Read Testamento mortal Online

Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

Testamento mortal (13 page)

—Sí —confirmó Brunetti, con su sonrisa más agradable. Y prosiguió—: Bien, quizá usted no supo mucho de ellas, aquí arriba. Puedo preguntar a los vecinos de más abajo. Es más probable que ellos se hayan fijado.

Carraspeó, como si se dispusiera a cambiar de asunto y a preguntar sobre otra cosa enteramente distinta. Ella dijo entonces:

—Como les he dicho, ocasionalmente se alojaban algunas personas. Mujeres. Ocasionalmente.

—Comprendo —replicó Brunetti, mostrando sólo un ligero interés—. ¿Amigas?

—No lo sé.

Vianello levantó la vista y dijo, también con una sonrisa agradable:

—Todo el mundo quiere venir y alojarse en Venecia. A mi mujer y a mí nuestros amigos nos preguntan constantemente si sus hijos pueden venir a casa, y nuestros chicos siempre tienen amigos a los que quieren invitar.

Movió la cabeza ante ese pensamiento, como si fuera el conserje de un tranquilo y modesto hotel en Castello, convenientemente alejado del atestado centro de la ciudad, y no un
ispettore di polizia.
La noticia de tales demandas sorprendió a Brunetti y, considerando la corta edad de los hijos de Vianello y el hecho de que todos los amigos de éste vivían en Venecia, lo que había dicho el inspector resultaba muy improbable, pero al parecer él estaba convencido de su propia historia y prosiguió con ella, para concluir:

—Es probable que vinieran por eso. Inclinó la cabeza sobre las páginas, y la
signora
Giusti dijo en tono inseguro:

—Quizá.

Advirtiendo sus dudas, Brunetti abandonó su tono desenfadado y habló con la seriedad que consideró que requería el asunto:

—Signora
, nosotros simplemente queremos entender qué clase de mujer era. Todas las personas con las que hemos hablado ponderan su bondad, y yo no tengo ninguna razón para no creerlo. Pero eso no me proporciona ningún conocimiento real de ella. Así que cualquier cosa que usted me diga podría ayudarme.

—¿Ayudarlo a qué? —preguntó con una brusquedad que sorprendió a Brunetti—. ¿Sobre qué está preguntando realmente? Usted es de la policía, y nunca viene nada bueno de tener tratos con ustedes. Desde que han entrado han estado mezclando la verdad con lo que ustedes creen que yo quiero o necesito oír, pero en ningún momento han dicho por qué esas preguntas son importantes.

—Hizo una pausa, pero no fue para calmarse, ni para escuchar lo que alguno de los dos tratara de decir—. He mirado los periódicos, y dicen que murió de un ataque al corazón. Si eso es cierto, no hay necesidad de que ustedes estén aquí, haciendo estas preguntas.

—Puedo entender su preocupación,
signora,
puesto que vive en el mismo edificio —dijo Brunetti.

Ella se llevó las manos a las sienes y las presionó, como si hubiera demasiado ruido o sintiera demasiado dolor.

—Basta, basta, basta. O me dicen lo que está pasando o váyanse los dos.

Cuando terminó, casi gritaba.

La disciplina pugnaba contra el instinto. La experiencia de Brunetti sobre la naturaleza humana se enfrentaba a sus sentimientos de humana compasión. Venció la cautela. Una vez que alguien sabía algo, uno ya no podía controlarlo, porque esas personas eran libres de hacer con eso lo que quisieran, y lo que quisieran no era necesariamente lo que quería uno, y a menudo, en efecto, no lo era.

—Muy bien —dijo, obligando a su cuerpo a relajarse en una postura más amable, una que reflejara honradez—. La causa fue un ataque al corazón, sobre eso no cabe duda. Pero quisiéramos excluir la posibilidad de que alguien hubiera podido crear las condiciones favorables para que se produjera.

Ella se encrespó con aquella jerga y replicó:

—¿Qué significa eso?

Con calma, como si no se hubiera percatado de su reacción, Brunetti continuó:

—Significa que alguien pudo haberla...

