Testamento mortal (9 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

Brunetti no se sentía cómodo en la era cibernética, y aún prefería leer sus periódicos en papel. El hecho de que un periódico como el
Gazzettino
ahora existiera en el ciberespacio era para él causa de una gran incomodidad.

—¿Qué será de la gente expuesta al
Gazzettino
las veinticuatro horas del día? —preguntó.

Paola, que a menudo tenía una visión más amplia y mesurada que Brunetti, dijo:

—Considéralo como un montón de residuos tóxicos que no acaban en África.

—Sin duda. No había considerado eso. Ahora estoy en paz con mi conciencia —dijo Brunetti. Luego, curioso por saber cómo se desarrollaba la historia, preguntó—: ¿Qué dicen?

—Que fue hallada en su piso por una vecina. Al parecer la causa de la muerte fue un ataque al corazón.

—Bueno.

—¿Eso significa que no fue así?

—Rizzardi se ha mostrado más evasivo y circunspecto que de costumbre. Creo que podría haber visto algo, pero no dijo nada al hijo de la mujer.

—¿Cómo es el hijo?

—Parece una persona decente —dijo Brunetti, y ciertamente ésa fue su primera impresión—. Pero no podía disimular su alivio por el hecho de que la policía no mostrara interés alguno por la muerte de su madre.

—¿Y tú hacías como que no tenías interés?

—Sí. Parecía preocupado porque yo quisiera hablarle, de modo que tuve que fingir que se trataba de una formalidad de procedimiento, porque fuimos nosotros quienes recibimos la llamada.

—¿Por qué estaba nervioso? No puede haber tenido nada que ver con el asunto.

Oyéndola hablar tan categóricamente, Brunetti comprendió que él también había rechazado esa posibilidad
a priori.
El mundo ofrecía un amplio surtido de variaciones sobre el tema del homicidio. Esposas y maridos se mataban entre ellos con asombrosa frecuencia, amantes y ex amantes se mantenían en un estado de guerra no declarada. Había perdido la cuenta de las mujeres que habían matado a sus hijos en los últimos años. Pero su mente todavía se paraba en seco ante esto: los hombres no matan a sus madres.

Se puso a vagar siguiendo esos pensamientos. Paola permaneció en silencio, a la espera. Finalmente, él admitió:

—Podría muy bien no ser nada. Al fin y al cabo ha sufrido un golpe tremendo, y después de haber hablado yo con él ha tenido que regresar al hospital a identificarla.

—Oddio!
—exclamó ella—. ¿Es que no pudieron encontrar a otro?

—Tiene que hacerlo un pariente.

Durante unos momentos ninguno de los dos habló, y luego él apartó a ambos de aquellos asuntos y dijo:

—Esta noche debería poder llegar a tiempo.

—Bueno.

—Y colgó.

La mejor ruta para dirigirse a la residencia de ancianos era pasar por delante de la
questura
: el plano en su cabeza ofrecía otras posibilidades, pero todas implicaban un recorrido mayor. Podía pasar por allí y recoger a Vianello para ir juntos, y así le hablaría de Niccolini y de que su presencia había disuadido a Rizzardi de decirle a él lo que hubiera querido contarle sobre la autopsia.

Sacó el teléfono y marcó el número de Vianello, le dijo dónde estaba y que pasaría a recogerlo al cabo de unos cinco minutos. El sol había rebasado su cenit, y la primera
calle
por la que se metió empezaba a perder la calidez del día.

Mientras caminaba a lo largo de Rio della Tetta, Brunetti fue saludado, como siempre sucedía cuando pasaba por allí, por la vista del hermoso pavimento enlosado de Venecia. De un color entre el rosado y el marfil, muchas de las losas medían casi dos metros de longitud y uno de ancho, y daban idea de lo que debió haber sido caminar por la ciudad en sus días de gloria. El
palazzo
al otro lado del canal, sin embargo, aportaba pruebas de que aquellos días habían pasado para siempre. Había una forma de reconocer el abandono: el descascarillado de la pintura comida por el sol, cayendo de las persianas; soportes oxidados que sostenían macetas de flores; y puertas al nivel del agua colgando torcidas de sus bisagras podridas; y peldaños cubiertos de musgo que conducían a espacios cavernosos donde sólo se habría aventurado una rata. Brunetti miró el edificio y advirtió la lenta decadencia de la ciudad, mientras que un inversor habría visto tan sólo una oportunidad: un estudio para arquitectos extranjeros, otro hotel, acaso un
bed and breakfast
o, por lo que sabía, un burdel chino.

Cruzó el puentecito, siguió hasta el final, tomó a la izquierda, luego a la derecha y siguió recto, y allí descubrió, delante de él, a Vianello inclinado sobre la barandilla. Cuando vio a Brunetti, se irguió y se puso al paso con él.

—He hablado con los que viven en el primer piso —dijo el inspector—. Nada. No oyeron nada, no vieron a nadie. No oyeron regresar a la mujer del piso de arriba, no oyeron nada hasta que nosotros empezamos a actuar. Lo mismo que los ancianos del segundo.

