—¿Cuándo se hizo ella con la llave?
Morandi apretó los labios a la manera de un escolar al que se regaña por alguna infracción leve.
—Hace dos semanas. ¿Se acuerda de aquel día que hizo calor?
En efecto, Brunetti lo recordaba: cenaban en la terraza, pero pronto el calor se hizo insoportable.
—Salí al
campo
a fumarme un cigarrillo. Dejé el abrigo encima de la cama. Ella debió coger la llave mientras yo estaba fuera. No me di cuenta hasta que llegué a casa y abrí la puerta, pero era demasiado tarde para regresar a la
casa di cura.
Cuando le pregunté sobre el asunto al día siguiente, me dijo que no sabía de qué le estaba hablando.
—¿Sabía ella qué era la llave?
Morandi sacudió la cabeza.
—No lo sé, no lo sé. Nunca pensé que supiera nada o comprendiera lo que había sucedido. Sobre el piso. O los dibujos.
—Dirigió una prolongada mirada a Brunetti, y su confusión podía percibirse en cada palabra—. Pero tuvo que saberlo, ¿no cree?
—Brunetti no respondió, y Morandi preguntó—: ¿Por eso cogió la llave? ¿Por qué lo sabía? ¿Todos estos años?
Había un indicio de desesperación en su voz, ante la necesidad de considerar en qué medida esa posibilidad afectaba a la visión que tenía de su idealizada Maria.
Brunetti no dio con las palabras adecuadas. Las personas sabían cosas que decían y pensaban no saberlas. Esposas y maridos sabían mucho más los unos de los otros de lo que se suponía que se habían enterado.
—Tengo que tener la llave —espetó Morandi—. Tengo que tenerla.
—¿Por qué? —preguntó Brunetti, aunque lo sabía.
—Para pagar las facturas.
—El anciano miró la habitación a su alrededor, y pasó la palma de la mano por el terciopelo del sofá—. Usted ya sabe cómo son las residencias públicas; usted las ha visto. No puedo permitir que ella vaya allí.
—Ante ese pensamiento, volvieron las lágrimas, pero esta vez Morandi no fue consciente de ellas—. Allí no enviaría ni a un perro —insistió.
Brunetti, que no había ingresado a su madre en un centro público, calló.
—Tengo que pagarles. No puedo trasladarla ahora, y menos a uno de esos sitios después de haber estado aquí.
—Ahogó un sollozo, lo que lo sorprendió a él tanto como a Brunetti. Morandi pugnó por ponerse en pie y caminó hacia la puerta—. No puedo seguir aquí dentro —dijo, y se dirigió al ascensor.
Brunetti no tuvo otra opción que seguirlo, aunque esta vez bajó por las escaleras y llegó antes que el ascensor. La expresión de Morandi se suavizó cuando lo vio allí y salieron juntos, caminando bajo el sol del atardecer. El anciano regresó al mismo banco, y al cabo de unos minutos los pájaros cambiaron las direcciones de sus vuelos y se posaron no lejos de sus pies. Se le aproximaron, pero él no tenía nada que darles y ni siquiera pareció percatarse de su presencia.
Brunetti se sentó en el banco, dejando un espacio entre Morandi y él.
El anciano se echó una mano al bolsillo y sacó papel de fumar y tabaco. Descuidadamente, dejando caer hebras de tabaco en los pantalones y en los zapatos, consiguió liar un cigarrillo y encenderlo. Dio tres profundas caladas y se recostó, ignorando los pájaros que, a su vez, ignoraron el tabaco caído a su alrededor. Levantaron la vista hacia él, pero su indignado piar no impresionó a Morandi. Dio una calada tras otra, hasta que su cabeza quedó envuelta en una nube y lo acometió otro acceso de tos. Cuando el ataque cesó, arrojó con desagrado el cigarrillo y se volvió hacia Brunetti.—Maria no me deja fumar en casa —dijo, en un tono casi de orgullo.
—¿Por su salud?
El anciano se volvió hacia él, con el rostro desprovisto de emoción ante esa idea.
—Oh, ojalá —murmuró, y se apresuró a apartar la vista.
Morandi miró alrededor, abarcando la totalidad del
campo,
como si buscara a alguien que se preocupara de si fumaba o no. Se volvió para prestar atención a Brunetti, y dijo:
—Tiene que devolverme la llave,
signore.
Se esforzó en emplear un tono razonable, pero sólo consiguió reflejar su desesperación. Su expresión era seria; trató de componer una sonrisa amistosa, pero luego dejó que se borrara.
—¿Cuántos quedan?
Morandi entrecerró los ojos e inició una pregunta:
—¿Qué es lo que usted...?
Pero desistió de su intento y se detuvo. Se cogió las manos, las puso entre los muslos y se inclinó hacia delante. Entonces se dio cuenta de la presencia de los pájaros, los cuales, sin demostrar temor, acercándose más a saltitos, empezaron a piar ante aquel rostro que les resultaba familiar. Él rebuscó en la chaqueta y sacó unos pellizcos de granos, que dejó caer entre sus pies. Los pájaros los picotearon ávidamente.
