Testamento mortal (28 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

—¿De qué más se ha enterado?

—El piso vendido a Morandi está detrás de la basílica, última planta, ciento ochenta metros.

—Si la propietaria era la mujer de Cuccetti, no puede haber formado parte de las propiedades de Reynard.

—No, fue suyo durante más de diez años antes de vendérselo a Morandi.

—¿El precio declarado?

—Ciento cincuenta mil euros —respondió ella. Antes de que Brunetti pudiera replicar, añadió—: Probablemente hoy valdría más de diez veces esa cantidad.

—Y valdría al menos tres veces más cuando él lo compró —comentó Brunetti en tono neutro. Luego, concretando—: Es interesante que nadie en Hacienda cuestionara ese precio. Está clarísimo que es falso.

La
signorina
Elettra se encogió de hombros. Un hombre tan poderoso y rico como Cuccetti se había salido con la suya en cosas mucho peores durante su vida, y ¡quién no le debía un favor en Hacienda al
avvocato
Cuccetti?

Vianello apareció en la puerta.

—Signorina,
el
vicequestore
desea hablar con usted.

A ninguno de los tres les extrañó que Patta no se hubiera limitado a usar el teléfono. De esta manera, que todos tomaran nota, el
vicequestore
podía mandar a Vianello a un recado arriba, obligar a la
signorina
Elettra a dejar lo que estuviera haciendo para acudir a su despacho, y dejar claro a Brunetti para quién trabajaba ella y a quién se suponía que debía lealtad.

Ella se fue, y Vianello, aunque no se le invitara, entró y se sentó frente a la mesa de Brunetti.

—He echado un vistazo a los libros de Derecho —dijo Brunetti, utilizando el pulgar para señalar la estantería que tenía detrás, la cual contenía volúmenes de Derecho civil y penal—. Y el asunto prescribió hace años.

—¿Qué asunto?

—Falsedad en documento público. En este caso, un testamento.

—Yo no sé nada de eso —declaró Vianello, con especial énfasis en la primera palabra.

—¿Qué quieres decir?

—Que si yo no sé nada de eso, es improbable que alguien como Morandi lo sepa, ¿no crees?

—¿Y qué significa eso?

Vianello cruzó las piernas y los brazos, cargando su peso sobre la silla, y dijo, expresándose tan despacio que Brunetti casi pudo oír cómo el inspector juntaba las piezas mientras hablaba:

—Eso significa que una manera de que estas cosas encajen es dar por supuesto que la
signora
Sartori le dijo algo a la
signora
Altavilla sobre lo que hizo Morandi. O sea, sobre el testamento.

Brunetti lo interrumpió para preguntar:

—¿Que sabían que era falso cuando actuaron como testigos?

—Quizá.

—La madre Rosa se refirió a la
signora
Altavilla como «tremendamente honrada» o algo así —dijo Brunetti, que no pudo recordar la frase exacta, aunque lo extraño de la expresión lo había sorprendido cuando la oyó—. Así pues, si la
signora
Altavilla supo algo por la
signora
Sartori, pudo haber sido capaz de enfrentarse a Morandi por esa causa.

—¿Porque quería que confesara?

Brunetti consideró esa posibilidad por un momento, antes de responder:

—Ya pensé en eso. Pero ¿con qué propósito? La anciana, muerta; Cuccetti, su mujer y su hijo, muertos. El patrimonio desapareció: la Iglesia tiene lo que quedó de él.

—Se encogió de hombros, en un gesto de incomprensión, y añadió—: Quizá creía que eso salvaría la reputación de Morandi, o su conciencia.

—Y tras un instante—: O salvaría su alma.

Quién sabe. La gente cree en cosas aún más extrañas.

—Morandi no es la clase de hombre al que le preocupe su conciencia —objetó Vianello en tono brusco—. Ni su reputación.

El inspector optó por no comentar la tercera cosa.

—Te sorprenderías.

—¿De qué?

—De lo importante que puede ser su reputación para las personas de las que menos esperaríamos que pensaran en ella.

—Pero es un hombre sin formación, con abundantes antecedentes penales, un ladrón conocido —argumentó Vianello, tratando de disimular su sorpresa.

—Podrías estar describiendo a muchos de los hombres que están en el Parlamento —replicó Brunetti, como si fuera una broma, pero de repente se sintió agobiado por la verdad que encerraban sus palabras.

En efecto, más allá de la broma, Brunetti había revelado una verdad, y lo sabía: incluso los peores hombres deseaban ser percibidos mejores de lo que eran. ¿Qué más podía elevar la hipocresía a alturas tan delirantes?

Volvió a pensar en su encuentro con Morandi. El anciano se había sorprendido de encontrarlo allí y reaccionó de manera instintiva. Pero en cuanto se percató de que Brunetti era un representante del Estado, y en el cumplimiento de su deber —un deber que él creyó consistía en ayudar a la
signora
Sartori—, su actitud se suavizó. Brunetti pensó en su propio padre, un hombre violento: aun en sus peores momentos, siempre se mostró deferente con la autoridad y con aquellos cuya buena opinión él valoraba. Siempre trató a su esposa con respeto y se esforzó por contar con el suyo. Qué despacio desaparecían esas viejas formas.

