Testamento mortal (33 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

—¿Qué pasó?

Morandi miró de nuevo al suelo, y Brunetti lo vio sonrojarse a causa de la vergüenza.

—¿Le pegó? —preguntó Brunetti, refrenándose para no añadir «también».

Manteniendo la vista en el suelo, como un niño que tratara de eludir una reprimenda, Morandi sacudió la cabeza varias veces. Brunetti se negó a permitirse que lo manipulara el silencio del otro, y repitió la pregunta:

—¿Le pegó?

Morandi habló tan bajo que casi resultó inaudible.

—Realmente no.

—¿Qué significa eso?

—La agarré —explicó, lanzó una mirada a Brunetti y volvió a mirar el pavimento. De nuevo Brunetti tomó una decisión sobre aquel silencio—. Me dijo que me fuera, que nada de lo que yo pudiera decir haría que me diera la llave. Y entonces se dirigió a la puerta.

—¿Qué iba a hacer ella con la llave?

Morandi levantó una cara pálida hacia Brunetti.

—No lo sé. No lo dijo.

La imaginación de Brunetti pugnó con su conocimiento de la ley. La única persona que tenía derecho a abrir la caja era el poseedor de la llave, acompañado por un representante del banco provisto de una segunda llave. Para que la utilizara otra persona era necesaria una orden judicial, y para conseguir ésta hacía falta la prueba de un delito. Pero después de tantos años, aquello ya no era un delito.

Morandi pudo haber dicho en el banco que la había perdido. Hubiera llevado tiempo, pero al cabo le habrían permitido el acceso a la caja y a su contenido. La posesión de la llave carecía de significado: no otorgaba poder ni autoridad a la persona que la poseía; la persona autorizada podía abrir la caja. La
signora
Altavilla ignoraba eso y, al parecer, también Morandi. Intimidaciones inútiles. Amenazas inútiles.

Incansable, Brunetti preguntó:

—¿Qué pasó?

Transcurrió un buen rato, y Morandi no tenía ninguna obligación de responder, pero él tampoco sabía eso, así que explicó:

—Fue hacia la puerta y yo traté de detenerla.

—Mientras hablaba, Morandi levantó las manos, colocándolas delante de él y encogiendo los dedos—. La llamé por su nombre, y cuando se volvió le puse las manos en los hombros, pero cuando vi su cara, recordé mi promesa...

—Miró a Brunetti—. Yo empezaba a retirar las manos, pero ella se liberó, fue a la puerta y la abrió.

—¿Y usted?

Con voz aún más tenue y suave, Morandi dijo:

—Me sentí muy avergonzado de mí mismo. Primero le pegué a Maria y luego le puse las manos encima a esa otra mujer. Ni siquiera la conocía, y allí estaba yo, sujetándola por los hombros.

—¿Eso es todo lo que hizo? —insistió Brunetti.

Morandi se cubrió los ojos con una mano.

—Estaba tan avergonzado que ni siquiera pude disculparme. Ella me abrió la puerta y me dijo que me fuera, así que yo no podía hacer otra cosa.

—Tendió una mano hacia Brunetti, pero al recordar lo sucedido cuando lo había tocado antes, la retiró—. ¿Puedo decirle algo?

—Sí.

—Rompí a llorar en la escalera, mientras bajaba. Golpeé a Maria y luego asusté a aquella pobre mujer. Tuve que quedarme al otro lado de la puerta hasta que dejé de llorar. Aquella vez, cuando pegué a Maria, prometí que nunca volvería a cometer una mala acción, nunca en mi vida, pero allí estaba yo, cometiendo de nuevo una mala acción.

»De manera que reflexioné: "Si amo a Maria tanto como digo que la amo, nunca en mi vida volveré a hacer algo así. "

—Se detuvo al oír sus propias palabras, miró a Brunetti, le dirigió una sonrisa cohibida y añadió—: No es que me quede mucha vida.

—La sonrisa se borró y continuó—: Y me dije que nunca más mentiría y que nunca haría una sola cosa que a Maria no le gustara.

—¿Por qué?

—Ya le he dicho por qué. Por lo muy avergonzado que estaba de lo que hice.

—Pero ¿qué creyó que pasaría si cumplía lo prometido?

Morandi se puso la punta del índice derecho en el muslo y se lo golpeó repetidamente, esperando cada vez que desapareciera la leve sensación antes de golpear de nuevo.

—¿Qué pasó,
signor
Morandi?

Golpear, esperar, golpear, esperar: el momento adecuado llegaría. Finalmente, Morandi dijo:

—Porque, quizá, si ella lo hubiera sabido me habría amado.

—¿Quiere decir que volvería a amarlo?

El asombro de Morandi fue total: Brunetti lo leyó en lo inexpresivo de sus ojos cuando se volvió a mirarlo.

—No. Amarme... Nunca me amó. Realmente no. Pero yo aparecí cuando ella casi tenía cuarenta años, así que me acogió y vivió conmigo. Pero nunca me amó. Realmente no.

—Volvieron las lágrimas, que le cayeron en la camisa, pero Morandi no se dio cuenta—. No de la forma que yo la amé a ella.

