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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

Testamento mortal (6 page)

—Antes de que Patta pudiera decir, como solía hacer al llegar a este punto, que no había hora, ya fuera de noche o de día, en que no estuviera preparado para asumir las responsabilidades de su cargo, Brunetti admitió—: Sé que debí hacerlo, señor, pero pensé que unas pocas horas no suponían una diferencia, y que ambos estaríamos en mejor situación para tratar los asuntos después de dormir decentemente por la noche.

Patta fue incapaz de privarse de comentar:

—Desde luego parece que usted lo ha hecho.

Brunetti ignoró la observación o, al menos, no se permitió responder, para mantener la anodina expresión suave que mostraba a su superior.

—Parece no tener idea de quién es la muerta —dijo Patta.

—La del piso de arriba dijo que se llamaba Costanza Altavilla,
dottore
—respondió Brunetti con una voz que trató que sonara servicial.

Sin poder contener apenas su exasperación, Patta explicó:

—Es la madre del anterior veterinario de mi hijo; eso es lo que es.

—Patta hizo una pausa para permitir que Brunetti asimilara el significado de aquello. Luego añadió—: Coincidí con ella una vez.

Raras veces Patta dejaba sin palabras a Brunetti, pero éste, con el paso de los años, había desarrollado una respuesta defensiva ante semejante eventualidad. Compuso la expresión más seria, asintió sesudamente varias veces y dejó escapar un prolongado y muy pensativo «Hummmm». No entendió por qué, una vez tras otra, Patta se sentía decepcionado por eso, como era el caso ahora, nuevamente. Quizá su superior carecía de memoria, o quizá era incapaz de responder a manifestaciones de máxima deferencia expresadas de otra manera, como un perro alfa es incapaz de atacar a otro perro que se pone panza arriba y le presenta el bajo vientre y la garganta.

Brunetti sabía que no podía decir nada. No podía arriesgarse a decir: «No me di cuenta de eso», sin que Patta percibiera el sarcasmo, ni podía pedirle que le explicara qué importancia tenía aquella relación, que sin duda él consideraba evidente por sí misma. Y en la medida en que valoraba su empleo, tampoco podía expresar curiosidad sobre el hecho de que el hijo de Patta tuviera un veterinario y no un médico. Así que esperó, moviendo la cabeza hacia un lado, como un perro muy atento.

—Salvo tenía un
husky.
Esos perros son muy delicados, especialmente con este clima. Padecía un eczema debido al calor. El doctor Niccolini fue el único que pareció capaz de hacer algo para ayudarlo.

—¿Y qué pasó, señor? —preguntó Brunetti con sincera curiosidad.

—Oh, Salvo tuvo que desprenderse del perro. Se convirtió en un gran problema para él. Pero se formó una buena opinión del doctor y, ciertamente, nos habría ayudado de todas las formas posibles.

No cabía duda al respecto: Brunetti había advertido el tono de una verdadera preocupación humana en la voz de Patta.

Aun después de todos aquellos años, Brunetti no había aprendido a predecir cuándo Patta, en algún momento de descuido, daría pruebas de ser un individuo sensible. Eso siempre lo desarmaba, seducido por la sospecha de que aún podían hallarse trazas de humanidad en el alma de su superior. La reincidencia de Patta en su crueldad habitual no había apagado en Brunetti su deseo de ser engañado.

—¿Aún está aquí? —preguntó Brunetti, conjeturando si Patta se había puesto en contacto con el hijo de la
signora
Altavilla, pero reticente a preguntárselo.

—No, no. Encontró un trabajo en algún otro lugar. Vicenza. Verona. He olvidado cuál.

—Ya veo —dijo Brunetti, asintiendo como si hubiera comprendido—. ¿Y cree usted que sigue ejerciendo de veterinario?

Patta levantó la cabeza, como si de repente hubiera percibido un olor extraño.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Tiene usted que establecer contacto con él. No había libreta de direcciones en el piso, y no pude ir al piso de arriba a aquellas horas para preguntarle a la mujer que vive allí. Pero si aún es veterinario, debe de estar inscrito en una de esas dos ciudades.

—Por supuesto que deberíamos contactar con él —replicó Patta con una brusca irritación, como si Brunetti se hubiera opuesto a la idea—. Difícilmente hubiera creído que tendría que explicarle algo tan sencillo, Brunetti.

—Luego, para evitar que Brunetti se pusiera de pie, continuó—: Quiero que esto se aclare cuanto antes. No podemos permitir que la gente de esta ciudad crea que no está segura en sus casas.

—Desde luego,
vicequestore
—se apresuró a decir Brunetti, curioso por saber quién podría haber sugerido a Patta que la muerte de la
signora
Altavilla podría suscitar la inseguridad ciudadana—. Echaré un vistazo y llamaré a la
signora
Giusti...

—¿A quién?

—A la mujer del piso de arriba, señor. Parece que conocía muy bien a la fallecida.

—Entonces debería saber dónde localizar al hijo.

