Un hombre, a quien Brunetti reconoció por haberlo visto en la calle bastantes veces, se levantó a saludarlo desde un escritorio cubierto de catálogos, al fondo de la galería. No había rastro de la mujer que había contestado al teléfono.
—Ah,
dottor
Brunetti —dijo Turchetti aproximándose, con la mano extendida.
Era un hombre al que se lo describiría muy bien como «robusto»: no particularmente alto, lo cual le hacía parecer más grueso. De haber sido más alto, la briosa energía de sus movimientos hubiera sido imponente; como no lo era, quedaba en él algo vagamente pugnaz, como si toda aquella energía concentrada en tan reducido espacio se viera forzada a hallar otros medios de escapar. Tenía ojos oscuros dispuestos en una cara muy ancha, y una nariz desviada a la izquierda, como para reforzar la idea de algo que podía convertirse en beligerancia.
Su sonrisa era agradable e invitadora, evidente tanto en los ojos como en la boca, pero Brunetti no podía dejar de ver en esa sonrisa la de un vendedor. Su apretón era fuerte pero nada competitivo. El pespunte de sus solapas estaba cosido a mano.
—¿En qué puedo ayudarle,
dottore
? —preguntó, sorprendiendo a Brunetti porque le dio el tono de una auténtica pregunta.
Antes de responder, Brunetti recorrió con la vista la galería. En una pared, a su izquierda, había un retrato pequeño de santa Catalina de Alejandría, con la cabeza vuelta a la izquierda, mirando hacia el martirio y la beatificación, y con una mano traidora colocada protectoramente en su solitaria sarta de perlas. Ceñía ya la corona del martirio, pero también ésta la comprometía una hilera de perlas incrustadas. Su mano derecha descansaba con gesto negligente en la rueda de su martirio, con la palma a punto de separarse de los dedos. ¿Qué va a ser, muchacha? ¿Tierra o cielo? ¿Placer o salvación? Sorprendida en un momento de perfecta indecisión, miraba fijamente un rayo de luz en la esquina superior de la pintura, con la incertidumbre dibujada en cada uno de sus rasgos.
—Es adorable, ¿verdad? —preguntó Turchetti. Se apartó para mirar de lleno el cuadro—. Odiaré perderla —confesó, como si la mujer de la pintura fuera capaz de tomar la decisión sobre cuándo recogerse las faldas y abandonar la galería. Luego, apartando la vista de la pintura, el marchante miró de frente a Brunetti y dijo—: ¿Estaba usted interesado en uno de mis clientes?
—Sí. Benito Morandi.
La impresión de oír ese nombre se reflejó en los ojos de Turchetti, y su boca se contrajo ligeramente en las comisuras, como si recordara un sabor desagradable.
—Ah —exclamó, con un suspiro, un sonido que podía evidenciar tanto confusión como reconocimiento, pero en ambos casos le dio tiempo para considerar la respuesta.
Brunetti, familiarizado con la táctica, permaneció a la espera, sin decir nada y ofreciendo tan sólo su rostro impasible.
—¿Por qué no vamos y nos sentamos? —propuso Turchetti, volviéndose hacia su escritorio.
Brunetti lo siguió, se sentó en una de las sillas colocadas en el lado de los clientes y dirigió una mirada en derredor, a la galería, abarcando pinturas y dibujos, pero sin ver nada tan invitador como la mártir. Al principio, Turchetti se inclinó sobre la mesa y cruzó los brazos, pero luego, como si de pronto fuera consciente de que esa postura lo colocaba muy por encima que su huésped, se sentó en una silla frente a Brunetti.
—Su cuñado —empezó Turchetti— me dijo a qué se dedica usted.
Brunetti hubo de admirar la exquisita cortesía que le había impedido pronunciar la palabra «policía». Él asintió.
—Y que es usted un hombre con cierto... ¿Cómo diría yo? —continuó Turchetti, haciendo una pausa como si buscara el término más halagador.
Brunetti, por su parte, continuaba sentado, resistiendo el impulso de decirle a aquel hombre que no se preocupara mucho de expresarlo de ninguna manera, con tal de que le hablara de Benito Morandi. En lugar de eso, inclinó la cabeza de manera parecida a santa Catalina, pero como si esperara que ese gesto suscitara una moderada curiosidad más que un arrobamiento angélico.
—¿... Sentido de la justicia? ¿Es ése el término que ando buscando?
Brunetti pensó que probablemente era ése, y por tanto asintió.
Turchetti renovó su sonrisa.
—Entonces, bueno.
—Se recostó en su asiento y cruzó las piernas, dando a entender que, ahora que se habían llevado a cabo los preliminares, podían empezar a conversar—. Morandi es un cliente mío puesto que, ocasionalmente, me ha vendido cosas.
Brunetti sonrió como quien oye una verdad ya conocida y universalmente aceptada. Así que Turchetti debía recordar, y quizá lamentar, haber firmado aquellos cheques a Morandi. ¿Andaba corto de efectivo? ¿Había necesitado retrasar el pago? ¿O pagó con cheques para disponer de tiempo a fin de autentificar lo que había adquirido? ¿O para verificar la procedencia?