Vianello lo sacó de estas cavilaciones cuando dijo, aunque a regañadientes:

—Quizá tengas razón.

—¿Sobre qué?

—Sobre que la buena opinión de la gente sería importante para él. ¿Has dicho que se mostraba protector con la mujer?

—Eso parecía.

—¿Protector porque no quería que hablara contigo o porque no quería que la molestaras?

Brunetti tuvo que pensar en ello un momento antes de responder:

—Yo diría que un poco por ambas razones, pero más por la segunda que por la primera.

—¿Y por qué sería?

—Porque la ama —afirmó Brunetti, recordando la forma en que el anciano la miraba—. Ésa sería la razón evidente.

—Antes de que Vianello pudiera hacer un comentario o una objeción, añadió—: Una de las cosas que me dijo una vez Paola es lo propensos que somos a mofarnos de las emociones de las gentes sencillas. Como si las nuestras fueran mejores por alguna razón.

—¿Y el amor es el amor?

—Creo que así es, sí.

Brunetti aún tenía que luchar contra su resistencia a creer en eso sin reservas, como Paola sí parecía creer. Pensó en ello como una de sus faltas esenciales de humanidad. Luego, cambiando enteramente de enfoque, preguntó:

—¿Y de dónde sale el dinero?

—Al advertir la sorpresa de Vianello, puntualizó—: El dinero que se va ingresando en la cuenta.

—Hasta ahí no llego. Es improbable que se dedique a vender drogas —bromeó Vianello.

—Pero con más de ochenta años, está claro que tiene que vender algo. Desde luego que no anda por ahí reventando casas, y es demasiado viejo para trabajar —dijo Brunetti. En respuesta a la mirada de Vianello, prosiguió—: Y puesto que Cuccetti y toda su familia murieron, y todo fue a parar a la Iglesia, no hay nadie a quien pueda chantajear.

Vianello sonrió y no pudo resistir el comentario:

—Siempre me levanta el ánimo tu visión optimista de la naturaleza humana, Guido.

¿Era contagioso el estilo retórico?, se preguntó Brunetti. Una década antes, Vianello no hubiera sido capaz de semejante floritura verbal. A Brunetti le complació ese pensamiento.

—Así pues, vende algo —prosiguió Brunetti, como si el
ispettore
no hubiera hablado—. Y si es así, y si ya no roba cosas en los muelles, tiene que ser algo que le dieron cuando firmó el testamento o cuando consiguió el piso de ellos.

—O algo que robó —añadió Vianello, como si él también tuviera algo con que contribuir a la visión de la naturaleza humana.

Esta posibilidad hizo que Brunetti se sintiera incómodo.

—La conoció cuando fue a trabajar al hospital, y después de eso ya no tuvo más problemas con nosotros.

—O no lo pescaron.

—No es muy brillante, así que lo hubieran pescado insistió Brunetti—. Fíjate cuántas veces fue detenido antes de eso.

—Pero siempre salió de rositas. Pudo haber amenazado para librarse.

—Si hubiera sido realmente violento o peligroso, figuraría como tal en los archivos. Lo sabríamos.

Vianello consideró lo anterior y, finalmente, asintió para mostrar su acuerdo.

—Es posible. He conocido a gente a la que le gustaba hacer las cosas más extrañas antes que hacerlas cuidadosamente.

—O hacerlas mejor —corrigió Brunetti.

—Lo presentas como si fuera san Pablo —replicó Vianello en un tono divertido por lo improbable del caso—. Él sigue con lo suyo para robar un aparato de rayos X en el hospital, ve a la
signorina
Sartori con su uniforme blanco de enfermera; cae al suelo ante esa visión, y cuando se pone en pie es un hombre transformado.

Quizá ya tenía bastante de arrebatos retóricos de Vianello, al que sorprendió preguntando:

—¿Eres un hombre mejor desde que te casaste con Nadia?

Vianello descruzó las piernas y luego volvió a cruzarlas por el otro lado. Su aspecto resultaba tan incómodo que Brunetti casi esperó que gritara «estúpido» y se negara a contestar. En lugar de eso, el inspector asintió, sonrió y dijo:

—Ya entiendo tu punto de vista.

—Luego, tras otro momento de consideración, admitió—: Es posible.

—Quizá la petición de que actuaran como testigos del testamento era una tentación demasiado grande para resistirla —sugirió Brunetti—. Una casa a cambio de dos firmas.

A Brunetti se le ocurrió añadir que París bien valió una misa, pero temió que Vianello no llegara a comprenderlo, así que no dijo nada más. Vianello sonrió y añadió por su parte:

—¿Quién fue aquel santo que dijo: «Hazme casto, pero todavía no»?

—Creo que san Agustín.

Vianello volvió a sonreír.