—Eso espero,
dottore
—concluyó Brunetti, y se dispuso a levantarse.

—¿Qué piensa hacer con la prensa? —preguntó Patta en tono cauteloso.

—¿Se ha puesto en contacto con usted, señor? —preguntó a su vez Brunetti, volviéndose a sentar en la silla.

—Sí —respondió Patta, y dirigió a Brunetti una larga mirada, como si sospechara que él o Vianello o incluso, posiblemente, Rizzardi, hubiera pasado las primeras horas de la mañana al teléfono, hablando con los reporteros.

—¿Qué han preguntado?

—Saben el nombre de la mujer, y han preguntado sobre las circunstancias de su muerte, lo acostumbrado.

—¿Qué les ha dicho, señor?

—Que las circunstancias de su muerte ya están investigándose y que esperamos un informe del
medico legale
en algún momento entre hoy y mañana.

Brunetti asintió, aprobatoriamente.

—Entonces me ocuparé de contactar con el hijo, señor. La mujer de arriba seguro que sabe cómo encontrarlo.

—Antes de que Patta pudiera preguntar, Brunetti dijo—: Señor, anoche no estaba en condiciones de responder a preguntas.

—Como Patta no contestó, Brunetti añadió—: Iré a hablar con ella.

—¿Sobre qué?

—Sobre la vida de la muerta, sobre su hijo, sobre cualquier cosa que ella crea que podría darnos razones para preocuparnos.

No hizo mención alguna de Palermo, ni dijo que Vianello iba a hablar con los vecinos de abajo, por temor a que Patta llegara a la conclusión de que la
signora
Giusti estaba complicada en la muerte de su vecina.

—¿«Preocuparnos», Brunetti? Creo que sería más sensato disponer de los resultados de la autopsia antes de que empiece usted a emplear palabras como «preocuparnos», ¿no cree?

Brunetti se sintió casi reconfortado por el retorno del Patta que él conocía, el maestro de la evasión, que con tanta habilidad conseguía desviar toda la atención que no fuera enteramente positiva o laudatoria.

—Si la mujer murió de muerte natural, no tenemos por qué preocuparnos; así pues, me parece que no deberíamos emplear esa palabra.

Al instante, como si temiera que de algún modo la prensa se apropiara de aquella observación y se cebara en su falta de sensibilidad, Patta corrigió, para aquellos oyentes silenciosos:

—Quiero decir profesionalmente, claro. Desde el punto de vista humano, su muerte, como la de cualquiera, es terrible.

—Luego, como si la voz de su hijo le hiciera una advertencia, añadió—: Y por partida doble, dadas las circunstancias.

—Por supuesto —afirmó Brunetti, resistiendo el impulso de inclinar la cabeza respetuosamente ante la sibilina opacidad de las palabras de su superior, y dejó pasar un instante en silencio—. Creo que por el momento no hay nada que podamos decir a la prensa, señor; al menos hasta que Rizzardi nos diga qué ha encontrado.

Patta se lanzó vorazmente sobre la incertidumbre de Brunetti.

—Entonces, ¿cree usted que fue una muerte natural?

—No lo sé, señor —respondió Brunetti, recordando la señal cerca de la clavícula de la mujer. Si el resultado de la autopsia apuntara a un delito, sería preciso que Patta revelara la noticia, reafirmando así su papel de jefe protector de la seguridad ciudadana—. Cuando tengamos los resultados, debería ser usted el único que hablara con la prensa, señor. Seguro que los periodistas prestarán más atención a cualquier cosa que provenga de usted.

Brunetti dobló los dedos de la mano derecha y cerró el puño. Fatigado de pronto con su papel, se dijo que ni siquiera un perro beta tenía que continuar tumbado tripa arriba durante tanto tiempo.

—De acuerdo —convino Patta, que recuperó su buen humor—. Que me entere cuanto antes de lo que le diga Rizzardi cuando lo vea.

—Y luego, como si recordara algo—: Y encuentre al hijo de esa mujer. Se llama Claudio Niccolini.

Brunetti dio los buenos días al
vicequestore
y salió al antedespacho a hablar con la
signorina
Elettra, convencido de que ella encontraría fácilmente en algún lugar del Véneto a un veterinario llamado Claudio Niccolini.

6

Aquello resultó mucho más fácil de lo que había imaginado: la
signorina
Elettra se limitó a introducir «Veterinario» y buscar en las páginas amarillas de ambas ciudades. No tardó en encontrar el número del consultorio del
Dott.
Claudio Niccolini, en Vicenza.

Brunetti regresó a su despacho para hacer la llamada, sólo para enterarse de que el doctor no estaba aquel día en el consultorio. Cuando dio su nombre y cargo, y explicó que tenía que hablar con el doctor acerca de la muerte de su madre, la mujer con quien hablaba dijo que el doctor Niccolini ya había sido informado y que se dirigía a Venecia; que, de hecho, era probable que ya estuviera allí. El reproche en su voz era inequívoco. Brunetti no dio explicación alguna por el retraso en llamar y, en cambio, preguntó por el número de
telefonino
del doctor. La mujer se lo dio y colgó sin más comentarios.

