Brunetti renunció a preguntar, a fin de empujar a Rizzardi a decirlo.
—Así que alguien pudo haberla zarandeado.
—¿O bien?
—O pudo haberle ocurrido al caer. El golpe en la cabeza fue muy fuerte, y se lo dio con el radiador. Lo vi anoche.
—O la empujaron.
—No puedo afirmarlo.
Brunetti sintió como si Rizzardi ya hubiera agotado su ración de franqueza.
Finalmente el médico dijo en tono firme:
—Nada va a cambiar el hecho de que la causa de la muerte ha sido un ataque al corazón.
—De nuevo una pausa, que Brunetti no interrumpió, tras la cual Rizzardi dijo—: Su corazón estaba en malas condiciones, y una conmoción de cualquier clase pudo provocarle fácilmente una fibrilación.
Brunetti era consciente de que Vianello estaba a su lado, incapaz de disimular su curiosidad.
—¿Encontraron sus hombres propafenona en el piso? —preguntó el médico.
Brunetti aún no había visto un informe escrito del resultado de la inspección, así que evitó responder y preguntó a su vez:
—¿Qué es eso?
—Se usa para la fibrilación, que es lo que la mató. Un choque podría provocarla.
Si prende uno fuego a una casa e ignora que hay una persona dentro, ¿es culpable de asesinato? Si uno rapta a un diabético y no le proporciona insulina, ¿es responsable de su muerte? ¿Y si uno asusta a una persona con el corazón débil? Rizzardi tenía razón: ése era un juego de niños para un abogado defensor.
—Lo comprobaré. Habrán hecho una lista con todo dijo Brunetti, aunque eso nunca era seguro—. ¿Algo más?
No. Aparte del corazón, su salud era buena para una mujer de sesenta y tantos años.
—Rizzardi hizo una prolongada pausa—. Pero aquello era una bomba de relojería, así que quizá no importara lo sana que estaba.
Brunetti oyó un chasquido y la voz del doctor se apagó. Desconectó su teléfono y se lo guardó en el bolsillo. Se volvió hacia Vianello y dijo:
—Murió de un ataque al corazón. Pero ha encontrado signos de que alguien pudo haberla zarandeado. Ésa pudo ser la causa.
Vianello le dirigió una mirada apreciativa.
—¿Has conseguido que Rizzardi diga eso?
Ignorándolo, Brunetti anunció:
—Así que echaremos una mirada más atenta a su vida.
En un tono casi airado, Vianello dijo:
—Parece que se trataba de una persona decente, no de esas que sufren amenazas o zarandeos. O asesinada. A la buena gente no deberían matarla así.
Brunetti pensó durante un rato, y concluyó:
—Ojalá eso fuera cierto.
Cuando llegó a su despacho, Brunetti no encontró nada. O sea, no encontró nada de la brigada criminal: ni fotos de la
signora
Altavilla, ni fotos del piso ni lista de los objetos hallados en él. Se sentó en su escritorio y pensó en algunos de esos objetos, tratando de ver en ellos un reflejo de la vida de aquella mujer.
El piso y los enseres que contenía no habían proporcionado ningún indicio de su situación económica. Hubo un tiempo, hacía décadas, en que una simple dirección podía resolver cualquier duda. San Marco y los
palazzi
del Canal Grande hablaban de prosperidad, mientras que vivir en Castello era como confesar pobreza. Pero elevadas cantidades de dinero migraron a la ciudad, con lo que ahora cualquier edificio y cualquier dirección podían ser el recién restaurado hogar del lujo
y
el exceso, mientras que los antiguos propietarios o inquilinos desandaban el camino de generaciones y se mudaban a la tierra firme, dejando la ciudad a aquellos que podían permitírsela.
Brunetti recorrió con la memoria las habitaciones. El mobiliario era de buena calidad, todo él entre viejo y antiguo. Había pocos libros, escasos objetos decorativos: no podía recordar una sola pintura. El lugar en su conjunto revelaba sencillez y una vida reducida a lo estrictamente necesario. Lo que persistió con más fuerza en su memoria fue la disposición del sofá y de la mesa: ¿qué clase de persona daría la espalda a la vista de la iglesia y de las montañas? No sólo por ella, sino por los invitados que visitaran el piso. Él sabía que no todo el mundo era adicto a la belleza, pero escoger mirar aquella aburrida habitación en lugar de la belleza creada por la mano del hombre y por la naturaleza era algo que carecía de sentido para Brunetti, y se habría sentido incómodo ante una persona que hubiera hecho semejante elección.
¿Qué hacer con los paquetes sin abrir de ropa interior barata, guardados en los cajones del dormitorio de invitados? Una mujer que compraba suéteres de cachemir de la calidad de los que había en sus cajones, sin tomar en cuenta su edad, no llevaría ropa interior de algodón como aquélla, a menos que las ideas de Brunetti sobre las mujeres estuvieran aún más equivocadas de lo que Paola ocasionalmente le atribuía.
