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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

La doctora Cole (44 page)

Sobre la mesa del cuarto de los invitados, que su padre utilizaba como despacho, estaba el estuche de cristal con el escalpelo de Rob J.

En el dormitorio había una fotografía de R.J. junto a un retrato en sepia de su madre, una joven sonriente que, enfundada en un anticuado traje de baño de una sola pieza, entornaba los párpados bajo el sol en una playa de Cape Cod. Sobre la otra cómoda se veía la foto de una mujer que R.J. no reconoció.

—¿Quién es, papá?

—Una amiga mía. Le he pedido que venga a cenar con nosotros, si no estás demasiado cansada.

—En cuanto me dé una buena ducha, me quedaré como nueva.

—Creo que te caerá bien -pronosticó.

Era evidente, después de todo, que su padre no era ningún monje.

Había reservado mesa en una marisquería desde la que podrían contemplar, mientras cenaban, las embarcaciones que iban y venían por un canal. El rostro de la fotografía pertenecía a una mujer bien vestida llamada Susan Dolby. Estaba metida en carnes, pero no era obesa, y tenía cierto aire atlético. Llevaba el cabello cortado en un ceñido casco gris, y las uñas cortas y resplandecientes de esmalte incoloro. Tenía la cara atezada, con arrugas de reír en las comisuras de unos ojos almendrados, de un marrón verdoso. R.J. hubiera apostado cualquier cosa a que jugaba al golf o al tenis.

También era médica, una médica internista con un consultorio particular en Fort Lauderdale.

Tomaron asiento y se pusieron a hablar de política médica.

Mientras los altavoces del restaurante emitían “Adeste Fidelis” -

con demasiada anticipación, coincidieron los tres-, los últimos reflejos del sol teñían el agua, y los veleros cruzaban ante ellos como cisnes carísimos.

—Háblame de tu trabajo -le pidió Susan.

R.J. les habló del pueblo y de su gente. Charlaron sobre la gripe en Massachusetts y Florida y compararon sus casos problemáticos: una conversación profesional, una conversación de médicos. Susan le contó que no se había movido de Lauderdale desde que terminó su internado en el Centro Médico Michael Riis, en Chicago. Había estudiado en la facultad de medicina de la Universidad de Michigan.

R.J. se sintió atraída por su carácter abierto y su simpatía espontánea.

Justo cuando les servían las gambas de la cena, sonó el busca de Susan.

—¡Vaya! -exclamó. Tras disculparse, se fue a localizar un teléfono.

—Bueno, ¿qué te parece? -le preguntó a R.J. su padre al cabo de unos instantes, y ella se dio cuenta de que aquella mujer era importante para él.

—Tenías razón. Me cae muy bien.

—Me alegro.

Hacía tres años que eran amigos, le explicó. Se habían conocido a raíz de un viaje que ella había realizado a Boston para asistir a una conferencia en la facultad de medicina.

—Desde entonces seguimos viéndonos ocasionalmente, a veces en Miami, a veces en Boston. Pero no podíamos estar junto, tan a menudo como habríamos querido, porque los dos tenemos muchas obligaciones. Así que antes de retirarme a Boston me puse al habla con unos colegas de la universidad de aquí y tuve la suerte de recibir una oferta.

—O sea que se trata de una relación seria.

Él le sonrió.

—Sí, nos la estamos planteando muy en serio.

—Me alegro mucho por ti, papá -dijo R.J., y le cogió las manos.

Por un momento sólo fue consciente de que sus dedos estaban aún más retorcidos por la artritis, pero enseguida advirtió una pérdida gradual de energía mientras ella se inclinaba sonriente hacia él.

Susan regresó a la mesa.

—Menos mal que he podido solucionarlo por teléfono -comentó.

—¿Estás bien, papá?

Su padre estaba pálido, pero la miró con ojos muy vivos.

—Sí. ¿Por qué no habría de estarlo?

—Ocurre algo -afirmó R.J.

Susan Dolby la contempló intrigada.

—¿Qué quieres decir?

—Creo que va a sufrir un ataque cardíaco.

—Robert -se dirigió a él con voz firme-, ¿notas dolores en el pecho, dificultades para respirar?

—No.

—Veo que no estás sudando.

¿Sientes dolores musculares?

—No.

—Bueno, dime una cosa: ¿es alguna broma de familia?

R.J. percibió un hundimiento, el descenso de un barómetro interno.

—¿Dónde está el hospital más cercano?

Su padre la observaba con interés.

—Creo que debemos hacerle caso a R.J., Susan -opinó.

Susan, desconcertada, asintió con la cabeza.

—El Centro Médico Cedars está a pocos minutos de aquí. El restaurante dispone de una silla de ruedas. Podemos llamar a urgencias desde el teléfono de mi coche.

Tardaremos menos en llegar que si esperamos a la ambulancia.