Con la cabeza todavía inclinada y la atención puesta, al parecer, en los pájaros, dijo:
—Siete.
—¿Sabe lo que son?
—No —reconoció el anciano, rechazando la idea—. He ido a galerías y a museos para tratar de ver otros. Ahora entro gratis, por mi edad. Pero no puedo recordar lo que veo, y los nombres no me dicen nada.
—Desdobló las manos y las separó, como para indicar su ignorancia y confusión—. Así que no tengo más remedio que confiar en el hombre que me dice lo que son.
—Y cuánto valen.
Morandi asintió.
—Sí. Él estuvo de paciente cuando Maria aún trabajaba en el hospital. Me habló de él. Lo recordé cuando... cuando tuve que venderlos.
—¿Se fía de él?
Morandi se lo quedó mirando, y Brunetti percibió un destello de inteligencia cuando el anciano dijo:
—¿Acaso tengo elección?
—Supongo que podría acudir a otro —sugirió Brunetti.
—Son una mafia —replicó Morandi con absoluta seguridad—. Vayas a uno o a otro, da lo mismo. Todos te engañan.
—Pero quizá alguien lo engañaría menos.
Morandi rechazó esta posibilidad con un encogimiento de hombros.
—A estas alturas todos saben quién soy y a quién pertenezco.
Hablaba como si estuviera seguro de que aquello era cierto.
—¿Y qué pasará cuando se acaben? —preguntó Brunetti.
Morandi bajó la cabeza para contemplar los pájaros, que seguían reuniéndose alrededor de sus pies, mirando arriba, en demanda de alimento.
—Entonces se habrán acabado.
—Su voz sonó resignada. Brunetti aguardó y, finalmente, el anciano dijo—: Podrían bastar para cubrir dos años.
—¿Y luego? —preguntó Brunetti, con la tenacidad de un perro de presa.
El anciano alzó los hombros, al tiempo que emitía un ruidoso suspiro.
—¿Quién sabe lo que pasará dentro de dos años?
—¿Qué le ha dicho el médico? —se interesó Brunetti, señalando con un movimiento de cabeza la
casa di cura.
—¿Por qué lo pregunta? —replicó Morandi, volviendo a su anterior aspereza.
—Porque parecía usted muy preocupado. Antes, cuando habló de eso.
—¿Y eso basta para que usted quiera enterarse? —preguntó Morandi, como si fuera un antropólogo que se enfrenta a una forma de conducta enteramente nueva.
—Parece una mujer que ha tenido muchos contratiempos en su vida —se arriesgó a decir Brunetti—. Espero que no tenga más.
Los ojos de Morandi se dirigieron a las ventanas del segundo piso de la
casa di cura
, ventanas que Brunetti pensó podían ser las del comedor donde vio por primera vez a la
signora
Sartori.
—Hay más y más contratiempos, y luego se acaban y ya no hay nada más.
—Se volvió hacia Brunetti—. ¿No es así?
—No lo sé —fue lo mejor que se le ocurrió a Brunetti, aunque se tomó algún tiempo para hablar—. Espero que ella tenga cierta paz.
Morandi sonrió ante esa última palabra, pero no era algo agradable de ver.
—No la hemos conocido desde que nos mudamos.
—¿A San Marco?
Asintió, y uno de los mechones se desprendió y se desplazó hasta apoyarse en su vecino.
—Antes las cosas iban muy bien. Trabajábamos, conversábamos y creo que ella era feliz.
—Y usted ¿no lo era?
—Oh —exclamó, y esta vez la sonrisa fue real—. Nunca había sido tan feliz en mi vida.
—¿Y entonces?
—Entonces Cuccetti me ofreció la casa. Nosotros vivíamos en alquiler, en Castello. Cuarenta y un metros cuadrados, planta baja. Allí estábamos como una lata de sardinas —explicó, con la mente retrocediendo sin duda a aquel reducido espacio. Luego, con otra sonrisa, añadió—: Pero éramos unas sardinas felices.
Volvió a inspirar profundamente, tomando aire a través de las ventanas de la nariz y enderezándose de nuevo.
—Entonces habló de la casa que podríamos tener. Más de cien metros. Piso alto, dos baños. Sonaba tan maravilloso como si fuera un castillo.
Miró a Brunetti como si quisiera que aquel hombre, que no tenía idea de qué significaba vivir en un apartamento de cuarenta y un metros, imaginara lo que eso representaba para unas personas como ellos. Brunetti asintió.
—Así que le dije que lo haría. Y recurrí a Maria porque Cuccetti dijo que necesitaba dos testigos. Y entonces pensé en los dibujos que tenía la vieja. Le había hablado de ellos a Maria.
—Ladeó la barbilla y formuló una verdadera pregunta—: ¿Cree que lo que hice estuvo mal? ¿Que fui codicioso por decirle que quería los dibujos?
—No lo sé,
signor
Morandi. No puedo emitir un juicio sobre eso.
—Maria sabe que desde entonces todo fue mal. Pero no sabe por qué —dijo el anciano, cuya desesperación era perceptible—. Así que no importa lo que yo piense sobre eso o lo que usted haga. Ella sabe que algo malo ocurrió.