—Pero eso no nos aclara de dónde sigue llegando el dinero, ¿verdad? —preguntó Brunetti.

Le dieron vueltas al asunto una y otra vez durante un rato, tratando de encontrar una explicación a los ingresos periódicos.

—¿Y por qué ingresa el dinero en el banco? —preguntó Vianello—. Sólo un bobo dejaría pistas como ésa.

—O una persona que ignora lo fácil que es seguir el rastro del dinero.

Al oírse a sí mismo, Brunetti decidió echar otro vistazo a los ingresos. Sacó de su cajón la carpeta con los registros bancarios de Morandi, y encontró los extractos. Recorriendo con el dedo, de arriba abajo, la columna de los ingresos, encontró que los dos primeros habían sido efectuados con cheques.

Marcó el número de la
signorina
Elettra, y mientras esperaba a que contestara, oyó a Vianello murmurar para sí:

—Nadie podría ser tan estúpido.

Brunetti explicó a la
signorina
Elettra lo que deseaba que encontrara, a lo que ella respondió encantada, como si la hubiera invitado a tomarse el resto del día libre e irse a casa:

—Oh, maravilloso, y esta vez puedo hacerlo legalmente.

Inseguro de hasta qué punto lo estaba provocando, Brunetti dijo:

—Las nuevas experiencias siempre son útiles.

Y colgó.

25

Aunque la
signorina
Elettra logró encontrar en menos de veinte minutos los archivos completos de los movimientos bancarios de Morandi, Brunetti no creyó ni por un instante que la facilidad con que los consiguió sirvieran para reconducirla por los senderos de la legalidad.

Los ingresos, el primero de cuatrocientos euros y el segundo de trescientos, se efectuaron mediante cheques firmados por Nicola Turchetti, un nombre que resonó en la memoria de Brunetti. Vianello había regresado al cuarto de la brigada, de modo que Brunetti tuvo que buscar el nombre por su cuenta. Al cabo de un rato, y al no sonar ninguna de las cuerdas que pulsó, sacó la guía telefónica del último cajón y la abrió por la «T».

Por alguna razón, ver el nombre impreso fue suficiente para refrescarle la memoria. Turchetti, el marchante, era un hombre con fama de Jano: su competencia como experto nunca había sido cuestionada; la probidad de sus tratos sí, en ocasiones. Como muy bien sabía Brunetti, nunca se habían presentado cargos contra aquel hombre. Su nombre, sin embargo, a menudo se mencionaba al tratar de negocios dudosos: favorablemente por parte de quienes encontraban rarezas en su tienda, y desfavorablemente por parte de quienes se interrogaban sobre las fuentes de algunas de sus adquisiciones. El cuñado de Brunetti, ignorando ambas opiniones, continuaba siendo cliente de Turchetti y, con los años, le había comprado muchas pinturas y dibujos.

Dibujos. El pensamiento de Brunetti voló a la legendaria subasta Reynard y a los dibujos que no aparecieron en el lote, lo que desanimó a muchos, que creyeron poder añadirlos a sus colecciones. ¿Es que nadie hizo un inventario? O, lo que era más probable, ¿supervisó el inventario el
avvocato
Cuccetti? Brunetti sabía que el
palazzo
Reynard era ahora un hotel, y que los objetos que en otro tiempo lo llenaron habían ido a parar, desde hacía mucho, a manos de compradores diligentes. El
avvocato
Cuccetti se hallaba en el lugar al que lo había precedido Madame Reynard, por lo que ninguno de los dos pudo llevarse nada consigo.

Puesto que la guía telefónica estaba abierta frente a él, Brunetti marcó el número. A su llamada respondió una secretaria con el típico acento descuidado romano que lo irritaba. Dio su nombre, pero no su cargo, y cuando la mujer le explicó que el
signor
Turchetti estaba ocupado, añadió el nombre de su cuñado y su título, con lo cual las aguas se dividieron y la llamada fue inmediatamente transferida al
dottor
Turchetti.

—Ah,
dottor
Brunetti —entonó una voz profunda—. El
conte
Orazio me ha hablado a menudo de usted.

—Y a mí de usted,
dottore
—respondió Brunetti con untuosa cortesía.

—¿En qué puedo servirle? —se ofreció Turchetti tras un momento de duda.

—Me pregunto si tendría tiempo para hablarme de uno de sus clientes.

—Desde luego —se apresuró a responder—. ¿De cuál?

—¿Puedo ir a verlo y se lo digo?

Sin esperar contestación, Brunetti colgó el teléfono y salió de su despacho. Tomó el Número Uno y bajó en Accademia, giró a la izquierda y retrocedió en dirección al Guggenheim. Antes del primer puente, dio con la galería, se demoró estudiando las pinturas del escaparate y luego entró. El espacio era amplio y bajo de techo, aunque el efecto lo compensaba la iluminación, que se proyectaba hacia arriba desde las paredes y así disimulaba de manera efectiva la falta de altura. Los destellos del agua del canal se reflejaban enfrente, lo que aumentaba la sensación de espacio.

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