—En este punto se detuvo y ofreció toda la apariencia de hacer una pausa como para formarse un juicio acerca de si ella era de fiar, antes de proseguir—... asustado o amenazado.

Más calmada, preguntó:

—¿Se trata de una investigación oficial?

Optó por decir la verdad.

—No, realmente no. Quizá es por mi paz mental, o por la del hijo de ella. Pero me gustaría excluir la posibilidad de que... de que muriese de resultas de haber sido forzada o asustada. Quiero saber si alguien la amenazó de algún modo, y pensé que usted podía saber algo.

—¿Y eso supone una diferencia? —preguntó al instante.

—¿El qué?

—Legalmente.

Sin referirse a las pequeñas marcas del cuello y los hombros de la
signora
Altavilla, Brunetti no tenía respuesta que dar.

Ella se levantó y se dirigió a la ventana que se abría al
campo
y a la prominente iglesia. Dándoles todavía la espalda, dijo:

—Desde abajo, cuando salgo por la puerta, veo la iglesia, pesada, encajada en el suelo. Pero desde aquí arriba casi parece que tuviera alas.

—Calló durante un buen rato. Brunetti y Vianello intercambiaron una mirada—. La misma iglesia. Ángulo diferente.

—De nuevo se sumió en el silencio. Y al término de una prolongada pausa—: Lo mismo que Costanza.

—Brunetti y Vianello intercambiaron otra rápida mirada—. La primera vez que vi a las mujeres en la escalera, no tenía idea de quiénes eran. Sabía que no eran limpiadoras porque tenemos a la misma, Luba. Pero yo no podía preguntarle a Costanza porque era una persona muy reservada. Sin embargo, ellas venían, y yo veía a las mismas pocas veces. Al principio, como he dicho, realmente no reparé en ellas, y luego sí me fijé, pero nunca causaron ningún problema. Eran siempre muy educadas, y yo acabé acostumbrándome.

—¿Hasta? —preguntó Brunetti, sintiendo que debía preguntar y que ella necesitaba ayuda para narrar aquella historia.

—Hasta que encontré a una en la escalera, bueno, en el rellano delante de la puerta de Costanza. Yo subía, y allí estaba. Costanza había salido. Llamé a su timbre, y aquella chica seguía allí echada. Al principio pensé que podía estar bebida o algo así. No sé por qué creí eso; esas mujeres habían sido siempre muy tranquilas.

—Apartó la vista, y Brunetti pudo advertir que pensaba en lo que acababa de decir—. Quizá es porque todas tenían aspecto de pobres, y salió mi prejuicio burgués.

—Ellos vieron alzarse sus hombros en un encogimiento inconsciente—. No lo sé.

»No podía dejarla allí, sin más, de modo que traté de ayudarla a ponerse en pie. Gemía, así que supe que no estaba inconsciente. Entonces le vi la cara. Tenía la nariz desviada hacia un lado, y había mucha sangre en el delantero de su abrigo. Al principio no me percaté porque el abrigo era negro, y yo no la había visto de frente hasta que la hice sentar—. La
signora
Giusti dio media vuelta y cruzó los brazos sobre el pecho—. Le pregunté qué había ocurrido y me contestó que se había caído en la calle. Así que le dije que iba a llamar una ambulancia para que la llevara al hospital.

—¿Era italiana? —preguntó Vianello.

—No, no sé de dónde era. Yo diría que de algún lugar del Este, pero no estoy segura.

—¿Hablaba italiano?

—Lo suficiente para entender lo que dije y para darme a entender lo de la caída:
«Cadere. Pavimento.»
Algo así. Y lo suficiente para entender
«ospedale».

—¿Qué hizo ella?

—Cuando me oyó decir eso, sintió pánico. Me agarró la mano y dijo:
«Prego, prego»,
una y otra vez.
«No ospedale.»
Cosas así.

—¿Y qué pasó? —preguntó Brunetti.

—Oí —ambas oímos— abrirse la puerta. La principal, abajo.