—¿Qué cosas? —preguntó Brunetti.
—Oh, esto y aquello —respondió Turchetti, con una sonrisa fácil y un despreocupado gesto con la mano.
—¿Qué cosas?
Sin exteriorizar sorpresa alguna por el tono de Brunetti, dijo:
—Oh, algún dibujo ocasional.
—¿Qué dibujos?
Mientras Turchetti pensaba en cómo contestar, Brunetti se llevó la mano al bolsillo y sacó su cuaderno. Lo abrió por la página en la que constaban los nombres de los profesores de Chiara y miró la lista. Antes de que pudiera repetir la pregunta, Turchetti explicó:
—Oh, artistas menores, ninguno del que haya oído usted hablar, supongo.
Brunetti sacó un bolígrafo del bolsillo interior, dirigió a Turchetti una mirada inexpresiva y lo invitó:
—Pruebe.
La sonrisa de Turchetti fue cortés.
—Johann von Dillis y Friedrich Salathé.
Pronunció el nombre de pila del segundo pintor como si él mismo fuera un hombre que se hubiese alimentado de Goethe y Heine. Brunetti había oído hablar del primero, pero asintió como si ambos nombres le resultaran familiares, y los anotó. Aunque nunca había oído mencionar a su cuñado ninguno de esos nombres, el conde era coleccionista y pasaba mucho tiempo en las galerías, de modo que debía haberlos visto, Turchetti se los mostraría en su establecimiento y así Brunetti podría enterarse de su precio de reventa.
—¿Y los demás? —preguntó Brunetti.
Turchetti sonrió.
—Tendría que consultar mis archivos. Hace mucho tiempo de eso.
—Pero la última venta data sólo de... —empezó Brunetti, tratando de recordar los papeles que la
signorina
Elettra le había dado, a la vez que pasaba una página de su cuaderno—... hace unos tres meses.
Si Turchetti hubiera sido un pez, Brunetti lo habría visto debatirse tratando de que el anzuelo le produjera el menor daño posible. No daba boqueadas, al menos como lo haría un pez: respiró largamente dos veces y, al final, dijo:
—Ahorremos tiempo,
commissario,
y dígame qué desea.
—Deseo saber qué le vendió y en cuánto estaba valorado.
Con una sonrisa que hubiera sido coqueta de haberla dirigido a una mujer, el comerciante preguntó:
—¿No quiere saber cuánto le pagué?
Brunetti notó la urgencia por despacharlo cuanto antes, pero Turchetti ignoraba que, dado que Morandi había ingresado tan regularmente el dinero en su cuenta, Brunetti ya sabía cuánto le pagó. Tal vez a un comerciante de arte le resultaba inconcebible que una persona que le vendía algo ingresara la cantidad obtenida en el banco.
—No,
signore
—respondió Brunetti, negando a Turchetti su título—; sólo en cuánto estaban valoradas las piezas.
—¿Puedo hacer un cálculo? —preguntó abiertamente Turchetti, como si estuviera fatigado de aquel juego.
Ya no se preocupó de hacer referencia a sus «archivos». Brunetti se había criado oyendo a los curas hablar de indulgencias, de modo que sabía bien cuán flexible era la interpretación del valor de algo.
—Con entera libertad —lo animó Brunetti.
—El Dillis estaba valorado en unos cuarenta mil; el Salathé, en un poco menos.
—¿Y los otros? —indagó Brunetti, echando un vistazo a los nombres de los profesores de historia y de geometría de Chiara.
—Había algunos grabados: de Tiepolo, que no valdrían más de diez o doce. Creo que los grabados eran seis o siete.
—¿No le ofreció un precio por el lote?
—No —negó Turchetti, incapaz de disimular su irritación—. Insistió en traérmelos de uno en uno.
—Luego, incapaz esta vez de disimular su satisfacción por un trabajo bien hecho, añadió—: Creía que obtendría más por ese procedimiento.
Su tono dio a entender que mucho más. Brunetti se negó a darle la satisfacción de una respuesta, y preguntó:
—¿Qué más?
—¿Quiere saberlo todo? —preguntó a su vez Turchetti, con una sorpresa cuidadosamente orquestada y otra sonrisa coqueta.
Con estudiada lentitud, Brunetti insertó el bolígrafo en el cuaderno y lo cerró. Miró a Turchetti y dijo:
—Quizá no me he expresado con bastante claridad,
signore.
—Sus labios dibujaron algo que no se proponía ser una sonrisa—. Tengo una lista, con cantidades y fechas, y deseo saber qué dio él a cambio del dinero que recibió.
—Y yo doy por supuesto que usted dispone de autorización para solicitar esa información.
Todas las sonrisas cesaron.
—No sólo puedo obtenerla si la pido, sino que cuento también con el interés de mi cuñado.
Turchetti no pudo ocultar su sorpresa, ni tampoco disimular su incomodidad.
—¿Qué significa eso?