—De nuevo lo acometió aquel estremecimiento perruno—. Somos los únicos que lo sabemos —dijo, colocando fugazmente su mano en el brazo de Brunetti, tocándolo y apresurándose a apartarse, como si temiera por su propia mano—. Maria no lo sabe o no sabe que yo lo sé. Pero lo sé. Y ahora lo sabe usted.

Brunetti no supo qué decir ante aquellas terribles verdades y sus más terribles consecuencias. No cabía respuesta, ni ésta iba a darla la fachada de la iglesia o de la
casa di cura.

Brunetti se puso en pie. Le alargó la mano al anciano y le ayudó a levantarse.

—¿Por qué no me deja que lo acompañe a su casa?

29

Tuvo que ayudar al anciano a subir las escaleras. Brunetti disimuló diciendo que tenía curiosidad por contemplar la vista desde un piso alto, en aquella zona, del Campanile y de la basílica, y pidió al
signor
Morandi que se la mostrara. Brunetti, agarrando el brazo del anciano para darle seguridad, se detenía en cada rellano, inventándose una antigua lesión en la rodilla que le obligaba a ir despacio. Llegaron al último piso, complacido Morandi por haber tenido menos dificultades que un hombre mucho más joven, y Brunetti complacido porque el anciano no había tenido que reconocer sus achaques.

Morandi abrió la puerta y se apartó para ceder el paso a su huésped. Sabiendo que aquel anciano llevaba viviendo tres años solo en el piso, Brunetti se dispuso a encontrar desorden, si no algo peor, pero nada pudo haberlo preparado para lo que halló. El sol del atardecer entraba en el pasillo desde una habitación situada en un extremo. La luz brillaba en el
cotto veneziano,
muy pulido. Parecía la superficie original, raras veces vista en los pisos más altos de los
palazzi,
y hoy casi imposible de imitar y difícil de reparar. Aunque el techo no era particularmente elevado, el vestíbulo era amplio y el pasillo, inusualmente ancho.

—Puede ver la basílica desde esa habitación —dijo Morandi, avanzando por el pasillo y dejando que Brunetti lo siguiera.

No había muebles arrimados a las paredes ni puertas en las habitaciones a ambos lados. Brunetti echó un vistazo a una de las habitaciones y comprobó que estaba enteramente vacía, aunque las ventanas brillaban y el suelo destellaba. Al cabo de un momento, se dio cuenta del frío que hacía, de que el frío emanaba del pavimento y a través de las paredes.

En la última habitación la vista era, desde luego, espléndida, pero había un mobiliario tan escaso —una mesa y dos sillas— que tuvo la sensación de una casa deshabitada y que se abría sólo para la inspección de posibles compradores. En la distancia, burbujeaban las cúpulas, con sus cruces asomando al cielo sobre las pequeñas bolas que remataban los edificios, y más allá Brunetti vio el dorso de las alas del ángel que vigilaba el
Bacino.
Detrás de Brunetti, Morandi dijo:

—Maria solía pasarse aquí horas, mirando. La hacía feliz ver esto. Al principio.

Se acercó y se quedó de pie junto a Brunetti, y ambos contemplaron los signos del poder de Dios y del poder del Estado. A Brunetti lo impresionó la majestad que aquellas cosas tuvieron en otro tiempo, y que ya no tenían.

—Signor
Morandi —dijo, expresándose en el formal
«Lei»,
sin hacer concesiones gramaticales a lo que el anciano le había dicho—, ¿me decía la verdad cuando me habló de sus deseos de llevar una vida mejor?

—Oh, sí —respondió al instante, en el mismo tono que empleaban los hijos de Brunetti años antes, cuando estudiaban catequesis.

—¿No más mentiras?

—No.

Brunetti pensó en aquellos acertijos que les proponían cuando iban a la escuela. Había uno sobre cómo transportar una gallina, una zorra y una col de una orilla a otra de un río, y otro sobre nueve perlas en una balanza, y otro más sobre el hombre que siempre mentía. Conservaba un vago recuerdo de ellos, pero las soluciones se le habían olvidado. Si Morandi mentía siempre, podía haber mentido sobre su propósito de no mentir, ¿no?

—¿Juraría usted sobre el corazón de Maria Sartori que todo cuanto hizo fue poner las manos en los hombros de la
signora
Altavilla, y que no le causó lesión alguna?

El anciano, de pie junto a él, guardaba silencio. Luego, como alguien que da comienzo a su ejercicio de
tai chi,
dejó caer los brazos a los lados y los alzó muy despacio, con las manos ahuecadas y las palmas dirigidas al suelo, a la altura de los hombros. Pero en lugar de echarlos atrás y disponerse a empujar con ellos una fuerza invisible, Morandi los apoyó en algo invisible frente a él. Y entonces Brunetti observó sus dedos rígidos. Morandi vio que Brunetti comprendía.

El anciano bajó las manos y dijo:

—Esto es todo lo que hice. Pero no le causé daño.

—¿Cómo iba vestida? ¿Y dónde estaban ustedes?

Morandi cerró los ojos, evocando la escena que acababa de representar.