Brunetti marcó el número. A la cuarta llamada un hombre contestó:


Sì?

—¿Dottor
Niccolini
?


Sì. Chi parla?

—Soy el
commissario
Guido Brunetti,
dottore.
En primer lugar, deseo manifestarle mis condolencias por la pérdida que ha sufrido.

—Hizo una pausa y añadió—: Quisiera hablar con usted sobre su madre, si es posible.

Brunetti no tenía idea de cuál era su autoridad, puesto que había acudido a casa de la mujer casi por eliminación, y ciertamente no se le había dado ningún encargo oficial para investigar las circunstancias de su muerte.

El otro se tomó mucho tiempo para contestar, y cuando lo hizo, espetó:

—¿Por qué...? —y se detuvo. Tras otra pausa que pareció interminable, dijo, pugnando por controlar su incomodidad—: No sabía que la policía hubiera intervenido.

Si era eso lo que pensaba, Brunetti decidió que era mejor dejar que lo siguiera creyendo.

—La primera llamada la recibimos nosotros,
dottore.
—dijo Brunetti en su tono más anodinamente burocrático. Luego, cambiando de registro para adoptar el papel de funcionario desbordado, añadió—: Generalmente el hospital envía un equipo, pero como la persona que informó de la muerte nos llamó a nosotros, nos vimos obligados a acudir.

—Comprendo —asintió Niccolini con una voz más calmada.

—¿Puedo preguntarle dónde está,
dottore?

—Estoy en el hospital, esperando hablar con el patólogo.

—Yo ya voy para ahí —mintió Brunetti sin esfuerzo—. Quedan algunas formalidades; de este modo podré atenderlas y de paso hablar con usted.

—Sin molestarse en esperar la réplica de Niccolini, dijo—: Estaré ahí dentro de diez minutos.

—Y colgó.

No se molestó en comprobar si Vianello estaba en el cuarto de oficiales, pero dejó rápidamente la
questura
y se encaminó al hospital. Mientras iba andando, reflexionó sobre el tono de Niccolini y sus palabras. Comprendió que el temor a una intervención de la policía era una respuesta normal de cualquier ciudadano, de modo que quizá el nerviosismo que había percibido en la voz de aquel hombre era lo que cabía esperar. A lo cual se añadía que el
dottor
Niccolini estaba hablando desde el hospital, donde reposaba el cuerpo de su madre muerta.

La belleza del día interrumpió sus reflexiones. Todo lo que necesitaba era el olor penetrante de las hojas quemadas para recrear en su memoria aquellos días perdidos de libertad en el otoño tardío, cuando él y su hermano, de niños, vagaban a su aire por las islas de la
laguna,
en ocasiones ayudando a los campesinos en las últimas cosechas del año, y tremendamente orgullosos de poder llevar a casa bolsas llenas de las frutas o las verduras con que les habían pagado.

Cruzó Campo SS. Giovanni e Paolo, consciente de lo perfecta que sería hoy la luz para contemplar las vidrieras de la basílica. Entró en el
ospedale.
El amplio vestíbulo devoraba la mayor parte de la luz, y aunque pasó por patios y espacios abiertos camino del
obitorio,
las paredes en que aquéllos estaban encajados destruían la sensación que tenía al aire libre.

En la sala de espera del depósito había un hombre de pie. Era alto, corpulento, con la complexión de un luchador al final de su carrera, su musculatura ya empezaba a perder el tono, pero aún no se había convertido en grasa. Levantó la vista cuando entró Brunetti y lo miró, pero sin ser consciente de la llegada de otra persona.

—¿Dottor
Niccolini? —preguntó Brunetti, tendiendo la mano.

El doctor tardó en reaccionar ante Brunetti, como si tuviera que limpiar la mente de otros pensamientos antes de poder aceptar la presencia de otra persona.

—¿Es usted el policía? Lo siento, pero no recuerdo su nombre.

—Brunetti.

Le estrechó la mano, más por costumbre que por ganas. Su mano era firme, pero el apretón fue fugaz. Brunetti advirtió que su ojo izquierdo era ligeramente menor que el otro o estaba situado en un ángulo diferente. Ambos eran de color castaño oscuro, como su pelo, que ya griseaba en las sienes. La nariz y la boca eran sorprendentemente delicadas en un hombre de su estatura, como si se hubieran dibujado para una cara más pequeña.

—Lamento conocerlo en estas circunstancias —dijo Brunetti—. Debe de ser muy difícil para usted.

Debía existir cierto lenguaje formal para aquella circunstancia, pensó Brunetti; algún modo de superar la torpeza. Niccolini asintió, apretó los labios, cerró los ojos y luego se apartó rápidamente de Brunetti, como si hubiera oído algo procedente de la puerta del depósito.

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