—Cerró los ojos, rememorando la escena—. La mujer... Realmente era una niña. No podía pasar de la adolescencia, de veras. Estaba asustada. Yo nunca había visto a nadie en ese estado, tan sólo lo había leído. Se arrastró hasta el rincón y se apoyó en él. Se puso el abrigo por encima de la cabeza, como si creyera que eso la ocultaba o la volvía invisible. Pero continuó gimiendo, de modo que cualquiera se enteraría de que estaba allí.

—¿Y entonces?

—Entonces subió Costanza. No dijo nada. Se limitó a detenerse en lo alto del tramo de escalera. La chica volvía a gemir por entonces, como un animal. Empecé a decir algo, pero ella levantó una mano y pronunció el nombre de la chica, Alessandra o Alexandra, no recuerdo cuál, y a continuación dijo que todo estaba bien y que no había nada que temer, de la misma manera que una se lo diría a un niño cuando se despierta por la noche.

—¿Y la chica?

—Dejó de gemir, y Costanza se acercó a ella y se arrodilló a su lado.

—Se los quedó mirando, sorprendida ahora al recordar algo—. Pero no la tocó. Se limitó a pronunciar su nombre algunas veces más y a decirle que todo iba bien y que no se preocupara.

—¿Y luego? —preguntó Brunetti.

Me puse en pie y Costanza me dijo «Gracias», como si yo no hubiera hecho otra cosa que darle una taza de té o algo así. Pero estaba claro que me estaba invitando a marcharme, y eso hice. Así que subí a mi piso.

—¿Volvió a ver a la chica?

—No. Nunca. Luego, al cabo de unos meses, hubo otra, pero nunca volví a hablar con ninguna. Llegué a conocer a dos o tres más.

—¿La
signora
Altavilla se refirió alguna vez a eso o le dijo algo al respecto?

—No. Nada. Era como si nunca hubiera ocurrido, y al cabo de un tiempo así lo pareció. Yo saludaba a Costanza en la escalera o ella me pedía una taza de té o subía a casa si yo se lo sugería.

—Miró a ambos alternativamente, como pidiéndoles que comprendieran—. Ya saben ustedes cómo son estas cosas. Sucede algo, aunque no sea muy bonito, y, transcurrido un tiempo, si no se habla de ello, resulta que se desvanece. No es que lo olvides, realmente no, pero ya no está ahí.

Brunetti reconoció lo familiar de esa situación, y Vianello dijo:

—Realmente, si uno lo piensa, es la única manera de que la vida pueda continuar.

Dicho esto, Brunetti miró a la
signora
Giusti y sus ojos se encontraron. Ella asintió, y Brunetti se encontró asintiendo a su vez. Sí, era la única manera de que la vida pudiera continuar.

12

—¿Llegó a averiguar lo que hacía ella? —preguntó finalmente Brunetti.

—No hay mucho que entender, ¿no cree?

—¿Qué quiere decir?

—Creo que utilizaba su piso como una especie de casa de seguridad para... Bien, para mujeres en peligro.

—Antes de que Brunetti pudiera preguntar, explicó—: A causa de sus novios o de sus maridos o, en el caso de esas mujeres del Este, por lo que sé, de los hombres que eran sus dueños.

—¿Dueños? —preguntó Vianello.

—Usted es policía. Debería comprenderlo —dijo, sorprendiendo a ambos por el contundente tono de desafío. Luego prosiguió, en un tono más calmado—: ¿Qué otra cosa podían ser, salvo prostitutas? Esa mujer, Alessandra o Alexandra, no era italiana, apenas hablaba el idioma. Dudo que fuera la esposa de alguien. Pero sé que estaba asustada, aterrorizada de que quien le rompió la nariz volviera y terminara el trabajo. Probablemente por eso desapareció.

—¿Puede recordar —empezó Brunetti— algo que le dijera su vecina en todo ese tiempo, desde que usted advirtió la presencia de esas mujeres en la casa, que sugiriese que ella se sentía en peligro?

Con una voz que revelaba esfuerzo por conservar la paciencia, respondió:

—Ya le dije,
commissario
, que Costanza era una persona muy reservada. Nunca se hubiera referido a algo así. No era su manera de ser, su estilo.

