Había resultado tan impecable que Brunetti no había visto producirse el cambio. Recordó el pasaje —creía que del canto XXV— en el que Dante ve a los ladrones transformados en lagartos y los lagartos en ladrones; el momento de la transformación era invisible hasta que se completaba. Un instante una cosa, el siguiente otra. Así, Patta pasó de abogar por la paz a cualquier precio, a incansable buscador de la justicia, dispuesto a movilizar las fuerzas del orden en pos de la verdad. Como los pecadores de Dante, volvió a caer en tierra con la figura de su opuesto, luego se alzó y se alejó, limitándose a volver la cabeza.
—Iré a hablar con ella ahora mismo, si me lo permite, señor —sugirió Brunetti.
—Sí —lo animó Patta—. Ella sabrá qué magistrado es el mejor. Uno de los jóvenes, me parece.
Brunetti se puso en pie y dio los buenos días a su superior.
La
signorina
Elettra no pareció ni sorprendida ni complacida por el cambio de criterio de su superior.
—Puedo preguntarle a un guapo y joven magistrado —dijo con la sonrisa calculada que podía usar cuando le pedía al carnicero un pollo joven bien cebado—. No tiene mucha experiencia, así que es probable que esté abierto a... sugerencias.
Esto, pensó Brunetti, probablemente se parecía mucho a la manera en que el Viejo de la Montaña hablaba a sus aprendices de asesinos cuando los enviaba a cometer sus crímenes.
—¿Cuántos años tiene?
—Seguro que no llega a los treinta —respondió ella, como si considerara que ese número era una palabra que había oído en alguna otra lengua y de la que, quizá, conocía su significado. Luego, en un tono mucho más serio, preguntó—: ¿Qué quiere que le pida?
—Acceso a los archivos del Ospedale Civile correspondientes al tiempo en que fue paciente allí Madame Reynard; archivos de los empleados del mismo período, si tal cosa existe; autorización para hablar con Morandi y con la
signora
Sartori; historial fiscal de ambos y todos los documentos concernientes a la venta de la casa de la viuda de Cuccetti a Morandi; el certificado de defunción de Reynard y una ojeada al testamento para comprobar cuánto le dejó, así como cualesquiera otros legados.
Aquello le sonaba a Brunetti como algo más que suficiente para seguir adelante.
La
signorina
Elettra tomó nota de sus peticiones, y cuando terminó, lo miró y dijo:
—Ya dispongo de parte de esta información, pero puedo cambiar las fechas y hacer que parezca que la petición no se hizo hasta que el magistrado la autorizó.
—Consultó sus notas y comentó, mientras golpeaba con el extremo del lápiz la lista—: Probablemente no sabe todavía cómo solicitar todo esto, pero sospecho que yo podría hacerle algunas sugerencias que lo ayudaran.
—Sugerencias —repitió Brunetti, en voz muy baja.
La mirada que ella le dirigió hubiera hecho ponerse de rodillas a un hombre menos entero.
—Por favor,
commissario
—fue todo cuanto dijo, y luego descolgó el teléfono.
Al cabo de unos minutos todo estaba hecho, y la secretaria del magistrado, con quien la
signorina
Elettra habló con distendida familiaridad, dijo que las órdenes judiciales se entregarían a la mañana siguiente. Brunetti se abstuvo de preguntar el nombre del magistrado, convencido de que se enteraría mirando la firma cuando viera los papeles al día siguiente. Bien, se dijo, cuando consideró la rapidez y eficacia con que se había cumplimentado su solicitud: ¿por qué la judicial había de ser diferente de cualquier otra institución pública o privada? Los favores eran concedidos a la persona cuya petición iba acompañada de una
raccomandazione,
y cuanto más poderosa era la persona que hacía la
raccomandazione,
o cuanto más estrecha la amistad entre los ayudantes que descendían a los detalles, tanto más rápidamente se atendía la solicitud. ¿Se necesita una cama en un hospital? Lo mejor es tener un primo médico en ese hospital o estar casada con uno. ¿Un permiso para restaurar un hotel? ¿Problemas con la Comisión de Bellas Artes por la pintura que uno quiere trasladar a su piso de Londres? La persona adecuada no tenía más que hablar con el funcionario adecuado o con alguien a quien el funcionario debiera un favor, y todos los caminos quedaban allanados.
Brunetti se encontró, y no por primera vez, atrapado en la ambivalencia. En este caso, le otorgaba ventaja —y, se dijo, también al bien público— el hecho de que la
signorina
Elettra hubiera llevado a su terreno el sistema judicial de la ciudad. Pero en lugares donde estuvieran a cargo personas de menos... menos probidad..., los resultados podían no ser tan saludables.
Desechó estos pensamientos, dio las gracias a la
signorina
Elettra por su ayuda y regresó a su despacho.
