Testamento mortal (7 page)

Read Testamento mortal Online

Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

Brunetti aguardó, con las manos atrás, la una sosteniendo la otra por la muñeca. Cobró conciencia del olor de la estancia, que ya había percibido demasiadas veces: algo químico y penetrante que trataba, sin éxito, de borrar otro, éste agresivo, cálido y fluido. Frente a él, en la pared, vio uno de esos carteles horrorosos que los hospitales no pueden resistirse a exhibir: mostraba imágenes tremendamente ampliadas de las que creyó eran las garrapatas que transmitían la encefalitis y la borreliosis.

Hablando a la espalda del hombre, Brunetti sólo podía pensar en trivialidades.

—Quisiera expresarle mis condolencias,
dottore
—dijo, antes de recordar que ya lo había hecho.

El doctor no le respondió inmediatamente, y ni siquiera se volvió. Por último, con una voz baja y torturada, dijo:

—Yo he hecho autopsias, ¿sabe?

Brunetti guardó silencio. El otro sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, se secó la cara y se sonó. Cuando se volvió, su rostro pareció por un momento el de otro hombre; por alguna razón, mayor.

—No me dirán nada; no me dirán cómo murió o por qué le están practicando la autopsia. Así que todo cuanto puedo hacer es quedarme aquí y pensar en lo que está sucediendo.

Su boca se tensó en una mueca y, por un momento, Brunetti temió que el doctor rompiera a llorar. Como no parecía adecuada una réplica, Brunetti dejó pasar algo de tiempo y luego se adelantó y, sin preguntar nada, tomó a Niccolini por el brazo. El hombre se envaró, como si el contacto de Brunetti fuera el preludio de un golpe. Giró la cabeza bruscamente y se quedó mirando a Brunetti con ojos de animal asustado.

—Venga,
dottore
—dijo Brunetti con su tono más tranquilizador—. Quizá debería sentarse un momento.

La resistencia del hombre desapareció, y Brunetti lo condujo hasta la hilera de sillas de plástico, le soltó despacio el brazo y esperó a que el doctor se sentara. A continuación, Brunetti ladeó otra silla para situarse oblicuamente frente a él y también se sentó.

—La vecina de arriba de su madre nos llamó anoche —empezó.

Pareció que a Niccolini le llevara algún tiempo enterarse de lo que Brunetti le explicaba, y luego se limitó a decir.

—Me llamó esta mañana. Por eso estoy aquí.

—Niccolini, casi en contra de su voluntad, empezó a frotarse las manos. El sonido, áspero y seco, era extrañamente fuerte—. Me dijo que bajó a decirle a
mamma
que estaba en casa, y a recoger el correo. Y cuando entró... la encontró.

—Se aclaró la garganta y, de repente, separó las manos y las embutió bajo los muslos, como un escolar durante un examen difícil—. En el suelo. Dijo que supo en cuanto la miró que estaba muerta.

—El doctor inspiró profundamente, apartó la mirada hacia la derecha de Brunetti y continuó—: Dijo que cuando todo hubo terminado y se la llevaron, a mi madre, decidió esperar para llamarme. Luego me llamó. O sea, esta mañana.

—Ya.

El doctor movió la cabeza, como si Brunetti hubiera formulado una pregunta.

—Dijo que yo debía llamarlos a ustedes, a la policía. Y cuando lo hice, ellos, quiero decir ustedes, quiero decir la persona de la
questura
con la que hablé, dijo que yo tenía que llamar al hospital para enterarme de algo.

—Sacó las manos y las dobló sobre el regazo, donde permanecieron inmóviles. Las estudió y al cabo dijo—: Así que llamé aquí. Pero no quisieron decirme nada sobre el asunto. Se limitaron a pedirme que viniera.

—Tras una pausa, añadió—: Por eso me sorprendió que usted me llamara.

