—Lo del champán no lo entiendo.
Paola colocó un plato de
turbanti
delante de él y otro delante de Chiara, y luego llenó otros dos para Brunetti y para ella. Los puso en su sitio y se sentó.
—¿Qué es lo que no entiendes —preguntó, aunque no antes de haber tomado un sorbo, como para revisar la prueba del litigio.
—Por qué la gente se vuelve loca por eso o cree que es tan bueno —explicó Raffi, deslizando su copa al lado del plato y cogiendo el tenedor.
—Por esnobismo —respondió Chiara, a la vez que tomaba un bocado de pescado.
—Chiara —dijo Paola en tono de advertencia, y Chiara asintió y se llevó la mano a la boca como admitiendo la reprimenda.
Se sirvió agua mineral y tomó un sorbo, descansó el tenedor y repitió:
—Esnobismo.
Brunetti estudió su rostro y advirtió que algo de la redondez propia de la adolescencia dejaba paso a la angulosidad de la madurez, acentuando aún más el parecido con su madre.
—¿Qué significa eso? —inquirió Raffi, volviendo a fijar su atención en la comida.
—Impresionar a la gente —contestó Chiara—. Con lo refinado que es uno y con el buen gusto que tiene.
—Antes de que Raffi pudiera decir algo, añadió—: La gente hace eso todo el tiempo y con cualquier cosa. Coches, la ropa que lleva, lo que dice que le gusta...
—¿Por qué decir que algo te gusta cuando no te gusta? —preguntó Raffi en un tono que a Brunetti le pareció de sincera confusión, y que lo forzaba a interrogarse sobre si en los últimos años, sin saberlo él ni Paola, su hijo habría pasado su tiempo libre en otro planeta.
Chiara soltó el tenedor, apoyó la barbilla en una mano y miró a su hermano, al otro lado de la mesa. Él la ignoró. Finalmente, ella dijo:
—Es la razón por la que tú quieres un par de Clarks y no un simple par de zapatos viejos.
Raffi persistió en ignorarla y continuó comiendo. Ella insistió:
—O por qué los amigos de papá y mamá creen que deben ir de vacaciones a las Maldivas o a las Seychelles.
Raffi se sirvió un vaso de agua, desdeñando el champán. Bebió el agua, dejó el vaso en la mesa, echó hacia atrás la silla y se volvió hacia su hermana. Levantó un pie y lo extendió en dirección a ella.
—Comprados en el mercado de Lignano este verano por diecinueve euros —declaró orgullosamente, imprimiendo al pie un movimiento circular, para mostrar mejor el zapato—. Nada de Clarks, ninguna etiqueta.
Bajó el pie e hizo girar la silla, volviéndose a colocar en su sitio a la mesa. Tomó su tenedor y siguió comiendo.
Cabizbaja, Chiara miró a su madre y luego a su padre. De haber sido un chico, ella y Raffi probablemente se habrían enzarzado en una pelea, y Brunetti sospechó que hubiera intervenido para proteger al más pequeño. ¿Por qué, entonces, cuando el combatiente usaba sólo palabras, había que dejarla sola, para que se protegiera por sí misma?
Brunetti había participado en las que consideraba peleas normales en su época de crecimiento: nunca pasaron de unos pocos puñetazos y un buen surtido de empujones. No recordaba haber resultado nunca herido, ni, por supuesto, haber herido a nadie, y ninguna de las peleas le había dejado un recuerdo claro. Pero aún se acordaba de una tarde en que Geraldo Barasciutti, que se sentaba a su lado en clase de matemáticas, se había reído cuando Brunetti cometió un error gramatical, mezclando el veneciano con el italiano.
—¿Qué te pasa? ¿Es que tu padre se gana la vida descargando barcos? —preguntó Geraldo, dándole un codazo en las costillas.
Lo dijo como una broma: era bastante corriente entre los niños confundir ambas lenguas. Pero la verdad había herido su sentido de la identidad —un sentido frágil, porque tenía que llevar los zapatos y las chaquetas desechados de su hermano—, ya que su padre, en efecto, trabajó en otro tiempo en los muelles, descargando barcos para ganarse la vida. Fue ese día y esa observación lo que Brunetti recordaba como lo peor que le había sucedido de niño. Su formación universitaria, su posición como comisario de policía, la categoría y fortuna de la familia de su esposa: todo eso podía poner en tela de juicio el recuerdo de aquellas palabras y el dolor que le causó lo que, sin intención alguna, tenían de verdadero.
—Lo extraño —dijo Brunetti, sosteniendo su copa en dirección a Raffi, aunque hablando en defensa de la postura de Chiara— es que probablemente yo no podría establecer la diferencia entre esto y el
prosecco
que tomamos todos los días.
—¿Todos
los días? —preguntó Paola, aunque no antes de que Brunetti hubiera intercambiado una sonrisa con su hija.
—El
prosecco
que bebemos habitualmente —dijo, corrigiéndose.
