Testamento mortal (31 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

—Supongo que la
signora
Sartori debió decírselo —comentó Brunetti resignadamente, como si hubiera seguido una compleja sucesión de pensamientos y aquella fuera la única conclusión a que podía llegarse.

—¿Decirle qué? —preguntó el anciano, y su modo de hablar se hizo más lento a causa de la fatiga, no de la sospecha.

—Lo que usted y la
signora
Sartori hicieron.

Como si de pronto fuera consciente del desorden de su pelo, Morandi alzó una mano y volvió a colocar delicadamente en su sitio los mechones rebeldes, cubriendo con ellos, uno por uno, la cúpula sonrosada de su cabeza. Les dio unos golpecitos para fijarlos en su lugar, y luego mantuvo la mano sobre ellos, como si esperase alguna señal de que habían quedado adheridos a la superficie.

Bajó la mano y dijo, sin mirar a Brunetti mientras hablaba:

—No debió habérselo dicho. O sea, Maria. Pero desde que ella..., desde que le pasó eso, no ha sido cuidadosa con lo que dice, y ella...

—Su voz se fue apagando, volvió a ponerse el pelo en su sitio con unos golpecitos, aunque no era necesario, y se quedó mirando a Brunetti, como si esperase alguna respuesta a sus palabras. Finalmente dijo—: Ella desbarra.

—¿Qué opinan los médicos?

—Oh, los médicos —replicó Morandi airadamente, haciendo un gesto con la mano dirigido a algún lugar detrás de él, como si los médicos estuvieran alineados allí y, oyéndolo, se sintieran cohibidos—. Uno de ellos dice que fue un pequeño derrame, pero según otro podría ser el comienzo del al... o alguna otra cosa.

—Como Brunetti no decía nada y los médicos invisibles no objetaban nada a sus observaciones, Morandi prosiguió—: Sólo es cuestión de la edad. Y de las preocupaciones.

—Lamento que esté preocupada. Merece paz y tranquilidad.

Morandi sonrió, inclinó la cabeza como ante un cumplido al que no fuera acreedor, y dijo:

—Sí, las merece. Es la mujer más maravillosa del mundo.

—Brunetti advirtió un verdadero temblor en su voz. Aguardó, y Morandi añadió—: Nunca he conocido a alguien como ella.

—Debe usted conocerla muy bien para sentirse tan unido a ella,
signore.

Como Morandi había bajado de nuevo la cabeza, Brunetti sólo pudo ver su cráneo sonrosado y los mechones oscuros de pelo que lo atravesaban. Pero mientras observaba, el color rosado se oscureció y Morandi confesó:

—Ella lo es todo.

Brunetti dejó transcurrir un momento antes de decir:

—Es usted afortunado.

—Ya lo sé —admitió Morandi, y de nuevo Brunetti percibió el temblor.

—¿Cuánto tiempo hace que la conoce?

—Desde el dieciséis de julio del cincuenta y nueve.

—Yo todavía era un niño.

—Bien, yo ya era un hombre por entonces —dijo Morandi, y con una voz más suave añadió—: Pero ni muy bueno ni muy guapo.

—Y entonces la conoció —lo animó Brunetti.

Morandi levantó la vista, y Brunetti vio aquella misma sonrisa, extrañamente infantil.

—Sí.

—Y como si lo hubiera pensado mejor—: A las tres y media de la tarde.

—Tiene usted suerte de recordar el día con tanta claridad —observó Brunetti, sorprendido, porque él no recordaba la fecha en que conoció a Paola.

Sabía el año, desde luego, y se acordaba de por qué estaba en la biblioteca, el tema del trabajo que tenía que escribir, de modo que si buscara en sus archivos de la universidad cuándo asistió a aquella clase, probablemente podría averiguar por lo menos el mes, pero la fecha se había borrado. Se sentiría cohibido si se la preguntara a Paola, porque si ella se la sabía de memoria él se sentiría como un patán por no recordarla. Pero con la misma facilidad era probable que ella lo tildara de bobo sentimental por querer recordar algo así. Lo cual hacía de Morandi un bobo sentimental, supuso.

—¿Cómo la conoció?

Morandi sonrió ante la pregunta y ante la evocación.

—Yo trabajaba de portero en el hospital y tuve que ir a una habitación a ayudar a levantar a uno de los pacientes y tenderlo en una camilla para que pudieran bajarlo a hacerle unas pruebas, y Maria ya estaba allí, ayudando a la enfermera.

—Miró la pared, a la izquierda de Brunetti, viendo quizá la habitación del hospital—. Pero ellas eran unas mujeres muy pequeñas y no podían hacerlo, de modo que les pedí que se apartaran y levanté al hombre, lo deposité en la camilla, y cuando me dieron las gracias, Maria sonrió y... Bien, supongo...

Su voz se apagó, pero mantuvo la sonrisa.

—Yo comprendí en aquel mismo momento, ¿sabe? —le dijo a Brunetti, de hombre a hombre, aunque Brunetti pensó que eso lo entenderían más las mujeres que los hombres—, que ella era la única. Y nada en estos años ha cambiado eso.