—¿Y tú los crees?

Sin el menor titubeo, Vianello respondió:

—Sí. Tienen dos niños pequeños, así que dudo que oigan mucho. Y en cualquier caso los ancianos están bastante sordos.

—Y añadió—: Dijeron que tenía gente que se alojaba en su casa. Siempre mujeres. Al menos las que ellos vieron.

—Brunetti le dirigió una mirada inquisitiva, y Vianello agregó—: Eso es todo lo que contaron.

Mientras seguían andando, Brunetti explicó:

—Su hijo me informó de que la
signora
Altavilla colaboraba como voluntaria en esa
casa di cura
de Bragora. Creo que deberíamos hablar con las hermanas. Según el hijo, ella iba allí a conversar con los ancianos, pero realmente iba a escucharlos.

—Eso es mucho más útil, ¿no crees?

—Hum.

—Me parece que los ancianos sienten muy poco interés por el mundo que los rodea y por el presente, y lo que prefieren es pensar en el pasado y hablar del pasado. Y quizá vivir en el pasado.

—Hizo una pausa, pero ante el silencio de su superior, Vianello continuó—: Desde luego que eso vale para la mayoría de los ancianos que conozco o conocí: mi abuela, mi madre, incluso los padres de Nadia. Además, si lo piensas, ¿por qué habrían de interesarse por el presente? Para la mayoría está lleno de problemas de salud, o de problemas de dinero, y ellos son cada vez más débiles. Así que el pasado es un sitio mejor para pasar el tiempo, y mejor aún si tienen a alguien que los escuche.

Brunetti se vio forzado a darle la razón. Ése hubiera sido, sin duda, el caso de sus padres, pero no estaba seguro de que ellos fueran ejemplos representativos: su padre, vuelto de la guerra convertido en un hombre roto y desdichado, y su madre extraviada, con el tiempo, en el alzheimer. Pensó en los padres de Paola, el
conte y
la
contessa
Falier —anclados en el presente y curiosos por el futuro—, y la teoría de Vianello se venía abajo.

—¿Estamos haciendo esto —preguntó, llevando el paso perfectamente acompasado con el de Brunetti— por aquella marca?

Brunetti contuvo el impulso de encogerse de hombros y dijo:

—Rizzardi está en plan reservado. Le ha dicho al hijo que su madre murió de un ataque al corazón, cosa que supongo cierta, pero no ha hecho ninguna referencia a la marca. Y no hemos podido hablar.

—¿Tienes alguna idea?

Esta vez Brunetti se permitió el encogimiento de hombros.

—Me gustaría saber algo acerca de ella, y luego ver qué decide contarnos Rizzardi.

Cuando llegaron a lo más alto del Ponte San Antonin, Brunetti señaló con la barbilla la iglesia y dijo:

—Mi madre siempre me decía, cuando pasábamos por aquí, que en algún momento del siglo XIX, creo que fue entonces, un rinoceronte, o quizá un elefante, porque me contó las dos versiones, por alguna razón quedó atrapado dentro de la iglesia.

Vianello se detuvo y se quedó mirando la fachada.

—Nunca había oído nada de eso, pero ¿qué podía estar haciendo un rinoceronte caminando por la ciudad? O un elefante, que para el caso es lo mismo.

—Sacudió la cabeza, como si se tratara de otro relato sobre el comportamiento extraño de unos turistas, y empezó a bajar los peldaños del otro lado del puente—. Una vez estuve aquí en un funeral, hace años.

—Vianello se paró y miró la fachada con evidente sorpresa—. ¿No es raro? Ni siquiera recuerdo por quién era el funeral.

Continuaron, siguiendo la curva hacia la derecha, y Vianello dijo, volviendo a lo que Brunetti le había contado:

—Una historia como ésa te hace comprender por qué nada está nunca claro del todo.

—¿Te refieres al rinoceronte? ¿A si estuvo allí? ¿O a si era o no un rinoceronte?

—Sí. Una vez dicho, alguien lo creerá y lo repetirá, y luego cientos de años después la gente sigue repitiéndolo.

—¿Y se convierte en la verdad?

—Algo así —respondió Vianello, en tono renuente. Anduvieron en silencio un rato, y luego observó—: Hoy es más o menos lo mismo, ¿no?

—¿Quieres decir que no son fiables esas historias?

—La gente inventa historias, y al cabo de un tiempo no puede decirse lo que es verdad y lo que no lo es.

Giraron, penetraron en el
campo
y el sol reapareció frente a ellos, levantándoles el ánimo. Los árboles aún conservaban sus hojas. Muchas personas se sentaban en los bancos bajo sus copas. El panorama serenaba sus ojos.

Cruzaron el
campo
sin hablar. Brunetti no podía recordar cuál era la puerta, aunque sabía que estaba en la línea de edificios a la derecha de la iglesia. Se detuvo ante la primera hilera de timbres y leyó la lista, pero sólo aparecían apellidos. En una placa junto a la segunda puerta encontró
«Sacra Famiglia»
y pulsó el timbre.