Acabó su champán, cogió la botella vacía y fue al frigorífico en busca de una segunda. Pero se conformó con su cotidiano
prosecco
y lo puso en la mesa.
—Lo que está haciendo vuestro padre —explicó Paola a sus hijos mientras Brunetti arrancaba el papel de estaño— es daros un ejemplo del método científico. No está preparado para permitir que su observación quede sin demostrar.
—¿Cuál? —indagó Raffi—. ¿Sobre la diferencia entre el champán y el
prosecco
o sobre que lo bebéis a diario?
—Sobre las dos cosas —declaró Brunetti, y sus palabras fueron seguidas por un fuerte estallido.
A la mañana siguiente Brunetti se levantó temprano y fue a hacerse el café. Mientras esperaba que subiera, se acercó a la ventana trasera, con la esperanza de que las montañas fueran visibles, pero no lo eran. Se quedó mirando la calima distante, mientras consideraba el extraño caso de Madame Reynard. No había forma de saber, a menos que se les preguntara a ellos directamente, cómo Sartori y Morandi habían acabado firmando el testamento. ¿Y por qué una mujer de la edad de Madame Reynard —por no mencionar su fortuna— había ingresado en el Ospedale Civile y no en una clínica privada?
El resoplido del café lo distrajo. Se lo sirvió, puso el azúcar y añadió leche fría, aunque la hubiera preferido caliente. Regresó a sus pensamientos. ¿En qué coyuntura las órbitas de esas cuatro personas se habían cruzado en una habitación de hospital: una heredera agonizante, el abogado que se convirtió en su heredero y los testigos del testamento ológrafo que beneficiaba a aquél? Como caídos del cielo, una enfermera y un hombre con antecedentes penales actuaron como testigos de ese testamento que implicaba la transferencia de unos cuantos millones. Una extraña constelación, ¿y qué superficie tenía el piso que uno de los testigos adquirió poco después?
Sus pensamientos se dirigieron a la mujer que había convivido con la
signora
Altavilla. Brunetti evocó con cierta incomodidad su inicial predisposición a no sospechar de ella, sino de su amante, el profesor de química lo suficientemente audaz como para advertir a la
signora
Altavilla de que tenía al enemigo metido en casa. El meridional.
Se quedó mirando la pintura de la pared de la cocina, el Gran Canal con su aspecto de siglos atrás, y luego evocó el piso de la
signora
Altavilla tal como lo encontraron. Volvió a mirar su pintura, y esta visión despertó el recuerdo de los clavos solitarios en las paredes de la
signora
Altavilla. Buscó el
telefonino
en el bolsillo de su chaqueta y marcó el número de Niccolini.
En cuanto el doctor oyó su nombre, dijo:
—Commissario,
iba a llamarlo hoy mismo.
—¿Por qué razón,
dottore
? —preguntó Brunetti, aliviado porque se le ahorrara un intercambio de frases corteses, aunque no tenía nada de cortés lo que cada uno tenía que decirle al otro.
—El piso de mi madre. Faltan algunas cosas —dijo Niccolini en tono agitado, pero no airado.
—¿Cómo lo sabe,
dottore?
—Fui allí ayer. Con un amigo. Sólo a ver. Me acompañó para...
Su voz se debilitó, pero Brunetti, al recordar lo que había visto en el piso, decidió mostrarse amable y dejarle recuperar la voz.
—... ayudarme.
Brunetti comprendió, desde luego, que así fuera.
¿Podría decirme qué faltaba?
—Tres dibujos. Eran muy pequeños.
—¿Eso es todo?
—Creo que sí. Por ahora.
—¿De dónde faltaban?
—Uno estaba en la habitación de invitados. Y dos en el vestíbulo, nada más salir de la habitación.
Brunetti evocó la sombra fantasmal bajo el clavo de la habitación de invitados, y era vagamente consciente de los dos del vestíbulo. No recordaba haber visto otros. Pero, sin duda, si Gabriela Pavon decidió robar los dibujos en el último minuto, ello se debía a que era lo más fácil de coger. Vaya nervios templados que debía tener para hacerse con los dibujos mientras las otras dos mujeres estaban allí mismo, en el pasillo.
—¿Qué eran esos dibujos?
—Uno era de Corot. Los otros dos, de Salvator Rosa. Pequeños, pero de buena calidad.
El doctor mantuvo un largo silencio y luego dijo, con voz débil e indecisa:
—Creí que debía contárselo. Podría significar algo.
Brunetti dio las gracias al doctor por llamarlo y colgó. Se sentó, miró durante un rato la pintura, y después acabó su café, dejó la taza en el fregadero y fue a ducharse.