—Es usted un hombre afortunado —repitió Brunetti, pensando que todo hombre, o toda mujer, que pasaba décadas arropado en ese sentimiento era una persona afortunada.

¿Por qué, entonces, nunca se casaron? Recordó la primera impresión de matón que le produjo Morandi, y se preguntó si quizá tenía una familia molesta alojada en algún sitio. Paola se refería a menudo a los hombres que tenían una señora Rochester en el desván: ¿tenía una Morandi?

—Así lo creo —admitió Morandi, con la llave todavía en la mano.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí la
signora
Sartori? —preguntó Brunetti, haciendo un gesto con la mano que abarcaba cuanto los rodeaba, tan inocentemente como si en su despacho no estuvieran las copias de todos los pagos por los cuidados que se le daban, y que podían comprobarse de un vistazo.

—Ahora hace tres años —respondió Morandi, el tiempo transcurrido desde que, como Brunetti sabía, fue ingresado el primero de los cheques de Turchetti.

—Es muy buen sitio. Tiene mucha suerte de estar aquí —dijo Brunetti. No quiso permitirse mencionar la experiencia de su madre, y se limitó a comentar—: Me consta que en algunos otros establecimientos de la ciudad no ofrecen tan buena atención como la de las hermanas de aquí.

—Dado que Morandi se abstuvo de responder, Brunetti añadió—: He oído historias sobre las residencias públicas.

—Tuvimos mucha suerte —reconoció Morandi seriamente, sin morder el anzuelo o evitándolo; Brunetti no estaba seguro.

—He oído decir que es muy cara —observó Brunetti, utilizando el tono de un ciudadano que conversa con otro.

—Teníamos unos ahorrillos.

Brunetti se inclinó hacia delante y tomó la llave que Morandi tenía en la mano. Levantando la llave, preguntó:

—¿Es aquí donde están?

El anciano no contestó, y Brunetti se deslizó la llave en el bolsillo superior del pantalón. Morandi apoyó la mano derecha en el muslo, como para cubrir el lugar donde había estado la llave. Luego colocó la izquierda en el otro muslo. Miró a Brunetti, con la cara más pálida que antes.

—¿Se lo dijo ella?

Brunetti no supo si se refería a la
signora
Sartori o a la
signora
Altavilla, así que respondió:

—No importa quién me lo dijera, ¿no es así,
signore?
Lo que cuenta es que tengo la llave y sé lo que hay allí.

—No pertenecen a nadie, ¿sabe? —puntualizó el anciano—. Todos están muertos, toda la gente que los quería.

—¿Cómo los consiguió usted?

—La vieja francesa los tenía en su casa. En una canasta de la ropa sucia.

—Debió haber captado el destello de inquietud en el rostro de Brunetti, pues aclaró—: No, guardados en una caja de plástico, en el fondo. Estaban seguros.

—Entiendo. Pero ¿cómo se hicieron ustedes con ellos?

Brunetti optó por utilizar el «ustedes».

Esta vez Morandi reaccionó ante la palabra.

—Maria no tuvo nada que ver. No le hubiera gustado. En absoluto. No me hubiera permitido cogerlos.

—Oh, ya veo, ya veo.

Brunetti se preguntó cuántas veces más tendría que decir lo mismo cuando, como ahora, lo que oía era muy improbable. ¿Morandi los tuvo en su poder durante décadas sin saberlo ella?

—Cuccetti me los dio. La misma noche que firmamos el papel como testigos.

—Brunetti se dio cuenta de que el hombre no se atrevía a llamarlo «testamento». Luego, Morandi añadió, en tono airado—: Hice que me los diera.

—¿Por qué?

—Porque no me fiaba de él —dijo Morandi con gran energía.

—¿Y el piso? —preguntó Brunetti, en lugar de continuar con el tema de la honradez de Cuccetti.

—Eso es lo que me prometió al principio, cuando me pidió que firmara algo. Yo no me fié de él entonces y no me fié después. Sabía cómo era. Me daba el piso y luego ya encontraría una manera de quitármelo. Alguna vía legal. Después de todo era abogado —explicó Morandi más o menos como explicaría que un ave era un buitre. Brunetti, experto en la actuación de los abogados, asintió—. Así que le dije lo que quería.

—¿Cómo supo usted que existían y lo que eran?

—La vieja solía hablar con Maria, y se refirió a ellos y a lo mucho que valían, y Maria me lo contó.

—Antes de que Brunetti pudiera hacerse una opinión equivocada, se apresuró a aclarar—: No, no es lo que usted piensa. Fue algo que ella me dijo, cuando hablaba sobre el trabajo y sobre los pacientes, y las cosas que le contaban.

—Apartó la vista por un momento, como si se sintiera cohibido por hallarse en compañía de un hombre capaz de pensar semejante cosa de la
signora
Sartori—. Fue idea mía, no de ella. Ella no lo supo. Nunca ha sabido que yo los tenía.

Brunetti se encontró pensando cruelmente cómo conoció ella la existencia de la llave.

—¿Qué dijo Cuccetti?

—¿Qué podía decir? —preguntó Morandi con brusquedad—. La vieja no iba a durar mucho. Cualquiera podía verlo, así que comprendí que él debía darse prisa.

