Llamó al archivo, facilitó los alias que la mujer había usado en Ferrara y el nombre que él creía que constaría en su expediente. Cuando oyó los nombres, el archivero se echó a reír y dijo:
—Y yo que pensé que nos habíamos librado de ella.
—Nos hemos librado, pero me temo que en Ferrara no. ¿Podría mandarme una copia del expediente?
—¿Y ahora ella recibirá una carta de ellos diciéndole que abandone el país antes de cuarenta y ocho horas? —preguntó Tomasini. Luego, tras un momento de reflexión, dijo en un tono completamente serio—: Sabe, creo que deberíamos presentarnos como una cooperativa de arte y solicitar permiso para exponer en la Biennale. Todo lo que tendrían que hacer es cedernos el pabellón italiano.
—¿Quiénes somos «nosotros»?
—Todos los de aquí, pero yo especialmente porque dispongo de todos los documentos y de las copias de las cartas.
—¿Y qué haría con ellos?
—Empapelar las paredes de todo el pabellón. Sin ningún orden, ni cronológico ni alfabético ni según el delito. Nos limitaríamos a mezclar unos miles de esas cartas diciendo a la misma gente, una vez tras otra, que dispone de cuarenta y ocho horas para abandonar el país debido al delito cometido, y los pegaríamos en las paredes. Y lo llamaríamos algo así como
«Italia Oggi».
—El tono de burla desapareció de la voz del archivero cuando preguntó—: Es el título adecuado, ¿no? Eso es la Italia de hoy.
—Como Brunetti no contestaba, el joven repitió—: ¿No?
—Fabio —dijo Brunetti con voz mesurada—, mande el expediente a Ferrara, ¿de acuerdo?
—Sì, dottore
—contestó y colgó el teléfono.
Los ecologistas nunca se cansaban de decir que la ciudad iba a acabar bajo las aguas al cabo de unos años, pero el número de éstos cambiaba y nadie cuestionaba la predicción. ¿Cuándo, se preguntaba Brunetti, se sumergiría el país entero bajo los papeles? Las paredes de las habitaciones de la parte posterior de la planta baja estaban ya recorridas por estanterías metálicas llenas de expedientes que llegaban desde el suelo hasta diez centímetros antes del techo. La
acqua alta
de tres años atrás había destruido el contenido de los dos primeros estantes, mucho antes de que hubieran sido digitalizados, de modo que parte del archivo de antecedentes criminales se había perdido definitivamente. Quizá Tomasini tenía razón en algo: seguro que una exposición en la Biennale podía resultar igual de efímera que los archivos de abajo.
Sonó el teléfono.
—He hablado con ellos,
commissario
—anunció la
signorina
Elettra—. ¿Subo y se lo cuento?
—Sí, haga el favor.
Llegó precedida de flores.
—Me temo que esta mañana me llevé demasiadas,
dottore
—dijo al entrar—. Así que me gustaría dejar algunas aquí, si a usted no le importa.
Eran unas flores altas que parecían margaritas, blancas y amarillas, y aportaron cierta animación a la estancia. La
signorina
Elettra las colocó en el jarrón del escritorio, retrocedió, las estudió y desplazó el jarrón hacia el alféizar de la ventana. Satisfecha, volvió al punto de partida y se sentó en una de las sillas frente a la mesa.
—He conseguido el número de
telefonino
de la mujer que lo lleva —dijo, colocando una hoja de papel en el escritorio—. Maddalena Orsoni. Muy perspicaz.
—¿En qué sentido?
—En el de que se preguntará por qué la policía está interesada por la
signora
Altavilla. Y por su muerte.
—¿Y si le digo que es mera rutina?
—No le creerá —se apresuró a replicar la
signorina
Elettra—. Ha tratado con las autoridades durante años, con los servicios sociales y con los hombres de los que esas mujeres se esconden. Así que puede descubrir a un mentiroso a diez metros. No es probable que le crea a usted.
—¿Y si no miento acerca de la muerte?
—Commissario,
hasta yo sospecho que miente.
Brunetti pensó en fanfarronear pero abandonó la idea. Aguardó a que ella continuara.
—Recuerde,
signore,
que el único mentiroso habitual con el que tengo que tratar es el teniente Scarpa, así que, realmente, no he desarrollado la habilidad precisa. Maddalena, sí.
De nuevo dejó a Brunetti con la duda de cómo encajar su crítica a un superior.
—Si usted cree que yo no debería hablar con ella, ¿cómo podría preguntarle acerca de la
signora
Altavilla? —preguntó, optando por eludir el asunto del teniente Scarpa.
Ella sonrió ante la pregunta y dijo:
—Me temo que estábamos hablando de cosas distintas,
commissario.
Yo no le sugiero que no hable con ella. Tan sólo que no le mienta. Si trata con ella honradamente, ella hará lo mismo.
—¿Tan bien la conoce?
—No. Pero conozco a personas que sí la conocen.
—Comprendo —dijo Brunetti, optando por no preguntarle tampoco sobre eso.
Atrajo hacia sí la hoja de papel, alzó una mano para darle a entender a ella que no se levantara, y marcó el número.
A la tercera llamada, una mujer contestó con un neutro
«Sì?».
—Signora
Orsoni, soy el
commissario
Guido Brunetti.
—Le dio una oportunidad para preguntar, como muchas personas hacían, por qué llamaba la policía, pero ella no dijo nada—. La llamo en relación con alguien que trabajaba para su organización, Alba Libera.
—De nuevo ella se abstuvo de hablar—. Costanza Altavilla.
Esta vez Brunetti decidió no decir nada más y esperó hasta que ella preguntó:
—¿En qué puedo serle útil,
commissario?
Hablaba bajo, y su voz no permitía adivinar su edad, como tampoco se apreciaba acento alguno. Era una mujer que se expresaba en un italiano preciso. Eso es todo cuanto él pudo juzgar.
—Me gustaría hablar con usted sobre la
signora
Altavilla.
—¿Con qué fin? —preguntó en tono neutro, con curiosidad pero nada más.
Brunetti decidió mostrar sus cartas y dijo:
—Para averiguar si existe alguna razón para considerar con más detenimiento su muerte.
Ella dilató la respuesta unos momentos, pero al cabo preguntó, con una voz que seguía sin revelar nada:
—¿Significa eso que la información de la prensa era errónea y que no murió de un ataque al corazón,
commissario?
—No, no cabe duda de que el ataque al corazón fue la causa de su muerte —dijo. Luego, una vez sentado lo anterior, añadió—: Siento curiosidad por las posibles circunstancias de ese ataque.
Dirigió una mirada a la
signorina
Elettra, quien hacía todo lo posible por aparentar que no sentía un interés extraordinario por la conversación que Brunetti sostenía.
—¿Y le gustaría hablar conmigo? —preguntó la
signora
Orsoni.
—Sí.
—En este momento no estoy en la ciudad.
—¿Cuándo regresa?
—Quizá mañana.
—¿Y si le digo que sería urgente que hablara con usted?
—Le respondería que lo que yo estoy haciendo también es urgente—declaró, sin ofrecer una explicación.
Tablas.
—Entonces la llamaré de nuevo —dijo Brunetti, en tono muy agradable, como si la estuviera invitando a almorzar.
—Bueno —contestó su interlocutora, y colgó.
Él colgó a su vez, miró a la
signorina
Elettra y dijo:
—Demasiado ocupada para verme.
—Me han dicho que Maddalena no es de las que se amedrenta fácilmente.
—¿Ha leído los informes? —preguntó Brunetti, cuyo interés y respeto por la costumbre de la
signorina
Elettra de leer con atención y escepticismo todos los documentos oficiales superaban todos los escrúpulos que él pudiera abrigar por su condición de civil.
Ella asintió.
—¿Y?
—Los técnicos fueron concienzudos —dijo. Brunetti pensó que era mejor renunciar a hacer un comentario, lo que la animó a añadir—: Las señales en la garganta y en la espalda y el traumatismo de la espalda me llamaron la atención.
—Y a mí —admitió Brunetti, que decidió seguir siendo cauteloso y no revelar nada de lo que Rizzardi le había dicho privadamente.
La mirada de ella era penetrante, pero su voz sonó tranquila al decir:
—Qué lástima que estas cosas se le escapen al doctor.
—Suele darse el caso.
—Claro.
—Por su inflexión, Brunetti no se hizo una idea de si estaba afirmando o formulando una pregunta sobre la opinión de Rizzardi. Ella continuó—: Usted habló con la monja de la
casa di cura
de Bragora.
Esta vez no cabía duda de que se trataba de una pregunta.
—Sí.
—¿Y? —preguntó, demostrando que dos podían jugar a los monosílabos.
—La monja con la que hablé la tenía en alta consideración. La madre superiora parecía comunicativa, pero... —empezó, pero luego se desvió, inseguro de cómo admitiría ella el peor de sus prejuicios. La
signorina
Elettra no le prestó ninguna ayuda, y así, al cabo de unos instantes, él se vio obligado a continuar—. Pero es del sur, así que advertí cierta...
—¿Reticencia?
—Sí. Vianello estaba conmigo.
—Eso suele ayudar. Con las mujeres.
—Esa vez no. Quizá porque éramos dos. Y éramos altos.
Se lo quedó mirando como si lo examinara por primera vez.
—Nunca creí que ustedes fueran particularmente altos —dijo y volvió a mirarlo—. Pero quizá lo sean. ¿Cómo era ella de baja?
Brunetti, poniendo la mano horizontal, se la llevó a la altura del pecho.
La
signorina
Elettra asintió. Brunetti advirtió que la animación abandonaba su rostro y que fijaba la mirada en otra parte, dos cosas que él había observado que hacía cuando algo captaba su atención. La conocía lo bastante como para esperar a que reanudara la conversación. Cuando lo hizo, dijo:
—A menudo he pensado que las monjas tienen una reacción diferente ante los hombres.
—Diferente ¿en qué sentido o respecto a quién?
—Diferente de las mujeres... —hizo una pausa, obviamente incapaz de encontrar la expresión adecuada— de las mujeres que los encuentran atractivos.
—¿Quiere decir de una manera romántica?
Ella sonrió.
—Qué delicadamente lo plantea,
commissario.
Sí, «de una manera romántica».
—¿Y qué es lo diferente?
—A nosotras nos asustan menos —respondió al instante, pero luego añadió—: O quizá sea probable que nosotras confiemos más en ellos porque estamos más familiarizadas con el funcionamiento de sus mentes.
—¿Cree usted que las mujeres nos entienden?
—Es un recurso para la supervivencia,
commissario.
—Sonrió al decirlo, pero luego su rostro se puso serio y prosiguió—: Acaso la diferencia se deba realmente a que vivimos con los hombres, tratamos con ellos a diario y nos enamoramos de ellos y dejamos de amarlos. Creo que eso debe minimizar nuestra sensación de que son algo ajeno.
—¿Ajeno? —preguntó Brunetti, incapaz de disimular su sorpresa.
—Diferente, en todo caso.
—¿Y las monjas? —inquirió, devolviéndola al comienzo de lo que la había llevado por aquel camino.
—Queda cerrada toda una zona de interacción. Llámelo usted flirteo si quiere,
dottore.
Quiero decir toda la zona en la que andamos jugando con la idea de que la otra persona es atractiva.
—¿O sea, que las monjas no sienten eso? —preguntó Brunetti, interrogándose por el uso que ella había hecho de la palabra «jugar».
La
signorina
Elettra se encogió levemente de hombros.
—No tengo idea de si lo sienten o no. Por su bien espero que sí, porque si una consigue reprimirlo, entonces algo va mal.
—Se puso en pie bruscamente, sorprendiéndolo y, según él mismo se percató, decepcionándolo al no querer continuar con el asunto. De pie junto a su silla, dijo—: Según usted, la monja se mostraba reservada. Si no era por sus sentimientos respecto a los hombres, y creo que a cualquiera le costaría encontrar amenazador a Vianello, entonces quizá fuera porque es una meridional o porque hay algo que no quiere que usted sepa. Yo en ningún caso excluiría esa posibilidad.
Sonrió y se fue, dejando a Brunetti para que considerase por qué no había dicho de él que resultaría difícil encontrarlo amenazador.
Levantó la vista y vio en la puerta al teniente Scarpa. Brunetti se esforzó en disimular su sorpresa y lo saludó:
—Buenos días, teniente.
Nunca podía mirar al teniente sin que la palabra «reptil» acudiera a su pensamiento. Eso no tenía nada que ver con el aspecto del teniente, pues sin duda era un hombre apuesto: de buena estatura y delgado, con una nariz prominente y ojos muy separados sobre unos pómulos altos. Quizá tenía que ver con cierta sinuosidad en la forma de moverse, un defecto que le impedía levantar plenamente los pies al andar, lo que daba lugar a que sus rodillas parecieran serpentear. Brunetti se resistía a admitir que atribuía aquello a su creencia de que en el interior del hombre no había nada más que la frialdad helada que se encuentra en los reptiles y en las lejanías del espacio.
—Siéntese, teniente —lo invitó Brunetti, y puso las manos sobre su escritorio, en un gesto de cortés expectación.
El teniente hizo lo que se le pedía.
—He venido a pedirle consejo,
commissario
—dijo, suavizando las consonantes a su manera siciliana.
—¿Sí? —preguntó Brunetti en un tono rigurosamente neutro.
—Es acerca de dos de los hombres de mi brigada.
—¿Sí?
—Alvise y Riverre —dijo Scarpa, y la sensación de peligro de Brunetti no hubiera podido ser más acusada si el hombre hubiera emitido un silbido.
Brunetti compuso una expresión de tibio interés, preguntándose qué habrían hecho ahora aquellos dos payasos, y repitió:
—¿Sí?
—Son imposibles,
commissario.
En Riverre se puede confiar para contestar al teléfono, pero Alvise no es capaz ni de eso.
Scarpa se adelantó y apoyó la palma de la mano en la mesa de Brunetti, un gesto que sin duda había aprendido a hacer cuando quería dar a entender sinceridad y preocupación.
Brunetti no podía dejar de estar muy de acuerdo con aquella afirmación relativa a los dos hombres. Riverre, sin embargo, tenía cierto gancho para hacer hablar a los adolescentes, sin duda por un sentimiento de compañerismo. Pero Alvise era, para decirlo en pocas palabras, un caso perdido. O concretamente en tres: estúpido sin remedio. Recordó que Alvise había pasado meses trabajando en un proyecto especial con Scarpa unos años antes: ¿el pobre bobo tropezó con algo que pudiera comprometer al teniente? En tal caso, habría sido demasiado estúpido para darse cuenta, o de lo contrario toda la
questura
se hubiera enterado el mismo día.