Brunetti asintió, como para sugerir que la policía no iba a intervenir, y al mismo tiempo considerando el empeño de Niccolini en apartar a la policía de la muerte de su madre. Pero ¿qué ciudadano no haría lo mismo? Brunetti trató de alejar de su cabeza esa sospecha y también la imagen de una burocracia capaz de invitar a aquel hombre a acudir a semejante lugar, y dijo:

—Lamento la confusión,
dottore.
En estas circunstancias debe resultar doblemente doloroso.

Se hizo el silencio entre ellos. Niccolini volvió a centrar la atención en sus manos, y Brunetti decidió que sería más sensato no decir nada. Las circunstancias, el sitio y la cosa horrible que estaba teniendo efecto en la otra habitación, todo eso los oprimía, y debilitaba su deseo de hablar.

Aquello no duró mucho, aunque Brunetti no tuvo idea del tiempo que transcurrió hasta que apareció en la puerta Rizzardi, que había cambiado su chaqueta de laboratorio por sus traje y corbata habituales.

—Ah, Guido —dijo al ver a Brunetti—. Quería... —empezó, pero entonces advirtió la presencia del otro hombre. Brunetti lo puso en guardia de que podía tratarse de un pariente de la mujer cuya autopsia acababa de realizar. Desistió de continuar, volvió su atención al hombre y se presentó—: Soy Ettore Rizzardi,
medico legale.

—Se adelantó y le tendió la mano—. Lamento verlo aquí,
signore.

Brunetti le había visto hacer aquello incontables veces, pero en cada ocasión era algo nuevo, como si el médico sólo hubiera descubierto en aquel momento el dolor humano y quisiera esforzarse en procurar consuelo.

Niccolini se puso en pie y dio la mano a Rizzardi. Brunetti advirtió que Rizzardi tensaba los labios por efecto del apretón que le daba el otro. Como respuesta, el patólogo se le acercó y le apoyó la mano en el hombro. Niccolini se relajó un poco, luego jadeó, como buscando aire, apretó los labios y echó la cabeza atrás. Inspiró profundamente por la nariz varias veces y luego, despacio, soltó la mano de Rizzardi.

—¿Qué ha sido? —preguntó, casi en tono de súplica.

Rizzardi pareció no inmutarse por el tono de Niccolini.

—Quizá fuera mejor que pasáramos a mi despacho —propuso el patólogo con calma.

Brunetti los siguió al despacho de Rizzardi, al final del corredor, a la izquierda. A medio camino, Niccolini se detuvo y Brunetti oyó al veterinario decir:

—Creo que tengo que salir fuera. No quiero seguir aquí.

Resultaba obvio para Brunetti que Niccolini respiraba con dificultad, de modo que se adelantó a Rizzardi y condujo a los dos hombres, por los diversos vestíbulos y patios, de nuevo a la entrada principal y al
campo,
donde descubrió que la belleza del día los estaba aguardando.

De regreso al sol y al mundo vivo, a Brunetti lo poseyó el ansia de tomar un café, o tal vez era azúcar lo que deseaba. Los tres descendieron los bajos peldaños de acceso al hospital y empezaron a cruzar el
campo.
Niccolini volvió a echar atrás la cabeza y dejó que el sol le bañara la cara, en un gesto que a Brunetti le pareció casi ritual. Se detuvieron junto a la estatua de Colleoni, y Brunetti contempló anheloso la hilera de cafés al otro lado del campo. Sin preguntar, Rizzardi echó a andar hacia ellos, y se dirigió al Rosa Salva. Se volvió e hizo una seña a los otros dos, invitándolos a seguirle.

