Testamento mortal

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

 

Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

Donna Leon

Testamento mortal

Saga Comisario Brunetti 20

ePUB v1.1

Johan
22.08.11

 

Para Jenny Liosatou y Giulio d'Alessio

 

En el nombre de Dios, amén. Yo, George Frederick

Handel, considerando las incertidumbres de la

vida humana, redacto este mi testamento en los

siguientes términos...

Último testamento de

George Frederick Handel

1

Como había trabajado durante décadas como traductora de narrativa y de ensayo, del inglés y el alemán al italiano, Anna Maria Giusti estaba familiarizada con una amplia variedad de materias. Su traducción más reciente fue un libro norteamericano de autoayuda sobre cómo tratar las emociones en conflicto. Aunque en ocasiones las superficiales idioteces con las que se encontraba —que siempre sonaban más estúpidas al ponerlas en italiano— la obligaban a reírse, algo del texto volvía ahora a su mente, mientras subía las escaleras hacia su piso.

«Es posible sentir dos emociones en conflicto sobre la misma persona al mismo tiempo.» Esto había quedado demostrado con sus sentimientos hacia su amante, a cuya familia acababa de visitar en Palermo. «Incluso las personas a las que conocemos bien pueden sorprendernos cuando se sitúan en diferentes entornos.» «Diferente» parecía una palabra inadecuada para describir Palermo y lo que encontró allí. «Ajeno», «exótico», «extranjero»: ni siquiera esas palabras hacían justicia a lo que experimentó, pero ¿cómo explicarlo? ¿No llevaban todos
telefonini?
¿Acaso todas las personas a las que conoció no iban exquisitamente vestidas y sus maneras no eran igualmente exquisitas? Tampoco era una cuestión de idioma, porque todos hablaban un italiano más elegante que el que oía a su familia y amigos, con su cadencia véneta. Tampoco la cuestión era económica, porque la fortuna de la familia de Nico resultaba visible a cada momento.

Fue a Palermo para conocer a la familia de Nico, creyendo que se alojaría con ella, pero pasó sus cinco noches en un hotel, uno con más estrellas de las que sus ganancias como traductora le hubieran permitido pagar, si el establecimiento hubiera accedido a su insistencia en que le cobraran la factura.

—No,
dottoressa
—le dijo el sonriente director—.
L'avvocato
se ha ocupado de todo.

El padre de Nico.
L'avvocato.
Ella empezó llamándolo
dottore,
título honorífico que él descartó con un gesto de la mano, como si su intento de mostrarse deferente hubiera sido una mosca.
«Avvocato»
se había negado a salir de sus labios, por lo que adoptó el «lei», y en lo sucesivo usó el pronombre de cortesía para todos los miembros de la familia.

Nico le había advertido que no sería fácil, pero no la preparó para lo que iba a vivir durante aquella semana. Él se mostraba muy respetuoso con sus padres: de haber presenciado esa conducta en cualquier otro que no fuera el hombre al que creía amar, lo habría calificado de zalamero. Le besaba la mano a su madre cuando ella entraba en la habitación y se ponía de pie cuando era el padre quien entraba.

Una noche, Anna Maria se negó a acudir a la cena familiar. Él la había acompañado al hotel después de la tensa comida solos, la besó en el vestíbulo y esperó a que ella se introdujera en el ascensor, antes de regresar sumisamente a dormir en el
palazzo
de sus padres. Cuando al día siguiente ella le preguntó qué estaba pasando, él respondió que él era fruto del lugar donde vivía, y que ésa era la forma en que la gente se comportaba. Aquella tarde, cuando la acompañaba en coche al hotel y le propuso recogerla a las ocho para ir a cenar, ella sonrió, le dijo adiós en la puerta del establecimiento, entró y le dijo al joven de recepción que se marchaba. Fue a su habitación, hizo el equipaje, pidió un taxi y dejó una nota para Nico en conserjería. El único asiento en el avión nocturno para Venecia era en clase
business,
pero se sintió feliz de pagar el pasaje, pensando que, al menos, venía a ser como la contrapartida de la factura del hotel que no se le había permitido abonar.

Su maleta pesaba e hizo mucho ruido cuando la depositó en el primer rellano. Giorgio Bruscandi, el hijo mayor de sus vecinos, había dejado su calzado deportivo allí, pero ella se sintió casi feliz al verlo: una prueba de que ya estaba en casa. Levantó la maleta y la transportó hasta el segundo rellano, donde encontró, como esperaba, unos fajos cuidadosamente atados de
Famiglia cristiana
y de
Il Giornale.
El
signor
Volpe, que se había convertido en un fervoroso ecologista a su avanzada edad, siempre dejaba a la puerta su papel para reciclar los domingos por la noche, aunque no había necesidad de sacarlo hasta el martes por la mañana. Tan complacida estaba de ver ese signo de vida normal, que se olvidó de formular su automático juicio de que la basura era el mejor lugar para ambas publicaciones.

El tercer rellano estaba vacío, como también la mesa situada a la izquierda de la puerta. Anna Maria se sintió decepcionada: aquello significaba que no había recibido correo durante la última semana —¡lo que le resultaba increíble!— o que la
signora
Altavilla había olvidado dejárselo para cuando regresara.