¿Y por qué tres tallas diferentes? Aunque la hija de Niccolini visitara a su abuela, difícilmente tendría edad para llevar incluso las prendas de talla inferior; además, los padres suelen enviar a sus hijos con su propia ropa cuando pasan la noche fuera de casa. Podría ser que acudieran amigos de visita o que quizá enviaran a sus hijas para una estancia en Venecia. ¿Y los artículos de aseo sin abrir en el baño? Una persona no se prepara con aquella meticulosidad para visitas inesperadas. Era su casa, después de todo, no un hotel o un albergue.
Salió de su despacho y bajó la escalera. En el transcurso de los años, había conversado sobre muchos asuntos con la
signorina
Elettra, aunque la lencería femenina no se contaba entre ellos. Cuando entró, la
signorina
Elettra estaba de pie junto a su ventana, con los brazos cruzados, mirando al otro lado del canal, la misma vista que lo saludaba a él desde sus propias ventanas: la fachada de San Lorenzo presentaba un aspecto no menos decrépito desde un piso más abajo. Ella se volvió y sonrió.
—¿Puedo ayudarle en algo,
commissario?
—Quizá.
Brunetti se acercó al escritorio de la
signorina
Elettra. Apoyó la espalda en él y cruzó las piernas. La luz penetraba a raudales por la ventana, no sólo la del propio sol, también el reflejo de éste en el agua del canal. Brunetti veía a la secretaria de perfil y se dio cuenta de que sus facciones no eran tan acusadas como las recordaba. La barbilla era menos rotunda y la piel de la mejilla menos tirante. También advirtió las pequeñas arrugas de los rabillos de los ojos. Apartó la mirada y estudió la iglesia.
—¿Tiene alguna idea de lo que significa que los cajones de la habitación de invitados de un piso contengan envoltorios sin abrir de ropa interior de mujer, pero de tres tallas diferentes?
—Ella se lo quedó mirando, y Brunetti vio que contraía la frente, en un gesto que revelaba confusión—. Y leotardos y suéteres también de tallas diferentes.
—Luego, recordando a quién le estaba hablando y sabiendo que ese detalle podía marcar una diferencia, añadió—: Todas las prendas de algodón corriente, de las que se compran en un supermercado.
La
signorina
Elettra descruzó los brazos, levantó la barbilla y volvió la mirada a la iglesia. Fijando su atención en la fachada, preguntó:
—¿Es en el piso de un hombre o en ese al que fueron anoche?
—Es lo que encontramos en el piso de la
signora
Altavilla, sí. ¿Por qué lo pregunta?
Con la atención todavía puesta en la iglesia, como si consultara con ella para encontrar una respuesta, dijo:
—Porque en el piso de un hombre eso sugeriría una cosa, y en el de una mujer, algo enteramente distinto.
—¿Qué sugeriría en el de un hombre? —preguntó Brunetti, aunque sospechaba que lo sabía.
Ella se volvió para mirarlo de frente y respondió:
—En el de un hombre sugeriría ropa interior limpia para una mujer o para las mujeres que se llevara a casa para pasar la noche.
—Hizo una pausa a fin de considerar cómo sonaba aquello. Luego agregó, en un tono menos firme—: Pero en ese caso, probablemente no sería de algodón sencillo, ¿verdad? Y no estaría en otra habitación. A menos que él fuera un tipo muy raro, claro está.
Cabía suponer, entonces, que ella no consideraba insólito que un hombre tuviera ropa interior de mujer de diferentes tallas en su casa, siempre que fuera cara y la guardara en su propio dormitorio. Por un momento, Brunetti se preguntó qué otra información le había sido vedada a causa de los votos matrimoniales. Pero se limitó a preguntar:
—¿Y en el piso de una mujer?
—No hay nada que excluya la misma explicación —respondió, sorprendiéndolo por el tono de normalidad que empleó. Pero luego sonrió y añadió—: Sin embargo, lo más probable es que llevara a casa a las mujeres por alguna razón más prosaica.
—¿Como cuál?
—Para protegerlas de la clase de hombres que las invitarían a su casa para una noche —aclaró, esta vez en un tono que sugería que podía hablar en serio.
—Ésa es una visión muy puritana de las cosas.
—No necesariamente —objetó llanamente. Luego, continuó con una voz más complaciente—: Lo más probable es que estuviera ayudando a mujeres refugiadas ¡legalmente, permitiéndoles alojarse de modo seguro con ella mientras buscaban trabajo o encontraban un lugar donde vivir.
—Se detuvo, y Brunetti observó cómo rumiaba otras posibilidades—. O podría ser que quisiera protegerlas de otras personas.
—¿Como cuáles?
—De algún hombre que creyera tener derechos sobre ellas. Un novio. Un proxeneta.