Una vez dentro, Rizzardi pidió un café, y cuando los otros se le unieron, asintieron al camarero, dando a entender que pedían lo mismo. A su alrededor el público, de pie, comía bollitos, algunas personas ya tomaban
tramezzini
o bebían café, y otros, un
spritz
de última hora de la mañana. Qué hermoso, pero qué terrible, emerger de allí y entrar aquí, en medio del silbido de la cafetera y del tintineo de las tazas en los platillos, y enfrentarse a aquel recordatorio de lo que todos sabemos y nos sentimos incómodos por saber: que la vida continúa, sin que importe lo que le ocurra a cualquiera de nosotros. La vida pone un pie delante del otro, silbando una tonada que es lúgubre o alegre, alternativamente, pero siempre pone un pie delante del otro y sigue avanzando.

Cuando los tres cafés estuvieron sobre la barra, frente a ellos, Rizzardi y Brunetti rasgaron los envoltorios del azúcar y vertieron éste en sus tazas. Niccolini permaneció mirando su taza como si no estuviera seguro de lo que era. Hasta que le dio un codazo un hombre que pasó para devolver su taza y su platillo al mostrador, no cogió la bolsita de azúcar y vertió el contenido en su café.

Cuando hubieron terminado, Rizzardi puso el dinero en el mostrador y los tres regresaron al
campo.
Un niño, que no parecía más alto que las rodillas de Brunetti, pasó como una exhalación en un patinete, impulsándolo con un pie y chillando con la salvaje emoción de la carrera. Un momento después, su padre pasó también, repitiendo a gritos y con voz entrecortada: «Marco, Marco,
fermati.»

Rizzardi caminó hasta la reja que rodeaba la base de la estatua de Colleoni y se apoyó en ella, dirigiendo la mirada a la Barbaria delle Tole, la basílica a su izquierda. Brunetti y Niccolini se colocaron a ambos lados del médico.

—Su madre falleció de un ataque al corazón,
dottore
—dijo Rizzardi sin otras palabras de introducción, con los ojos mirando directamente al frente—. Debió ser muy rápido. No sé lo doloroso que resultó, pero puedo asegurarle que fue muy rápido.

Detrás de ellos podían oír los gritos de Marco y su gozo por aquel soleado día y por el descubrimiento de la velocidad.

Niccolini inspiró profundamente, lo que Brunetti interpretó como una muestra del alivio con el que cual quiera hubiera recibido las palabras del médico. Los tres hombres escuchaban la voz del niño y la cantilena paterna exhortando a la prudencia.

Niccolini se aclaró la garganta y observó con voz indecisa y ronca:

—La
signorina
Giusti, la vecina de mi madre, me dijo que vio sangre.

—Dicho esto, se detuvo, y como Rizzardi no contestó, preguntó—: ¿Es eso verdad,
dottore?

Brunetti miró las manos de Niccolini y vio que tenía los puños apretados, y que los sacudía a causa de la tensión.

El niño pasó ante ellos como una exhalación, gritando, y cuando llegó al otro extremo del
campo,
Rizzardi se volvió a Brunetti, como pidiéndole que aportara alguna contribución, pero Brunetti no ofreció ayuda alguna, curioso por saber qué contestación le daría el patólogo a Niccolini.

Rizzardi echó la mano atrás para agarrarse a la parte superior de la verja, descansó su peso contra ella y dijo:

—Sí, había ciertos indicios físicos coherentes con eso, pero nada que contradiga un ataque al corazón.

En la incursión del médico en la jerga de su profesión, según observó Brunetti, no hizo mención alguna de la marca que él había visto en la
signora
Altavilla. Excluyó la posibilidad de que el patólogo la considerara desprovista de significado. De haber sido éste el caso, sin duda Rizzardi la habría mencionado, aunque sólo fuera para desecharla.

Brunetti se volvió para ver cómo respondía Niccolini a aquella no-contestación, pero se limitó a dar su asentimiento a lo que había oído. Rizzardi continuó:

Si lo desea, podría tratar de explicarle exactamente lo que ocurrió. O sea, en sentido médico.