Miró su reloj y vio que eran casi las diez. Sabía que la anciana se acostaba tarde: una vez se confesaron la una a la otra que la mayor satisfacción de vivir solas consistía en la libertad de quedarse leyendo en la cama tanto tiempo como quisieran. Retrocedió hasta la puerta del piso de la
signora
Altavilla, y trató de comprobar si se filtraba luz por debajo, pero la luz del rellano hacía imposible distinguirla. Se acercó a la puerta y acercó el oído, esperando percibir algún ruido en el interior: la televisión indicaría que la
signora
Altavilla seguía levantada.

Contrariada por el silencio, cogió la maleta y la dejó caer ruidosamente sobre las baldosas. Escuchó, pero en el interior no se produjo sonido alguno. Tomó de nuevo la maleta y empezó a subir las escaleras, teniendo cuidado de que el borde de aquélla golpeara el plano vertical del primer peldaño, esta vez más fuerte. Subió pues las escaleras haciendo tanto ruido con la maleta que, si ella hubiera oído que algún otro lo hacía, habría reflexionado de pasada sobre la desconsideración humana o habría asomado la cabeza por la puerta para comprobar qué sucedía.

Una vez en lo alto de la escalera, dejó caer de nuevo la maleta. Encontró la llave y abrió la puerta de su piso. Nada más abrirla se sintió sumergida en la paz y la certidumbre. Todo cuanto había dentro era suyo, y en aquellas habitaciones ella decidía qué hacer, cuándo y cómo. No tenía reglas ajenas que obedecer y a nadie a quien besar la mano, y este pensamiento ponía fin a toda duda: estaba segura de haber hecho lo que debía al abandonar Palermo, abandonar a Nico y poner fin a la relación.

Encendió la luz y miró automáticamente el sofá, al otro lado de la habitación, donde el orden militar de los cojines le confirmó que la mujer de la limpieza había estado allí en su ausencia. Introdujo la maleta, cerró la puerta y dejó que el silencio se extendiera y penetrara en ella. Estaba en casa.

Anna Maria atravesó la habitación y abrió la ventana y las persianas. Al otro lado del
campo
se levantaba la iglesia de San Giacomo dell'Orio: si su ábside redondeado hubiera sido la proa de un barco navegando, habría apuntado a sus ventanas y no habría tardado en echársele encima.

Recorrió el piso, abrió todas las ventanas y empujó hacia fuera y aseguró las persianas. Se llevó la maleta al cuarto de invitados y la colocó encima de la cama, luego siguió recorriendo el piso, y cerró las ventanas para resguardarse del frío nocturno de octubre.

En la mesa del comedor, Anna Maria encontró un papel con una de las notas curiosamente redactadas por Luba y, al lado, el inconfundible aviso de color beige para recoger una carta certificada. «Para usted», decía la nota. Estudió el aviso: lo habían dejado seis días antes. No tenía ni idea de quién podía haberle enviado una carta certificada: la dirección en la que constaba el
mittente
era ilegible. Su primer pensamiento fue un vago temor de que alguna institución oficial hubiera descubierto una irregularidad y le informara de que era objeto de investigación por haber hecho o dejado de hacer una cosa u otra.

El segundo aviso llegó dos días después de aquél. Su ausencia significaba que la
signora
Altavilla, que con los años se había convertido en la encargada de su correo y de las entregas de paquetes, había firmado la recogida de la carta y se la había llevado arriba. La curiosidad la venció. Dejó el aviso en la mesa y se fue a su estudio. De memoria, marcó el número de la
signora
Altavilla. Mejor molestarla de aquella manera que mantener hasta la mañana la inquietud por la carta que, se dijo a sí misma, acabaría resultando algo irrelevante.

El teléfono sonó cuatro veces sin que nadie lo cogiera. Se apartó y abrió la ventana, se asomó y oyó el timbre abajo. ¿Dónde podría estar a aquellas horas? ¿Una película? Ocasionalmente salía con amistades o iba a cuidar a sus nietos, aunque a veces el mayor pasaba la noche con ella.

Anna Maria colgó el teléfono y regresó a la sala de estar. A lo largo de los años, y aunque separadas en edad por casi dos generaciones, ella y la mujer del piso de abajo habían llegado a ser buenas vecinas. Quizá no buenas amigas; nunca habían comido juntas, pero de vez en cuando se encontraban en la calle y tomaban un café, y habían mantenido muchas conversaciones en la escalera. Anna Maria era requerida ocasionalmente para trabajar como traductora simultánea en conferencias, y por ello se ausentaba unos días o incluso semanas. Como la
signora
Altavilla se iba a la montaña con su hijo y la familia de éste cada mes de julio, Anna Maria tenía sus llaves para entrar y regar las plantas y, como le dijo cuando se las dio, «por si acaso». Estaba claro que Anna Maria podía —es más, debía— entrar para dejar su correo siempre que volvía de un viaje y la
signora
Altavilla no estaba en casa.

Cogió las llaves, que guardaba en el segundo cajón de la cocina, y manteniendo su propia puerta abierta y sujeta con su bolso, encendió la luz y bajó las escaleras.

Aunque estaba segura de que no había nadie en la casa, Anna Maria tocó el timbre. ¿Por una especie de tabú? ¿Por respeto a la intimidad? Al no haber respuesta, introdujo la llave en la cerradura pero, como a menudo sucedía con aquella puerta, no giraba con facilidad. Probó de nuevo, atrayendo la puerta hacia sí a la vez que hacía girar la llave. La presión de su mano desplazó la manilla hacia abajo, y cuando imprimió el brusco movimiento de tirar y empujar, la recalcitrante puerta resultó que no estaba cerrada con llave, y por tanto se abrió sin resistencia, impulsándola a ella a dar un paso adelante y a entrar en el piso.

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