Transcurrió casi un minuto entero antes de que una voz femenina, vieja y temblorosa, preguntara quién era.

—Brunetti —respondió, y añadió—: Soy amigo... —se contuvo para no continuar con el embuste o, al menos, para no decir una gran mentira, y concluyó—... del hijo de la
signora
Altavilla.

—Ella no está aquí —anunció la voz, que sonó quejumbrosa, aunque eso pudo deberse tan sólo al interfono—. Hoy no ha venido.

—Lo sé,
suora.
Me gustaría hablar con la madre superiora.

La voz dijo algo que ni Brunetti ni Vianello pudieron oír, y luego la puerta se abrió de golpe. Entraron en un amplio vestíbulo, con el pavimento ajedrezado en naranja y blanco, una pauta muy común en los edificios de su época. A través de la hilera de ventanas enrejadas en la parte posterior del edificio sólo entraba penumbra. Ignoraron el ascensor y subieron por la escalera situada a la derecha. Una anciana menuda estaba parada junto a la única puerta del primer piso: su atuendo revelaba sus votos antes que su estatura y su actitud pusieran de manifiesto su edad.

Asintió cuando los dos hombres se aproximaron y luego alargó la mano. Ambos tuvieron que bajar los brazos, como si le estuvieran dando la mano a un niño: les llegaba al pecho y tenía que echar atrás la cabeza para mirarlos a los ojos.

—Soy la madre Rosa. La superiora aquí.
Suora
Grazia ha dicho que deseaban hablar conmigo.

—Retrocedió al otro lado de la puerta para verlos mejor—. Debo decir que su aspecto no me gusta.

Su rostro permaneció impasible mientras hablaba. Su acento revelaba claramente sus orígenes, muy al sur de Venecia.

Uno de los principios del retrato robot mental que poseía Brunetti sostenía que los meridionales, incluidos los niños, siempre reconocían a los policías, así que preguntó, sonriendo mientras hablaba:

—¿Es porque somos hombres, porque somos altos o porque somos policías?

La monja retrocedió más y los invitó a entrar con un gesto de cabeza. Cerró la puerta tras ellos y dijo:

—Ya sé que Costanza ha muerto, de modo que si un policía viene diciendo que es amigo suyo está mintiendo para obtener información. Por eso no me gusta su aspecto. No me importa lo altos que sean.

Brunetti experimentó una súbita compasión por las personas de las que se había burlado al interrogarlas, y admiró a aquella mujer, que había convertido en un juego infantil su intento. Además, admiraba su franqueza al expresarle sus sentimientos.

—Tampoco soy amigo de su hijo, madre —confesó—. Pero hace poco hablé con él, y me pidió que viniera y le contara lo sucedido.

La monja no respondió a la franqueza de su interlocutor, pero se volvió y condujo a los visitantes a lo que en otro tiempo debió haber sido la recargada sala de estar de un piso particular. Desde atrás, la mujer aún parecía más baja. Brunetti advirtió que arrastraba la pierna derecha al andar. Los sofás y las sillas estaban tapizados de grueso terciopelo marrón y tenían patas talladas en forma de garras de león. Una mirada más atenta revelaba que faltaban muchos de los dedos, y algunas de las sillas tenían manchas en los respaldos y partes peladas en los brazos. Varias de las partes deterioradas las rodeaban rasgones en la tela. El desgaste se repetía en la enorme alfombra persa que cubría el suelo de pared a pared.

La monja señaló dos de los sillones y ella ocupó su lugar cautelosamente, frente a ellos, en una dura silla de madera, teniendo cuidado de doblar la pierna derecha. Los asientos que ellos ocuparon se habían hundido con el tiempo y con el uso, hasta el punto de que sus cabezas, una vez acomodados, quedaron al nivel de la toca de la superiora.

Brunetti se inclinó a un lado en busca de su cartera, a fin de mostrar su carné, pero la monja se le adelantó diciendo:

—No necesito verlo,
signore.
Reconozco a los policías en cuanto los veo.

Brunetti desistió y trató de sentarse bien derecho, pero se veía obligado a permanecer encogido, de modo que se puso en pie y se sentó en el brazo del sillón.

—Anoche me llamaron cuando fue encontrado el cuerpo de la
signora
Altavilla, y acudí a su piso. Hablé con su vecina —dijo, y la monja asintió, dando a entender que conocía a la mujer y sabía de su relación con la
signora
Altavilla, o que estaba al tanto de la llamada telefónica—. La autopsia que se ha practicado esta mañana... —empezó, y advirtió que los ojos de la monja se contraían— sugiere que murió de un ataque al corazón.

Hizo una pausa y miró a su interlocutora.

—¿Sugiere? —preguntó
suora
Rosa.

—Tenía un corte en la frente, que el patólogo cree que debió de producirse al caer. Estuve allí anoche y vi que había caído junto a un radiador. Eso podría explicarlo.

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