Viendo la afable sonrisa de Rizzardi, Brunetti se dio cuenta de que el patólogo no tenía idea de la profesión de Niccolini ni tampoco de la formación médica que lo había preparado para ella, de modo que no calculaba bien el efecto que su condescendencia podía provocar.

Niccolini preguntó, con una voz muy suave:

—¿Podría ser más concreto acerca de esos «indicios físicos»?

Su tono, no sus palabras, captaron la atención de Rizzardi. El patólogo dijo:

—Había signos de traumatismo.

«Ah —se encontró pensando Brunetti—, ahora llegamos a la marca en la garganta.»

Niccolini consideró la frase y dijo:

—Hay muchas clases de traumatismos.

Brunetti decidió intervenir antes de que Rizzardi empezara a simplificar el significado del término y pusiera más en su contra a Niccolini.

—Creo que debería saber que el
dottor
Niccolini es veterinario, Ettore.

Rizzardi se tomó un momento para responder, y cuando lo hizo, resultó evidente que la noticia le complacía.

—Ah, entonces comprenderá.

Tanto Rizzardi como Brunetti oyeron jadear a Niccolini. Giró sobre sus talones en dirección al patólogo, con el puño cerrado involuntariamente y el rostro pálido a causa del impacto.

Rizzardi dio un paso para apartarse de la verja y levantó las manos, en un instintivo gesto de autoprotección.

—Dottore, dottore,
no quería ofenderlo.

Movió repetidamente las manos en el aire, entre él y Niccolini, hasta que éste, con aspecto aturdido a causa de su propia conducta, bajó la mano. Rizzardi explicó:

—Sólo he querido decir que usted comprendería las implicaciones fisiológicas de lo que he dicho. Nada más.

—Y luego, con más calma—: Por favor, por favor. No piense siquiera en eso.

¿Estaba Niccolini tan alterado que había entendido la observación de Rizzardi como una comparación entre la anatomía animal y la humana? Pero ¿cómo podía esperarse que uno se mantuviera frío y racional en presencia del hombre que acababa de practicar la autopsia a su madre?

Niccolini asintió varias veces, con los ojos cerrados y sonrojado, luego miró a Rizzardi y dijo:

—Por supuesto,
dottore.
He interpretado mal. Todo es tan...

—Lo sé. Todo esto es terrible. He hablado con muchas personas. Nunca resulta fácil.

Los hombres volvieron a guardar silencio. Un sabueso salió de una de las tiendas próximas al extremo del
campo,
se alivió contra un árbol y luego regresó a la tienda.

La voz de Rizzardi apartó la atención de Brunetti del perro.

—Sólo puedo repetir que su madre murió de un ataque al corazón. Eso es indiscutible.

En el pasado, Brunetti había escuchado al médico suficientes veces como para comprender que Rizzardi estaba diciendo la verdad, pero ahora podía verle la cara, y por eso supo que había también algo que no decía. Rizzardi prosiguió:

—Y para contestar a su pregunta, sí, había sangre en la escena. El commissario Brunetti también la vio.

—Niccolini se volvió hacia Brunetti en busca de confirmación, y él asintió. Luego aguardó a que Rizzardi se explicara—. Había un radiador no lejos de donde fue hallada su madre, y no es contradictorio con las pruebas que se golpeara la cabeza al caer. Como usted sabe, las heridas en la cabeza a menudo sangran mucho, pero como la muerte se produjo muy rápidamente tras el ataque al corazón, no sangró por mucho tiempo, y esto tampoco contradice lo que observamos en la escena.

Other books

The Trinity of Heroes (I Will Protect You Book 1) by Mason Jr., Jared, Mason, Justin
Moving Target by J. A. Jance
Cast the First Stone by Margaret Thornton
Unraveled by Him by Wendy Leigh
Greyfax Grimwald by Niel Hancock
As Death Draws Near by Anna Lee Huber
The Company You Keep by Neil Gordon
Unknown by Unknown
Let Them Have Cake by Pratt, Kathy