Allí seguía al cabo de una hora, en cuyo transcurso leyó y firmó con sus iniciales varios documentos e informes, cuando la
signorina
Elettra fue a hablar con él.
—He encontrado al hombre de mis sueños —dijo al entrar, en un tono como para dar a entender a Brunetti que ese hombre era el joven magistrado.
—Debo interpretar eso como que él ha aprovechado la experiencia de usted en lo relativo a las particularidades de la ciudad.
Su sonrisa era tranquila, y su gesto de asentimiento, un ejercicio de gracia.
—Su secretaria dijo unas pocas palabras amables sobre mí antes de pasarme con él.
—¿Tras lo cual usted lo indujo a pasar por alto la dudosa legalidad de algunas de las cosas cuya autorización le pedía?
La frase pareció herirla, aunque sirvió para espolearla y replicar:
—No estoy segura de que en este país quede alguna legalidad que no resulte dudosa.
—Sea como sea,
signorina,
tengo curiosidad por saber qué lo convenció a dar la autorización.
—Todo —respondió, con indisimulada satisfacción—. Creo que este joven puede acabar siendo una mina de oro para nosotros.
Brunetti pensó en la advertencia escrita sobre las Puertas del Infierno, y por un momento estuvo tentado de apartarse y no continuar por un terreno que no era de dudosa legalidad, sino de ausencia de legalidad, pero la hipocresía no se contaba entre sus vicios. También apreciaba el hecho de que ella hubiera usado el plural, así que sonrió y dijo:
—Tiemblo al pensar lo que podría pedirle que autorizara.
Incapaz de disimular su decepción, le recordó:
—Yo nunca lo he comprometido a usted en nada de esto,
dottore.
—¿Tan sólo se ha comprometido usted? —inquirió él, sabiendo que aquello era imposible.
Ella se abstuvo de contestar, lo que finalmente lo impulsó a enfrentarse al hecho de que durante años la
signorina
Elettra había estado efectuando solicitudes que iban mucho más allá de sus atribuciones. Pero ¿cómo formular la pregunta sin que sonara como una acusación?
—¿A quién se le han enviado las respuestas a esas solicitudes?
—
Al
vicequestore,
por supuesto —respondió ella sencillamente.
Por un momento Brunetti la imaginó como si compareciera diciéndole eso a un juez; vio su pelo tirante echado hacia atrás, su rostro completamente desprovisto de maquillaje; sin joyas, con el atuendo modesto que usaba, quizá con un vestido azul marino, con una falda de corte y longitud pasados de moda y zapatos cómodos. ¿Se arriesgaría a llevar gafas? Sus ojos permanecerían modestamente bajos frente a la majestad de la ley; y su modo de hablar, también modesto, sin bromas, sin desafíos, sin alardes de ingenio. Por vez primera Brunetti se preguntó si ella tendría algún tipo de grisáceo segundo nombre que exhibir para una ocasión como aquella: Clotilde, Olga, Luigia. Y Patta
—Brunetti no tuvo otra opción que emplear la frase americana—
would take the fall.
[1]
—¿Le haría eso? —preguntó Brunetti.
—Por favor,
dottore
—rechazó en tono ofendido—, debe usted reconocerme cierta capacidad para los afectos humanos, o cierta debilidad.
De hecho, Brunetti tenía razones para reconocerle más que cierta capacidad en aquel sentido, de modo que preguntó, decidido a hablar con contundencia:
—Pero si algo fuera mal, ¿dejaría que a Patta lo empaquetaran por eso?
Se las arregló para parecer auténticamente sorprendida por la pregunta; sorprendida y luego decepcionada de que a él pudiera ocurrírsele semejante cosa.
—Ah —replicó, dejando la sílaba en el aire un buen rato—. Yo nunca podría perdonarme si hiciera eso. Además, usted no tiene idea de lo que tardaría yo en aleccionar a quien enviaran para reemplazarlo.
Finalmente, pensó Brunetti, allí se ventilaba algo más que hipocresía de rango.
En tono reticente, la
signorina
Elettra dijo:
—Y debo confesar que, con los años, casi le tengo cariño.
Oírla decir algo así causó sorpresa a Brunetti porque aceptó que, probablemente, compartía sus sentimientos.
Después de dejarle tiempo suficiente para considerar cuanto le había dicho, añadió con una sonrisa agradable:
—Además, todas las solicitudes son enviadas en nombre del teniente Scarpa.
Brunetti no dejó de advertir su uso de la voz pasiva.
Sólo le costó un momento tomar conciencia de la genialidad de aquello.
—Vaya, parece que el teniente se ha excedido en sus atribuciones profesionales durante todos estos años, al solicitar información sin una orden de un magistrado... —rumió sin considerar necesario comentar el rastro de pruebas cibernéticas que estaba seguro habían quedado tras él.
