárselos a Gwen-. Toma. ¿Quieres hacerlo aquí, por favor? Te lo agradecería mucho.
Gwen la miró de hito en hito.
—¿Quieres una muestra?
—Tanto como te salga. Es para el huerto.
—Ah, para el huerto. -Gwen le volvió la espalda, pero empezaron a temblarle los hombros y se echó a reír a carcajadas, apoyada contra la pared, sin poderse contener-.
No has cambiado ni un ápice. Dios mío, cómo te he echado de menos, R.J. Cole -dijo al fin, mientras se enjugaba los ojos-.
¿Para el huerto?
—Bueno, ahora te lo explico.
—Ni se te ocurra. No quiero saberlo nunca. No me lo estropees -se opuso Gwen, y corrió hacia el cuarto de baño, con los cuatro vasos en la mano.
Por la noche estuvieron más serias. Se quedaron despiertas hasta muy tarde, conversando, mientras la lluvia tamborileaba sobre los cristales de las ventanas.
Gwen estuvo escuchando a R.J.
mientras le hablaba de David y de Sarah, le formuló un par de preguntas y la cogió de la mano.
—¿Y a ti qué tal te va en esa Sociedad para el Mantenimiento de la Salud?
—Bueno, Idaho es precioso y la gente es muy simpática, pero el Centro Sanitario Familiar Highland parece una SMS creada en el infierno.