Su padre empezó a jadear con los primeros dolores en el momento mismo en que entraban en el camino de acceso al centro médico. Había enfermeras y un médico residente esperando ante la puerta con una camilla y oxígeno. Le administraron una inyección de estreptoquinasa, lo llevaron rápidamente a una sala de observación y le pusieron el electrocardiógrafo portátil.

R.J. se mantuvo a un lado.

Escuchaba con enorme atención, sin apartar los ojos de la escena, pero comprobó que eran buenos profesionales y decidió dejarlos actuar a su aire. Susan Dolby estaba al lado de su padre, sosteniéndole la mano. R.J. era una espectadora.

Hacía rato que había oscurecido. Su padre reposaba cómodamente bajo una tienda de oxígeno en la unidad de cuidados intensivos, conectado a los monitores. La cafetería del hospital estaba cerrada, así que R.J. y Susan fueron a un pequeño restaurante cercano y comieron sopa de fréjoles negros y pan cubano.

Después regresaron al hospital y se sentaron a solas en una pequeña sala de espera.

—Creo que se está recuperando muy bien -comentó Susan-. Le administraron los anticoagulantes muy deprisa, un millón y medio de unidades de estreptoquinasa, aspirina, cinco mil unidades de heparina...

Hemos estado de suerte.

—Gracias a Dios.

—Y ahora, dime una cosa: ¿cómo lo sabías?

R.J. se lo explicó de la manera más escueta y objetiva posible.

Susan Dolby sacudió la cabeza.

—Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, diría que son imaginaciones tuyas.

—Mi padre lo llama el Don.

Algunas veces me ha parecido una carga, pero estoy aprendiendo a asumirlo, a utilizarlo. Hoy lo considero una bendición -prosiguió R.J. Luego, tras una vacilación, añadió-: Como comprenderás, no lo comento nunca con otros médicos.

Te agradecería que no...

—Por supuesto que no. ¿Quién iba a creerme? Pero ¿por qué me has contado la verdad? ¿No te has sentido tentada a inventarte algo?

R.J. se inclinó hacia ella y besó su bronceada mejilla.

—Sabía que quedaría en familia -respondió.

Su padre sufría dolores, y la nitroglicerina por vía sublingual no le servía de mucho, así que le administraron morfina. Se pasaba el tiempo durmiendo. A partir del segundo día, R.J. pudo salir del hospital una o dos horas de vez en cuando. Conducía el coche de su padre. Susan tenía que atender a sus pacientes, pero le indicó la mejor playa y R.J. fue a nadar.

Como buena médica, se embadurnó de crema protectora. Le resultó agradable volver a notar el contacto de la sal marina sobre la piel, y durante unos minutos permaneció tendida de espaldas, con un resplandor naranja en los párpados cerrados, y pensó con nostalgia en David. Rezó por su padre, y luego por Greg Hinton, como le había prometido.

Aquella tarde solicitó una entrevista con el doctor Sumner Kellicker, el cardiólogo de su padre, y se alegró de que Susan quisiera estar presente. Kellicker era un hombre rubicundo e irritable, aficionado a los trajes vistosos, y era evidente que no le gustaban los pacientes que tenían médicos en la familia.

—Desconfío de la morfina, doctor Kellicker.

—¿Y cómo es eso, doctora Cole?

—Produce un efecto vagotónico.

Puede causar bradicardia o bloqueo cardíaco.

—Sí, a veces ocurre. Pero todo lo que hacemos tiene sus riesgos, su aspecto negativo. Usted ya lo sabe.

—¿Y si se le administrara un betabloqueante en vez de morfina?

—Los betabloqueantes no siempre funcionan. Y entonces vuelve el dolor.

—Pero valdría la pena intentarlo, ¿no cree?

El doctor Kellicker miró de soslayo a Susan Dolby, que escuchaba con mucha atención, observando a R.J.

—Opino lo mismo -declaró.

—Si es lo que ustedes quieren, no tengo nada que objetar -dijo agriamente el doctor Kellicker, que hizo una breve inclinación de cabeza y se marchó.

Susan se acercó a R.J., la miró a los ojos y la estrechó entre sus brazos. R.J. le devolvió el abrazo y permanecieron así juntas, balanceándose.

R.J. hizo varias llamadas telefónicas.

—¿El primer día tuvo el ataque? -preguntó Peter Gerome-.

¡Pues menuda manera de empezar las vacaciones! Todo estaba bajo control, le aseguró. La gente decía que la echaba de menos y le mandaba recuerdos. No dijo nada de David.

Toby se mostró sumamente preocupada, en primer lugar por el padre de R.J. y luego por la propia R.J. Después, R.J. le preguntó cómo estaba ella, y Toby respondió pesarosa que le dolía constantemente la espalda y que tenía la sensación de haber estado embarazada toda la vida.

Gwen le pidió todos los detalles clínicos del caso y dictaminó que R.J. había hecho bien en solicitar un betabloqueante en lugar de seguir con el tratamiento de morfina.