—Que sólo tengo que insinuarle que la procedencia de algunas de las piezas de esta galería es dudosa, y estoy seguro de que llamará a todos sus amigos para preguntarles si han oído algo de eso.
—Aguardó un momento y añadió—: Y supongo que ellos, a su vez, llamarán a sus amigos. Y así sucesivamente.
—Brunetti volvió a sonreír y reabrió su cuaderno. Se inclinó sobre él y preguntó—: ¿Qué más?
Turchetti, con una precisión que Brunetti consideró ejemplar, le proporcionó una lista de dibujos y grabados, fechas aproximadas y valoraciones. Brunetti tomó nota, utilizando el espacio a la derecha de los nombres de los profesores de Chiara, y luego pasando a una página en blanco para completar la lista. Cuando Turchetti acabó, Brunetti no se molestó en preguntarle si lo había mencionado todo.
Cerró el cuaderno, lo guardó en el bolsillo, junto con el bolígrafo, y luego se puso en pie.
—¿Los ha vendido todos? —preguntó, aunque no era necesario, pues pertenecían a quien los tuviera, y aun en el caso de que la ley pudiera recuperarlos, ¿a quién pertenecerían ahora?
—No. Quedan dos.
Brunetti advirtió que Turchetti se disponía a decir algo, se obligaba a detenerse, pero al cabo cedió al impulso:
—¿Por qué? ¿Tengo que darle uno a usted?
Brunetti se volvió y abandonó la galería.
Bien, bien, bien. Brunetti desanduvo el camino hacia el puente. El Dillis estaba valorado en cuarenta mil, y el pobre bobo de Morandi obtuvo cuatro mil. ¿Y por qué estaba él pensando en Morandi como un pobre o bobo? ¿Porque el Salathé valía casi tanto y permitió que Turchetti le pagara tres mil?
Brunetti era consciente de que, con independencia de la rectitud de su propio sistema ético, seguía encontrando difícil explicar aquello, incluso ante sí mismo. Había leído a los autores griegos y romanos y sabía lo que pensaban de la justicia, de lo recto y lo equivocado, del bien común y del bien personal, y había leído también a los Padres de la Iglesia y sabía lo que dijeron. Conocía las reglas, pero se encontraba, en cada situación concreta, enredado en lo específico de lo que les ocurría a las personas, a favor o en contra de ellas, debido a lo que pensaban o sentían, y no necesariamente de acuerdo con las reglas previstas para juzgar las cosas.
En otro tiempo Morandi fue un matón, pero Brunetti vio la mirada protectora que dirigió a la solitaria mujer al otro lado de la habitación, y por eso no pudo creer que Morandi se propusiera evitar que hablara con él, sino que trató de impedir que alguien perturbara la paz que pudiera quedarle a la anciana.
Esperó el Número Dos y observó a las personas cruzar el puente. Las embarcaciones pasaban en ambos sentidos, una de ellas cargada hasta la borda de los enseres, y acaso de las esperanzas, de una familia entera que se mudaba de casa. ¿A Castello? ¿O giraría a la izquierda y, de vuelta, se dirigiría a San Marco? Un perro negro peludo estaba subido en una mesa precariamente equilibrada sobre un montón de cajas de cartón en la proa de la embarcación, con el hocico apuntando adelante con tanta audacia como un mascarón. Cuánto les gustaban los barcos a los perros. ¿Era por estar al aire libre y por la riqueza de olores que se sucedían? No podía recordar si los perros veían a larga distancia o sólo muy de cerca, o quizá eso difería según la raza a la que pertenecieran. Bien, aquél no era de ninguna raza concreta: tenía tanto de bergamasco como de labrador, tanto de
spaniel
como de sabueso. Resultaba evidente que era feliz, y quizá eso era todo cuanto necesitaba ser un perro, y era todo cuanto necesitaba saber Brunetti acerca de un perro.
La llegada del
vaporetto
interrumpió sus reflexiones, pero no apartó a Morandi de su mente. «La gente no cambia.» ¿Cuántas veces le había oído a su madre decir eso? Ella nunca estudió psicología. De hecho, nunca estudió mucho en general, pero eso no le impidió tener una mente lógica, incluso sutil. Ante un ejemplo de conducta infrecuente, a menudo señalaba que aquello era una mera manifestación del verdadero carácter de cada cual, y cuando recordaba a las personas acontecimientos del pasado, a menudo se demostraba que ella tenía razón.
Con frecuencia las personas nos sorprendían con el mal que causaban —reflexionó— cuando algún impulso oscuro cruzaba la raya y las llevaba a ellas y a otros a la perdición. Y entonces, qué fácil era encontrar en el pasado los síntomas inadvertidos de su maldad. ¿Cómo, pues, hallar los síntomas inadvertidos de la bondad?
Cuando llegó a su despacho, probó de nuevo con la guía telefónica y encontró que en ella figuraba Morandi. No hubo contestación hasta la octava llamada, cuando una voz de hombre informó de que no estaba en casa pero podía ser localizado en su
telefonino.
Brunetti copió el número y marcó inmediatamente.
—Si —respondió una voz de hombre.