—¿Ni siquiera como una broma? —la interrumpió Vianello.

—La gente no bromea con esas cosas —replicó tajantemente.

Brunetti era de una opinión enteramente distinta, pues tenía pruebas abundantes de la capacidad humana para bromear con cualquier cosa, por más terrible que fuera. Le parecía una defensa del todo legítima contra el horror inminente que podría afligirnos. En esto era un gran admirador de los británicos; por su humor irónico ante la muerte, aquel humor negro disparatado e insolente.

—Signora
—dijo Brunetti en un tono que se proponía restaurar la tranquilidad—, ¿ha sacado usted sus propias conclusiones?

—Antes de que ella pudiera replicar, añadió—: Le pregunto por su sensación o impresión general de lo que pudo haber ocurrido.

Por alguna razón, su pregunta la calmó visiblemente. Sus hombros perdieron rigidez.

—Hacía lo que ella creía justo y trataba de ayudar a esas pobres mujeres.

Levantó una mano, luego se volvió, abandonó la habitación y no tardó en regresar con una hojita de papel, el familiar recibo de una factura pagada en la oficina de correos. Se lo tendió a Brunetti y volvió a sentarse en el sofá.

—«Alba Libera»,
leyó, y se preguntó en qué estaría metida.

—Sí —dijo la
signora
Giusti levantando una mano como para apartar la trivialidad del nombre—. Probablemente quisieron un nombre que no llamara la atención.

—¿Y quiénes son ellos? —inquirió Brunetti.

—Es una sociedad de apoyo a las mujeres. Como puede ver, sin afán de lucro —puntualizó, señalando las letras que seguían al nombre.

Brunetti refrenó su impulso de decir que aquellas letras no eran una garantía de probidad fiscal, pero en lugar de eso preguntó:

—¿A qué se dedican?

—A lo que hacía Costanza. A ayudar a mujeres que huyen o que tratan de huir. Tienen una línea telefónica de auxilio. Y si creen que hay un peligro real, encuentran un lugar para que se alojen.

—Y entonces ¿qué? —preguntó el siempre práctico Vianello.

La
signora
Giusti no fue capaz de controlar la frialdad de la mirada con que acogió la pregunta.

—Hacerse cargo de ellas es un comienzo, ¿no cree? Tratan de encontrarles un lugar donde vivir en otra ciudad. Y un empleo.

—Empezó a decir algo, se detuvo, y luego prosiguió—: A veces les ayudan a cambiar de nombre. Legalmente.

Brunetti asintió.

—¿Cómo les da dinero la gente? ¿Cómo ha sabido usted de ellos?

Bajó la cabeza y fijó la atención en las manos.

—Abrí un correo de Costanza —dijo en voz baja—. Fue un error. A lo largo de los años nos acostumbramos a recogernos el correo del buzón de abajo. Sólo hay uno para los cuatro pisos. Ella y yo nos recogemos nuestras cartas para que no haya confusión con las de los otros pisos. O que las cojan los niños. Eso ha ocurrido algunas veces. Así que la primera de nosotras que llega, se hace cargo del correo —explicó, y Brunetti advirtió con qué facilidad había regresado al tiempo presente—. Yo pongo el suyo en el felpudo de su puerta y ella lo pone en la mesa junto a mi puerta. Pero una vez —hará uno o dos años— me traje uno de los sobres por equivocación y lo abrí junto con los míos. Dentro había un folleto y lo leí. Una cosa terrible. Al final había uno de esos cupones de pago —explicó, inclinándose hacia delante y tocando el recibo—. Y cuando lo miré, vi que su nombre figuraba en él.

Other books

Demon at My Door by Valentine, Michelle A.
Buried Caesars by Stuart M. Kaminsky
Trouble in Paradise by Eric Walters
Naked by Stacey Trombley
Fight for Her#3 by Jj Knight
The Dogs of Babel by CAROLYN PARKHURST
Lost and Found by Van Hakes, Chris