—Estábamos en el vestíbulo. Frente a la puerta. Ya se lo dije a usted. Ella en ningún momento me permitió entrar en el piso; bueno, no más de unos pocos pasos desde la puerta.

—Hizo una pausa y bajó la cabeza—. No sé qué llevaba. Una camiseta, creo. Era amarilla, fuera lo que fuera.

Brunetti recordó a la mujer muerta en el suelo de la sala de estar de la casa. Un suéter azul marino y, debajo, una camiseta de un amarillo brillante.

—¿Sólo eso?

—Sí. Recuerdo haber pensado que debería haber llevado algo de más abrigo. Era una noche fría.

Como si viera aquel vacío por vez primera, Brunetti miró la habitación a su alrededor y preguntó:

—¿Dónde está el resto del mobiliario?

—Oh, también he tenido que vender eso. Hay una
badante
que atiende a Maria durante tres horas todas las tardes: la lava, la peina y comprueba que su ropa esté limpia.

—Antes de que Brunetti pudiera preguntar, aclaró—: Y es cara porque la
casa di cura
no las admite a menos que sean legales, lo que resulta dos veces más caro, con impuestos.

El viento había empezado a levantar objetos en la
piazza,
y los extremos de las banderas, al otro lado de la basílica, brillaban intermitentemente, como haciéndoles señas.

—¿Qué va usted a hacer,
signor
Morandi?

—Oh, venderé todo lo de aquí, poco a poco, y tan sólo espero que dure lo suficiente como pagar mientras viva.

—¿Le han dado algún plazo los médicos?

Morandi se encogió de hombros, sin ira ahora hacia los «médicos». Se limitó a decir «páncreas», como si eso aclarara las cosas para Brunetti. Se las aclaró.

—¿Y luego?

—Oh, no he pensado en eso —dijo, y Brunetti lo creyó—. Yo sólo tengo que seguir aquí mientras ella esté, ¿no?

Incapaz de responder a esa pregunta, Brunetti preguntó a su vez:

—¿Y qué será de esto?

—Hizo un movimiento con la mano, como para abarcar aquel piso que había pertenecido a la esposa de Cuccetti, y que pasó a poder de Morandi después de que murieran tanto Cuccetti como su esposa—. Podría usted venderlo.

Morandi no pudo ocultar su sorpresa.

—Pero ¿si Maria viniera a casa, aunque fuera por pocos días, antes de...?

—El anciano miró a Brunetti, sonriendo. Señaló con la barbilla el panorama barrido por el viento, al otro lado de la ventana—. Querría ver eso, de modo que...

—Debe valer un dineral.

—Oh, a mí no me preocupa eso —dijo Morandi, refiriéndose a la casa como si se tratara de un par de zapatos viejos o de un montón de periódicos cuidadosamente atado para el basurero—. María no tiene parientes, y yo no tengo más que un sobrino, pero se fue a la Argentina hace cincuenta años y nunca he vuelto a saber de él.

—Se detuvo para pensar, y Brunetti permaneció callado—. Así que supongo que irá a parar al Estado. O a la ciudad. Me da igual. No me importa.

Miró la habitación a su alrededor, arriba, al techo con vigas, y luego volvió a contemplar la vista: las banderas se agitaban más, Brunetti se dijo que el viento estaba arreciando. Finalmente el anciano dijo:

—Nunca me gustó este lugar, ¿sabe? Nunca lo sentí como mío. Trabajaba como un burro para pagar el alquiler del pisito de Castello, de modo que era realmente mío. Nuestro. Pero éste llegó con demasiada facilidad; es como si me lo hubiera encontrado o como si se lo hubiera robado a alguien. Todo lo que me trajo fue mala suerte, de modo que será mejor que otra persona se lo quede.

—¿Dónde vive usted? —preguntó Brunetti, bien consciente de que era estúpido plantearle eso a una persona en su propia casa.

Pero Morandi no tuvo dificultad en entenderlo.

—Paso la mayor parte del tiempo en la cocina. Es la única habitación que caliento. Y mi cuarto, pero allí sólo duermo.

Se volvió, como si se dispusiera a conducir a Brunetti a aquella parte de la casa. Brunetti le dejó dar unos pocos pasos, y mientras el anciano le daba la espalda, sacó la llave del bolsillo y la depositó en la mesa, bajo la ventana.

Brunetti lo llamó, y cuando Morandi regresó lentamente a la ventana, Brunetti le tendió la mano.

—Gracias por permitirme disfrutar de la vista,
signore.
Es maravillosa.

—Lo es, ¿verdad? —dijo el anciano, ignorando la mano de Brunetti, porque sus ojos se fijaban en las cúpulas, las banderas, las nubes que ahora se deslizaban hacia el oeste.

—¿No es triste —continuó Morandi— que pasemos tanto tiempo preocupados por las casas, por tenerlas y por ponerlas bonitas por dentro, cuando la parte más hermosa está ahí fuera, y no hay nada que podamos hacer para cambiarla?

Esta vez fue Morandi quien hizo un gesto en dirección a la basílica, abarcando con la mano la iglesia, el pasado y la gloria que ya no estaban.

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