Cuarenta minutos más tarde, llegaba al dique de San Lorenzo. Apoyó los codos en la barandilla y miró pasar las embarcaciones, tratando de pensar cómo podría convencer a Patta para llevar a cabo una investigación oficial sobre la muerte de la
signora
Altavilla. Imaginó la estatua de la Justicia, con la venda en los ojos y con la balanza en la mano. En un platillo puso las palabras «sólo una posibilidad» y, en el otro, la publicidad a que sin duda daría lugar la noticia de que una mujer había sido asesinada en su casa. Después de todos aquellos años, era bien consciente de cómo funcionaba la mente de su superior, y sabía que el primer obstáculo iba a ser el perjuicio a la imagen de la ciudad, y el segundo, el perjuicio al turismo.
—¿Y el efecto sobre el turismo? —le preguntaba media hora más tarde un Patta colérico, que volvía del revés el orden de las preocupaciones previstas por Brunetti, pero que aún no conseguía sorprenderlo.
El
vicequestore
, con evidente fuerza de voluntad, se contuvo hasta que acabó de escuchar los últimos delirios de su siempre insubordinado subordinado.
—¿Qué se supone que le vamos a decir a la gente? ¿Que no está segura en sus propias casas, pero que de todos modos lo va a pasar bien?
Brunetti, bien aleccionado acerca de los excesos retóricos y las inconsistencias de su superior, se abstuvo de puntualizar que los turistas, al menos cuando estaban en Venecia, no se alojaban en sus propias casas, por más seguros o inseguros que pudieran permanecer en ellas. Asintió de una forma que esperó que pareciera reflexiva.
Brunetti se concentró en encontrar la mirada de su superior
—Patta detestaba que la atención de alguien se apartara de él, sin duda el primer paso en la senda de la desobediencia— y adoptó toda la apariencia de que se las estaba viendo con una oposición racional.
—Sí, entiendo su punto de vista,
vicequestore.
Simplemente espero que el
dottor
Niccolini... —dejó que su voz se fuera apagando, como si sus pensamientos se hubieran escrito en una pizarra y él los estuviera borrando.
—¿Qué pasa con él?—preguntó Patta, con los ojos alerta para todo cuanto considerara un matiz.
—Nada, señor —respondió evasivamente Brunetti, como inseguro de si Patta encontraría pesado su proceder o se sentiría mortificado.
—¿Qué pasa con el
dottor
Niccolini?—insistió Patta con voz fría, exactamente la que Brunetti había tratado de provocar.
—Pues precisamente eso, señor, que es un doctor. Así es como se presentó él mismo en el hospital, y así es como Rizzardi se dirigía a él.
Eso era pura fantasía por parte de Brunetti, pero pudo haber sido cierto, lo cual bastaba.
—¿Y qué?
—Le pidieron que identificara el cadáver de su madre —aclaró Brunetti, tratando de emplear un tono como si sugiriera a Patta algo que la delicadeza hacía difícil de expresar.
—La gente se limita a ver la cara —afirmó Patta, pero un instante después quiso asegurarse y preguntó—: ¿No es así?
Brunetti asintió y dijo, como si pusiera fin al asunto:
—Desde luego.
—¿Qué significa eso? —inquirió Patta con una voz que trataba de ser amenazadora, pero que Brunetti, familiarizado con la bestia después de muchos años, reconoció como la voz de la incertidumbre.
Brunetti se forzó a mirarse las manos, cuidadosamente dobladas sobre el regazo, y luego miró directamente a los ojos de Patta, que siempre era la mejor táctica para mentir.
—Le mostrarían las marcas,
vicequestore
—dijo, y luego, antes de que Patta pudiera preguntar de qué, continuó—: Y como creían que era un doctor, se las explicarían. Bien, le explicarían a qué podían deberse.
Patta considero la cuestión.
—¿Cree que Rizzardi lo hizo realmente? —preguntó, incapaz de disimular su insatisfacción porque el
medico legale
pudiera haberle dicho a alguien la verdad.
—Creería que era lo correcto, porque estaba hablando con un colega.
—Pero sólo es veterinario —replicó Patta encolerizado, pronunciando el nombre con desdén y olvidando al parecer no sólo la relación de su hijo con su
husky,
sino las muchas veces que había expresado su creencia de que la competencia profesional de los veterinarios aventajaba a la de los médicos del Ospedale Civile.
Brunetti asintió pero optó por no decir nada. En vez de hablar permaneció sentado en silencio y observó el rostro de Patta mientras la mente que había detrás medía las probabilidades y consideraba las posibilidades. Niccolini era un personaje desconocido: trabajaba fuera de la provincia de Venecia, de modo que podía tener algún peso político que Patta ignoraba. Los veterinarios trabajaban con los agricultores, y los agricultores estaban próximos a la Lega, y la Lega era una fuerza política creciente. Más allá de eso, por falta de suficiente fantasía, la imaginación de Brunetti no podía seguir la de Patta.
Finalmente Patta dijo en un tono nada feliz:
—Tendré que pedir a un magistrado que autorice algo.
—Un súbito pensamiento cruzó su hermoso rostro. ¿Realmente el
vicequestore
había hecho una pausa para ajustarse la corbata?—. Sí, tenemos que llegar al fondo de esto. Dígale a la
signorina
Elettra lo que necesita. Y ya veré.