Brunetti la miró a los ojos pero no dijo nada. Jugó con la idea que le proponía y, al cabo de un rato, consideró que le gustaba. Para ponerla a prueba preguntó:
—¿Cree usted que podría organizar eso ella sola? Después de todo, ¿dónde iba a hacer averiguaciones sobre esas mujeres o a ponerse en contacto con ellas?
Al igual que un caballero se acomodaría en la silla de montar antes de levantar la lanza, la
signorina
Elettra regresó a su silla tras el ordenador. Pulsó unas teclas, estudió la pantalla y pulsó otras pocas más. Brunetti se apartó del escritorio y volvió a observar. Al cabo de un momento ella le hizo un gesto con la mano y dijo:
—Venga y eche un vistazo.
Se situó detrás de ella y miró la pantalla. Vio el acostumbrado fotomontaje de una mujer, con la cabeza vuelta para eludir al espectador, y con la sombra amenazadora de un hombre acechando detrás. En una leyenda se decía: «Basta de inmigración ilegal.» Debajo había algunas frases en las que se ofrecía apoyo y ayuda y daba un teléfono 800. Brunetti no leyó el texto entero, pero sacó su cuaderno y anotó el número.
—¿Recuerda lo que el presidente dijo el año pasado? —le preguntó la
signorina
Elettra.
—¿Sobre esto? —preguntó a su vez Brunetti, señalando la pantalla y lo que ésta mostraba.
—Sí. ¿Recuerda el número que dijo?
—¿De víctimas?
—Sí.
—No, no me acuerdo.
—Yo sí —respondió, y Brunetti no pudo evitar oírle añadir que se acordaba porque era una mujer y él no, porque era un hombre.
Pero ella no dijo nada más y Brunetti no preguntó.
—¿Me necesita para algo, señor? ¿Los llamo?
—No —rechazó de inmediato. Advirtió que a ella le sorprendía la respuesta tanto como la rapidez con que la dio—. Llamaré yo.
Quiso decir algo más para atenuar la contundencia con que había respondido a su proposición, pero eso hubiera servido sólo para atraer la atención sobre el asunto.
—¿Nada más,
commissario
? —preguntó ella, e inclinó la cabeza sobre la pantalla.
Mientras subía la escalera, Brunetti se sintió incómodo por su enérgico rechazo del ofrecimiento de la
signorina
Elettra, ella era tan obviamente superior a la mayor parte del personal que trabajaba en la
questura
que merecía un trato mucho mejor por su parte. Ingeniosa e inteligente, estaba también muy versada en derecho, y habría sido motivo de orgullo para cualquier departamento de policía que hubiera tenido la fortuna de emplearla como oficial. Pero no era oficial, y él no debía permitirle presentarse como tal cuando formulaba preguntas o solicitaba información por teléfono. Ya estaba bastante mal que mirara para otro lado ante los actos de piratería informática a los que sabía que ella se dedicaba, actos que, por otra parte, él le animaba a cometer. En algún lugar había una línea divisoria entre lo que se le permitía y lo que no se le permitía hacer: el dilema de Brunetti era que esa línea que él trazaba nunca era recta y nunca se trazaba dos veces en el mismo sitio.
En su escritorio, dejado allí sin que él tuviera idea de cómo, Brunetti encontró el informe de la autopsia, así como otro del equipo de la inspección ocular. Amontonó los papeles en el centro de la mesa, sacó las gafas de lectura del estuche que llevaba en el bolsillo, se las puso y empezó a leer.
Rizzardi, un hombre tranquilo y en absoluto dado a la vanidad ni a la petulancia, no podía resistir la tentación de lucirse en dos terrenos: su manera de vestir y su prosa. Discretos, de colorido sutil, sus trajes y abrigos, incluso su impermeable, eran de tal calidad que inducían a Brunetti a sospechar de la fuente de sus ingresos. Su prosa era de una precisión gramatical y de una creatividad expresiva que Brunetti desesperaba de encontrar en cualquiera de los demás informes que leía. No era insólito que el patólogo describiera un órgano como «cautivo en el interior de zarcillos de venillas» o que comparase con «una explosión estelar» las quemaduras de cigarrillo en la espalda de una víctima de la tortura. El informe de la primera autopsia que Rizzardi había redactado por solicitud de Brunetti describía las puñaladas en el estómago de la víctima, a causa de las cuales había muerto desangrada, con estas palabras: «Las heridas recuerdan a Fontana cuando trabajaba en rojo.»
Pero en el informe sobre la
signora
Altavilla no había florituras. Describía el estado de su corazón, dejando claro que la causa de la muerte había sido una fibrilación incontrolable. También describía la herida de las vértebras y del tejido circundante, así como el corte en la frente: una y otro no serían incongruentes con una mala caída inmediatamente después de producirse la muerte. Brunetti apartó el informe lo bastante como para abrir el de los técnicos, donde halló menciones a la presencia de sangre y de piel en el radiador de la sala de estar. Sangre del mismo grupo que el de la
signora
Altavilla.