Morandi sacudió la cabeza y luego continuó con su cabeceo, como si cada movimiento renovara su culpa por lo que hizo.
—¿Qué pasó cuando fue a casa de la
signora
Altavilla? —preguntó Brunetti.
Dejó de mover la cabeza. Se quedó mirando a Brunetti y, de repente, cruzó los brazos sobre el pecho, como para dar a entender que ya tenía bastante de aquello y no quería continuar. Pero sorprendió a Brunetti cuando dijo:
—Fui a hablar con ella, a tratar de hacerle entender que necesitaba la llave. No podía hablarle de los dibujos. Se lo hubiera contado a Maria, y ella se habría enterado de lo que hice.
—¿No lo sabía?
—Oh, no, nada —se apresuró a replicar—. Nunca los vio. Nunca estuvieron en casa. Cuando Cuccetti me los dio, los llevé directamente al banco, y yo pagaba en efectivo, una vez al año, por la caja. No había manera de que Maria pudiera conocer su existencia.
La mera posibilidad infundía temor en su voz.
—Pero ¿sabía que tenía usted la llave? —preguntó Brunetti, pensando que, con el transcurso de los años, con seguridad ella habría averiguado para qué era la llave.
—Maria no es estúpida —dijo Morandi.
—Estoy seguro de que no lo es.
—Sabía que la llave era importante, aunque ignoraba la razón. Así que la cogió y se la dio a ella.
—¿Eso le consta?
Morandi asintió.
—¿Se lo dijo ella?
—Sí.
—¿Cuándo? ¿Por qué?
—Al principio no quiso decirme nada. Pero —ya le he dicho a usted que ella era incapaz de mentir— al cabo de un rato admitió que ella la había cogido. Aunque no quiso aclarar qué hizo con ella.
—¿Y cómo lo averiguó usted?
Morandi miró la fachada del edificio, como un marinero en busca de un faro. Frunció la boca, emitió un sonido animal de dolor y luego se inclinó de nuevo hacia delante y se llevó las manos a la cara. Esta vez prorrumpió en sollozos, repentinos y entrecortados, perdida toda esperanza de felicidad futura.
Brunetti no pudo soportarlo. Se puso en pie, se acercó a la iglesia y se plantó frente a la lápida que informaba de que aquella fue la iglesia donde bautizaron a Vivaldi. Pasaron los minutos. Creyó que aún podía oír los sollozos, pero no se atrevió a volverse y mirar.
Después de leer la inscripción una vez más, Brunetti regresó al banco y volvió a sentarse.
Morandi, de pronto, agarró la muñeca de Brunetti.
—Le pegué.
Su rostro se cubrió de manchas y enrojeció. Le cayeron dos mechones a ambos lados de la nariz. Hipó con una pena residual, y luego repitió, como si la confesión lo purgara:
—Le pegué. Nunca lo había hecho, en todos los años que llevábamos juntos.
—Brunetti apartó la mirada y oyó decir al anciano—: Y entonces me dijo que le había dado la llave a ella.
Tiró de la muñeca de Brunetti hasta que éste se volvió y se puso frente a él.
—Debe entenderlo. Tenía que conseguir la llave. A menos que uno la tenga, no le permiten el acceso a la caja, y yo debía pagar la
casa di cura.
O ella se vería obligada a ir a un centro público. Pero yo no podía decirle eso, porque entonces se lo hubiera tenido que contar todo.
—Su presa se hizo más intensa, como para añadir más significado a lo que iba a decirle. Empezó a hablar, tosió, y luego, en un susurro—: Y entonces ya no me respetaría más.
La mente de Brunetti evocó en un destello el relato de la
signora
Orsoni sobre la justificación que dio su cuñado por sus actos violentos contra su mujer. Y ahora estaba escuchando la misma historia. Pero mediaba un abismo entre ellas. ¿O no? Con la mano derecha se desprendió de los dedos de Morandi, uno por uno, que le aferraban la muñeca. Para reforzar la acción, tomó la mano del hombre y se la colocó encima de su muslo.
—¿Qué pasó cuando fue a ver a la
signora
Altavilla? —preguntó Brunetti.
El anciano pareció desconcertado.
—Ya se lo dije. Le pedí la llave.
Como si fuera consciente de su desaliño, se pasó las manos por la cara, retirando el cabello que colgaba sobre el cuello de su chaqueta.
—¿Se la pidió?
Morandi no exteriorizó sorpresa alguna ni ante las palabras ni ante el tono en que Brunetti las repitió.
—De acuerdo —reconoció, de mala gana—. Le dije que me diera la llave.
—¿O algo más?
Aquello lo sobresaltó.
—No hubo nada más. Ella tenía la llave y yo quería que me la diera. Si se negaba, yo no podía hacer nada.
—Podía haberla zarandeado —sugirió Brunetti.
El rostro de Morandi reflejó desconcierto y confusión. A Brunetti le parecieron auténticos.
—¡Pero es una mujer!
Brunetti se contuvo y no dijo que la
signora
Sartori también era una mujer, y que eso no le había impedido golpearla. En cambio, con voz calma, volvió a preguntar: