Testamento mortal (12 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

Rizzardi se refería también a una marca «gris» de 2,1 centímetros de longitud junto a la parte izquierda de la clavícula de la fallecida. Las marcas de los hombros eran «apenas visibles», una expresión trivial que a Brunetti no le constaba que el patólogo hubiera utilizado jamás.

Leyó rápidamente el resto del informe: signos de haber dado a luz al menos una vez, la soldadura de una fractura de la muñeca izquierda y un juanete en el pie derecho. Rizzardi presentaba la información física sin comentarios. Brunetti sabía que en un departamento de policía encabezado por el
vicequestore
Giuseppe Patta, era probable que una prueba física tan poco concluyente fuera lo bastante concluyente como para considerar que la muerte se debía a causas naturales.

Brunetti colocó el informe preliminar de los técnicos encima del de Rizzardi y lo repasó cuidadosamente. Advirtió cierta disposición a alimentar la preferencia de Patta por la no interpretación. Aparte de la sangre en el radiador, el examen de la casa no sugería nada más allá del «uso doméstico normal».

La última página descargó un martillazo sobre cualquier esperanza de Brunetti de llevar a cabo una investigación. Se encontró propafenona en el botiquín del baño de la
signora
Altavilla. La prueba de un trastorno preexistente validaba el diagnóstico póstumo de Rizzardi: muerte por fibrilación cardíaca.

Brunetti dejó el informe encima del de Rizzardi y dio unos cuidadosos golpecitos en los lados de los papeles hasta que estuvieron alineados. Cerró las manos y las puso sobre la hoja de encima. Estudió sus pulgares, se dio cuenta de que el puño derecho de su camisa estaba empezando a pelarse. Luego apartó la mirada y la dirigió a la ventana.

Los informes complacerían a Patta: aquello era un hecho. Pero también complacerían

—Brunetti estaba igualmente seguro— a Niccolini. No, la palabra era inadecuada: demasiado fuerte. Con lentitud, como si fuera una película que pudiera ver a voluntad y a placer, Brunetti se representó el encuentro con el veterinario.

La emoción que sintió Niccolini podría calificarse más propiamente de alivio, la misma que Brunetti había percibido en los rostros de las personas al escuchar la lectura del veredicto «Inocente». Pero inocente ¿de qué? A Brunetti no le resultaban extraños el fingimiento ni las falsas emociones, pero no dudaba de la intensidad del dolor de Niccolini. Recordaba el rostro del doctor después de que se le escapara que él también había hecho autopsias. Evocando esa escena, Brunetti se indignó porque lo hubieran abandonado allí, sabiendo lo que se hacía en la habitación contigua.

Marcó el número interior del cuarto de oficiales de la brigada y pidió hablar con Vianello. Cuando el inspector contestó, Brunetti dijo:

—Creo que deberíamos volver al piso y echar otro vistazo.

—¿Ahora? —preguntó Vianello en un tono audiblemente remiso.

—¿Y qué?

—Son casi las siete... —empezó a decir el inspector.

Sorprendido, Brunetti miró el reloj y vio que así era.

—¿No crees que podríamos dejarlo para mañana por la mañana? —propuso Vianello. Antes de que Brunetti pudiera responder, el inspector dijo—: Llamaré a esa
signora
Giusti y le diré que iremos ¿A qué hora?

Brunetti estuvo tentado de preguntar a Vianello si estaba haciendo una sugerencia o dando una orden. En lugar de ello, dijo:

A las diez estaría bien.

11

Tomaron el Número Uno, y optaron por sentarse en el interior, donde Brunetti informó a Vianello del contenido de los informes de Rizzardi y de los técnicos. También comunicó su impresión de que Niccolini se sentía incómodo a causa de cosas que no había dicho.

Cuando la embarcación pasaba frente a la Piazza, Brunetti miró a la derecha y preguntó:

—Nunca acaba de aceptarse como algo corriente, ¿verdad?

—Antes de que Vianello pudiera contestar, y como si el inspector se lo hubiera robado del cajón mientras estaba ausente del despacho, añadió—: ¿Adónde fuimos ayer?

—Anduvimos.

—¿Qué?

—No es como en las películas, donde montas en un coche y sales a toda velocidad hacia el lugar adonde vas, con la sirena atronando. Ya lo sabes. Caminamos y luego caminamos de vuelta. Y eso llevó mucho tiempo. Aunque la monja vieja no quiso decirnos nada, invirtió en ello una buena cantidad de tiempo. No estamos en Nueva York, Guido —concluyó, y sonrió para manifestar el gran alivio con que acogía ese hecho.

Como para corroborar la afirmación de Vianello, fueron bombardeados por un súbito fulgor procedente de la luz reflejada en las ventanas de los edificios de la orilla izquierda del canal: beige, ocre y rosa; y las ventanas: rematadas en punta y haciendo piruetas en lo alto, abriéndose entre las columnas retorcidas para dejar entrar más luz. Luego, apenas vistos a ras de agua, los enormes sillares de piedra desde los cuales la ciudad se alzaba a los cielos.

—Debimos haber dicho a Foa que nos recogiera —comentó Brunetti, todavía incómodo por lo rápido que había transcurrido el día anterior.

Espoleados por su inquietud, desembarcaron en San Silvestro y caminaron: les llevaría el mismo tiempo que si esperaban a bajar en San Stae, pero al menos de esta manera se movían.

Mientras andaban, Brunetti explicó su deseo de echar otro vistazo al lugar.

—Y hablar con la vecina —añadió. Pasaron el puente desde San Boldo, giraron hacia la calle del Tintor y de allí se dirigieron al
campo.

Brunetti llevaba la misma chaqueta y sacó las llaves del bolsillo. La mayor de las tres abría la puerta de la calle, y la siguiente encajaba en la cerradura del piso, donde la cinta adhesiva de Vianello seguía en su lugar. Brunetti la despegó de un lado y la dejó colgar antes de abrir la puerta.

En el interior, se fijó en los sobres que había visto la noche anterior, los hojeó y comprobó que todos, incluida una carta certificada, iban dirigidos a la
signora
Giusti. Se los guardó en el bolsillo de la chaqueta. Durante la media hora siguiente, no hallaron nada más de lo que encontraron la noche anterior, salvo recibos de facturas pagadas a través de la oficina de correos y extractos bancarios que se remontaban a cinco años atrás. Mirándolos, Brunetti vio una pauta enteramente normal: su pensión llegaba cada mes, junto con un segundo pago de lo que podía ser la pensión de viudedad. La primera cantidad reflejaba el hecho de que había optado por jubilarse pronto; la segunda era más sustanciosa y elevaba sus ingresos mensuales hasta una suma con la que una persona sola podía vivir muy cómodamente. Tanto más

—Brunetti no encontró indicio alguno de que pagara un alquiler a través del banco— para una mujer que vivía en un piso de propiedad.

Una cosa que atrajo la atención de Brunetti fueron los clavitos, clavitos sin los cuadros que sujetaban. Había dos en el corredor, y bajo ellos nada más que rectángulos de pintura ligeramente más blanca que la del resto de la pared. En el dormitorio más pequeño, ahora que Brunetti sabía lo que buscaba, vio otro cuadro fantasma y, sobre él, el clavo.

De mutuo acuerdo decidieron subir al piso de arriba. Cuando se fueron, Vianello volvió a pegar la cinta lo mejor que pudo mientras Brunetti permanecía llaves en mano aguardando para cerrar la puerta. Una vez lo hubo hecho, sostuvo las llaves en la palma de la mano, se las mostró a Vianello y le dijo:

—Me pregunto para qué es la tercera.

—Tal vez haya un trastero en la planta baja —sugirió el inspector.

Brunetti empezó a subir la escalera.

—Podemos preguntárselo a la
signora
Giusti.

La mujer abrió la puerta de su piso cuando ellos aún estaban subiendo el tramo final de la escalera.

—Los he oído moverse por ahí —dijo a modo de saludo, y luego se acordó de tenderles la mano y dar las buenas tardes.

Ahora su aspecto era menos agitado, y a Brunetti lo sorprendió darse cuenta de que ya no parecía tan alta. Quizá eso tenía algo que ver con la relajación de su cuerpo o sus hombros. También estaba más cerca de ser guapa de lo que antes había imaginado.

Brunetti presentó a Vianello y ella les franqueó la entrada al piso, que Brunetti pensó se había relajado tanto como ella misma. En la mesa de la sala de estar había dos periódicos, uno de ellos abierto en la sección cultural y el otro obviamente leído y doblado con descuido. Al lado había un vaso vacío y un plato con la piel y el corazón de una manzana, y el cuchillo que había servido para pelarla. Los cojines del sofá estaban arrugados, uno de ellos en el suelo.

En aquella sala a Brunetti volvió a impresionarlo la sensación dramática de intrusión que daba el ábside visto desde aquella altura y desde aquel ángulo, como si la iglesia llevada por las aguas del océano avanzara hacia ellos. El mobiliario, dos sillas y un sofá, estaba dispuesto de manera que mirase a la iglesia, al
campo
y a las montañas del fondo. Ella se sentó en el borde del sofá, dejándoles las dos sillas, con la mesa de por medio. No se preocupó de preguntarles si querían tomar algo.

Brunetti sacó los sobres de su bolsillo y los dejó encima de la mesa. La
signora
Giusti los miró pero no hizo ningún movimiento para tocarlos. Luego dirigió la mirada a Brunetti e hizo un gesto de agradecimiento, con expresión seria. Él seguía teniendo las llaves en las manos, y se las alargó.

—Hay una tercera llave en el juego que se dejó usted en el piso de abajo,
signora.
¿Podría decirme para qué sirve?

Ella negó con la cabeza.

—No tengo idea. Le pregunté eso mismo a Costanza cuando me dio las llaves, y dijo que era...

—Se detuvo y cerró los ojos—. Es extraño lo que me dijo.

—Vianello y Brunetti permanecieron en silencio para darle tiempo a recordar. Al cabo de un momento, levantó la vista y habló—: Se refirió a algo así como que era un lugar seguro para guardar una llave.

Sumó su expresión perpleja a la de ellos.

—¿Cuándo le dio esas llaves,
signora?

A ella le sorprendió la pregunta, como si formularla otorgara a Brunetti un poder especial.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Simple curiosidad.

No tenía idea de cuánto tiempo llevaba cada una de las dos mujeres viviendo allí, como tampoco cuánto habrían tardado en tomarse suficiente confianza como para intercambiar las llaves de sus casas.

—Tuve un juego de llaves durante años, pero hace dos semanas me lo pidió por un día; dijo algo de que quería hacer copias.

—Señaló las llaves como si mirarlas ayudara a comprender a los dos hombres. Luego se inclinó y las tocó―. Pero mírenlas. Una es roja y otra azul. Sólo son duplicados baratos, que probablemente no han costado un euro.

—Y eso ¿qué? —preguntó Brunetti.

—¿Por qué querría copiar estas llaves cuando ella tenía las originales? Cuando me las devolvió, la tercera llave estaba también en el llavero, y es cuando dijo eso acerca de que era un lugar seguro para guardarla.

Miró alternativamente a cada uno, buscando alguna señal de que encontraran aquello tan desconcertante como ella.

—¿Sabía ella dónde las guardaba usted? —preguntó Brunetti.

—Desde luego. Las tuve durante años en el mismo sitio, y ella sabía dónde.

—Y señaló hacia un lugar que probablemente era la cocina—. Allí. En el segundo cajón.

Brunetti se abstuvo de decir que allí, precisamente, sería donde miraría un revientapisos competente. Preguntó:

—¿Tienen ustedes trasteros en la planta baja? ¿Ella tenía uno?

La
signora
Giusti descartó la idea.

—No, los bajos pertenecen a la tienda de electrodomésticos que hay junto a la pizzeria y a uno de los restaurantes del
campo.

Brunetti se dio cuenta de que Vianello, en silencio, había sacado su cuaderno y estaba escribiendo.

—¿Podría darme alguna idea de la clase de vida que llevaba ella,
signora?

—¿Costanza?

—Sí.

—Era maestra jubilada. Creo que se jubiló hará unos cinco años. Enseñaba a niños pequeños. Y ahora visita a ancianos en residencias.

Como si de repente advirtiera la incongruencia entre los acontecimientos y el empleo del tiempo presente, se llevó la mano a la boca. Brunetti dejó pasar el momento y preguntó:

—¿Tenía huéspedes?

—¿Huéspedes?

—Personas que venían a vivir con ella. Quizá usted se las encontró en la escalera, o ella le dijo que vería entrar a extraños, para que lo supiera y no se preocupara.

—Sí, ocasionalmente he visto a personas en la escalera. Siempre muy educadas.

—¿Mujeres? —preguntó Vianello.

—Sí —respondió como de pasada, y añadió—: Su hijo venía a verla.

—Sí, ya lo sé. Ayer hablé con él —dijo Brunetti, curioso por la resistencia de ella a hablar de las visitantes femeninas.

—¿Cómo está él? —preguntó con verdadera preocupación.

—Cuando hablé con él parecía estar hundido.

No era una exageración. Brunetti sospechaba que eso dejaba traslucir la realidad que había tras la reserva de Niccolini.

—Ella lo quería. Y a sus nietos.

—Luego, con una leve sonrisa—. Y le tenía mucho cariño a su nuera.

Hizo un movimiento de cabeza, como ante el descubrimiento de alguna excepción a la ley de la gravedad.

—¿Hablaba de ellos a menudo?

—No, realmente no. Costanza, tiene usted que entenderlo, no era una persona comunicativa. Todo eso lo sé únicamente porque la conozco desde hace años.

—¿Cuántos años? —la interrumpió Vianello, levantando su cuaderno, como dando a entender que él se limitaba a hacer lo que las páginas le decían que hiciera.

—Ya vivía aquí cuando yo vine. Fue hace cinco años. Creo que por entonces llevaba pocos años instalada, desde que murió su marido.

—¿Le dijo por qué se había mudado? —preguntó Vianello, sin apartar los ojos de lo que escribía.

—Dijo que su domicilio anterior, cerca de San Polo, era demasiado grande, y que cuando se quedó sola, pues para entonces su hijo ya se había casado, decidió buscar un sitio más pequeño.

—Pero ¿sin abandonar la ciudad? —indagó Vianello.

—Desde luego —respondió, y dirigió una extraña mirada a Vianello.

—Permítame volver sobre cierto asunto —intervino Brunetti—. Sobre los huéspedes.

—Huéspedes —repitió ella, como si hubiera olvidado por completo que se le había formulado esa pregunta.

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