Y tenía razón. El betabloqueante consiguió suprimir los dolores, y al cabo de dos días el padre de R.J. fue autorizado a dejar la cama y a sentarse en una silla durante media hora, dos veces al día. Como ocurre con muchos médicos, era muy mal paciente; formulaba continuas preguntas sobre su estado y exigió ver los resultados de la angiografía, así como un informe completo de Kellicker.

Su estado de ánimo oscilaba de un extremo a otro, entre la euforia y la depresión.

—Cuando te vayas, me gustaría que te llevaras el escalpelo de Rob J. -le dijo a su hija durante un momento de pesimismo.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros.

—Algún día será tuyo. ¿Por qué no ahora?

Ella lo miró fijamente a los ojos.

—Porque seguirá siendo tuyo durante muchos años -replicó, y dio la cuestión por zanjada.

El enfermo fue mejorando. Al tercer día empezó a ponerse de pie junto a la cama durante breves intervalos, y un día más tarde empezó a pasear por el corredor. R.J.

sabía que los seis días siguientes a un ataque eran los más peligrosos, y cuando hubo transcurrido una semana sin que se presentaran complicaciones empezó a respirar más tranquila.

La octava mañana de su estancia en Miami, R.J. se reunió con Susan en el hotel para desayunar juntas. Se acomodaron en la terraza con vistas al mar y la playa, y R.J. se llenó los pulmones con el tibio aire salado.

—Podría acostumbrarme a esto -comentó.

—¿De veras podrías, R.J.?

¿Te gusta Florida?

El comentario había sido una broma, una reacción de placer ante un lujo desacostumbrado.

—Florida es muy bonita, pero en realidad no me gusta tanto calor.

—Una se aclimata, aunque lo cierto es que los de aquí somos unos devotos del aire acondicionado. -Hizo una pausa-. Tengo previsto retirarme el año que viene, R.J. Mi consulta tiene prestigio y proporciona muy buenos ingresos.

Estaba pensando... ¿no te interesaría quedártela tú?

Oh.

—Me siento muy halagada, Susan, y te lo agradezco mucho.

Pero he echado raíces en Woodfield.

Para mí es importante practicar la medicina allí.

—¿Por qué no te lo piensas?

Podría aconsejarte sobre cuestiones a tener en cuenta, podría trabajar a tu lado durante un año...

R.J. sonrió y meneó la cabeza.

Susan hizo una rápida mueca de pesar y le devolvió la sonrisa.

—Tu padre significa mucho para mí. Me caíste bien desde el primer momento: además de inteligente y considerada es evidente que eres muy buena médica, el tipo de profesional que se merecen mis pacientes. Así que pensé que sería la manera perfecta de que todos saliéramos beneficiados, mis pacientes, R.J., Robert... y yo misma, todo de un solo golpe. No tengo familia. Espero que perdones a alguien que ya habría debido figurárselo, pero me permití la fantasía de que podía tener una familia. Hubiera debido comprender que nunca existen soluciones perfectas que respondan a las necesidades de todos.

R.J. admiró la sinceridad de Susan. No sabía si echarse a reír o a llorar; poco más de un año antes, ella había tejido la misma fantasía para sí.

—Tú también me caes bien, Susan, y espero que mi padre y tú acabéis juntos. Si es así, nos veremos regularmente y con frecuencia -le aseguró.

A mediodía, cuando entró en la habitación de su padre, lo encontró haciendo un crucigrama.

—Hola.

—Hola.

—¿Qué hay de nuevo?

—Poca cosa.

—¿Has hablado con Susan esta mañana?

Así que habían estado tratando el asunto antes de que Susan hablara con ella.

—Sí, hemos hablado. Le he dicho que es un cielo pero que ya tengo mi propio consultorio.

—¡Por todos los...! Es una magnífica oportunidad, R.J. -replicó su padre contrariado.

A Rob J. se le ocurrió que quizás había algo en su química personal que impulsaba a la gente a dictarle cómo y dónde debía vivir.

—Has de aprender a dejarme decir «no», papá -dijo con voz contenida-. A los cuarenta y cuatro años tengo derecho a tomar mis propias decisiones.

Él le volvió la cara, pero al poco rato la miró de nuevo.

—¿Sabes una cosa?

—¿Qué, papá?

—Que tienes toda la razón.

Jugaron a “gin rummy” y, después de ganarle dos dólares y cuarenta y cinco centavos, su padre se echó a dormir un rato.

Al despertar, R.J. le habló de su trabajo. Él se alegró de que el consultorio hubiera crecido tan deprisa y le pareció bien que cerrara la admisión de nuevos pacientes a partir de los mil quinientos, pero le preocupó saber que R.J.

se disponía a abonar al banco el remanente del crédito que él había avalado.

—No es necesario que liquides la deuda en dos años. No debes prescindir de cosas que quizá te hagan falta.

—No prescindo de nada -le aseguró ella, y le cogió la mano.

Muy lentamente, él le tendió también la otra mano.

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