—También ha penetrado en códigos bancarios, hurtado información de Telecom, revuelto en los archivos clasificados sobre ciudadanos en oficinas estatales, y robado copias de extractos de tarjetas de crédito de la gente —enumeró la
signorina
Elettra, escandalizada por la magnitud de la perfidia del teniente.
—Estoy asombrado —dijo Brunetti. Y lo estaba: ¿qué mente podía preparar semejante trampa para el teniente?—. ¿Y todas esas solicitudes procedían directamente de su correo electrónico? —preguntó, interrogándose sobre qué laberinto habría creado la
signorina
Elettra con las respuestas.
La duda que ella manifestó fue mínima y su respuesta, una sonrisa al tiempo que explicaba:
—El teniente cree que es la única persona que conoce la contraseña de su cuenta.
—Su voz se suavizó, pero no su expresión—. Yo no quise inquietarlo con la lectura de las respuestas, de manera que se transfieren automáticamente a una de las cuentas del
vicequestore.
El nombre de «Giorgio» se deslizó en el oído de Brunetti. Era el amigo, frecuentemente nombrado, de la
signorina
Elettra, el cibergenio de todos los cibergenios, pero la discreción mantuvo quieta la lengua de Brunetti y no pronunció el nombre en voz alta, como tampoco preguntó si el
vicequestore
conocía la existencia de su propia cuenta.
—Es notable que el teniente fuera tan poco precavido como para utilizar su propia dirección para obtener esta información —dijo Brunetti, cuyos pensamientos se dirigieron a Riverre y a Alvise, y a la gran seguridad que aquella información les daba.
—Probablemente se cree demasiado inteligente para que lo descubran —sugirió la
signorina
Elettra.
—Qué tontería por su parte —observó Brunetti, recordando cuán a menudo el teniente había hecho méritos tratando de demostrar a la
signorina
Elettra su superior inteligencia—. Debió haberse percatado de lo peligroso que era... —empezó a decir Brunetti, y al ver la sonrisa de ella y la amplitud de sus conocimientos, añadió—: pensar que podía salirse con la suya.
—El teniente a veces pone a prueba mi paciencia.
La frialdad de la sonrisa de la
signorina
Elettra reconfortó el corazón de Brunetti.
Como si le hubiera dado alas la nueva experiencia de trabajar dentro de los límites de la ley, la
signorina
Elettra obtuvo la información que faltaba hacia mediodía del día siguiente, cuando entró en el despacho de Brunetti. Aunque quizá trató de imitar la anodina expresión de la Justicia, con los ojos vendados, cuando colocó los papeles sobre la mesa, no consiguió disimular su satisfacción por haber cumplido con su trabajo tan rápidamente.
—Es tan fácil que hasta me hace pensar en cambiar mis procedimientos —dijo ella, y Brunetti casi quiso creerse esa mentira.
—Viviré con esa sola esperanza —respondió suavemente mientras miraba el primer papel, una copia de un documento escrito por una mano insegura, firmado con un garabato indescifrable al pie.
Otras dos firmas aparecían debajo.
—Debería ver el segundo papel, señor —sugirió la
signorina
Elettra.
Lo hizo y vio que se trataba del certificado de defunción de Marie Reynard.
En todos aquellos años, Brunetti nunca había decidido si la
signorina
Elettra prefería explicarle las cosas o hacer que las descubriera por sí mismo. Para ahorrar tiempo, preguntó:
—¿Y qué busco?
—Las fechas, señor.
Volvió a mirar la primera hoja y vio que su fecha era cuatro días anterior a la del certificado de defunción. Señalándola, dijo:
—¿Así que éste es el famoso testamento?
Era comprensible que hubiera causado tantos problemas: sólo un experto podía desentrañar aquella escritura.
—La tercera hoja es una transcripción, señor. La hicieron tres personas distintas y todas escribieron más o menos el mismo texto.
—¿Más o menos?
—Nada importante. Ni tampoco en los papeles adjuntos.
Volvió a la tercera página y leyó que hallándose en pleno uso de sus facultades mentales, Marie Reynard legaba su entero patrimonio, incluyendo cuentas bancarias, inversiones, inmuebles y sus propiedades anejas, así como todo su patrimonio mobiliario al
avvocato
Benevento Cuccetti, y que este testamento derogaba e invalidaba todos los anteriores y constituía una expresión de su pleno deseo e irrevocable decisión.
—Bonita mezcla de poesía y legalidad: «Pleno deseo e irrevocable decisión» —recalcó Brunetti.
—Bonita mezcla, también, de bienes muebles e inmuebles —añadió la
signorina
Elettra, señalando con un movimiento de cabeza los papeles que tenía en la mano.
Brunetti volvió a la transcripción y encontró una lista de cuentas bancarias, propiedades y otras posesiones.