—Brunetti permaneció en silencio ante la incapacidad de Morandi para percatarse de lo que eso decía de su persona—. Le dije que no firmaría nada hasta que me los diera.

Mientras el anciano relataba su historia, Brunetti recordó por qué había pensado en él como en un matón. Su voz se hizo más dura, como también su mirada, y su boca se volvió más rígida conforme proseguía su narración. Brunetti mantenía un rostro impasible.

—Y entonces la vieja sufrió algún tipo de crisis; no recuerdo qué fue. Respiratoria, algo así. Y Cuccetti, preso del pánico, tuvo que ir a casa de la mujer, cogerlos, llevarlos al hospital y guardarlos en el armario de la enferma.

—¿Por qué hizo eso?

Morandi respondió inmediatamente:

—Si alguien preguntaba, podría decir que ella le había pedido que los llevara para verlos una vez más.

—Su gesto de asentimiento demostró cuán inteligente juzgaba esa acción de Cuccetti—. Pero ella no los vio. Para entonces ya estaba gagá.

Brunetti volvió a pensar en los lagartos de Dante y en la manera en que, repetidamente, cambiaban de forma, recuperando de manera ineluctable la que tuvieron antes.

—Así que ustedes firmaron.

—Sí.

—Y la firma de la
signora
Sartori ¿fue realmente la suya?

Morandi se sonrojó de nuevo, mucho más que en cualquier otro momento en el pasado. Su lucha interior afloró, y realmente pareció deprimirse otra vez.

—Sí —dijo, y bajó la cabeza para esperar la acometida de la siguiente pregunta de Brunetti.

—¿Qué le dijo usted a ella?

Morandi empezó a hablar, pero luego le dio una tos nerviosa. Agachó la cabeza hasta las rodillas y la mantuvo así hasta que concluyó el acceso de tos. Luego se enderezó, se apoyó en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Brunetti no le dejó dormirse otra vez, y le dio un codazo para impedírselo. El anciano abrió los ojos.

—Le dije que yo había visto escribir a la vieja. Que Cuccetti y yo estábamos allí, y que ella escribió el testamento por sí misma.

—Pero ¿quién lo escribió realmente?

Morandi se encogió de hombros.

—No lo sé. Cuando entré en la habitación estaba encima de la mesa.

—Miró a Brunetti y dijo, sin intentar disimular su impaciencia—. Tuvo que escribirlo ella, ¿no?

Brunetti ignoró la observación.

—¿Pudo haber firmado cualquiera? —preguntó Brunetti en tono desapasionado—. Y aun así, ¿usted y la
signora
Sartori avalaron con su testimonio que aquélla era su firma?

Morandi asintió, luego se cubrió los ojos con la mano derecha, como si la visión de lo que sabía Brunetti fuera más de lo que podía soportar. Brunetti apartó la vista un momento, y cuando volvió a mirar vio lágrimas bajo sus dedos.

El anciano se mantuvo así un rato, y luego se inclinó a un lado y sacó un enorme pañuelo blanco del bolsillo. Se secó los ojos y se sonó, dobló el pañuelo cuidadosamente y lo devolvió al bolsillo.

Como si no hubiera oído la pregunta de Brunetti, Morandi dijo:

—La vieja murió pocos días después. Tres. Cuatro. Entonces Cuccetti nos presentó el testamento y nos pidió que firmáramos. Tuve que explicarle a Maria que debía decir que la vimos firmarlo o, de lo contrario, tendríamos problemas.

—¿Y ella firmó?

—Sí. Entonces sí.

—¿Y después?

—Después empezó a no creerme.

—¿Fue por el piso?

—No, yo le dije que me lo había dejado mi tía. Ella vivía en Turín y murió por entonces, de modo que le dije a Maria que eso es lo que sucedió.

—¿Y lo creyó?

—Sí, desde luego.

—Viendo el rostro de Brunetti, dijo, con voz casi suplicante—: Por favor. Tiene usted que comprender que Maria es una persona honrada. No podía mentir, aunque quisiera. Y no cree que otras personas puedan hacerlo.

—Hizo una pausa, pensativo, y añadió—: Y yo nunca le mentí. A ella, nunca. Hasta entonces. Porque yo quería que tuviéramos un hogar del que pudiéramos estar orgullosos y vivir juntos en él.

Brunetti se encontró pensando en lo oportunamente que ese deseo le dio las cosas hechas.

—¿Qué hizo con los dibujos?

Brunetti estaba cansado de aquello, cansado de tener que considerar todo cuando decía Morandi para determinar cuál de los dos hombres que él había visto estaba hablando.

Como si hubiera esperado la pregunta, Morandi dijo, con un vago gesto en dirección al bolsillo de Brunetti, como si estuviera allí:

—Los deposité en el banco.

Brunetti se reprimió de darse una palmada en la frente y exclamar: «Claro, claro.» Las personas como Morandi no viven en pisos grandes cerca de San Marco, y nadie esperará que los pobres tengan cajas de seguridad. Pero ¿qué otra cosa era aquella llave sino la de una caja de seguridad?

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