Testamento mortal (19 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

Algo que pudo haber sido una sonrisa destelló en el rostro del doctor, pero su boca era demasiado delgada para que se reflejara en sus labios.

—¿Quiere decir si creo que todo el mundo hablaba con ella?

—Sí.

—No lo sé. Dependería de la persona. Pero, como usted sabe, a los viejos les gusta hablar, y lo que más les gusta es hablar de sí mismos. De nosotros mismos. La he visto con ellos, y creo que la mayoría le hablaría con libertad. Y si pensaban que realmente ella podría perdonarlos, entonces...

Su voz se apagó. Brunetti no pudo resistir por más tiempo su curiosidad.

—¿Y a usted?

Pugnó por mover la cabeza, pero cuando no lo consiguió, dijo:

—No.

—¿Por qué?

—Porque, al igual que usted,
signore
—dijo el doctor, y esta vez la sonrisa sí alcanzó sus labios—, no creo en la absolución.

17

De pronto a Brunetti se le ocurrió preguntarse cómo aquel hombre condenado a permanecer en la cama había conseguido ver a la
signora
Altavilla en compañía de otras personas.

—¿Es algo que usted observó,
dottore?

El doctor tardó un rato en contestar.

—No siempre he estado así —se limitó a responder, como para aclarar que el momento de las explicaciones había pasado, y que aquel hecho era lo único para lo que ahora tenía tiempo. Brunetti guardó silencio tanto rato que el doctor dijo—: Creo que estaría usted más cómodo si se sentara.

Brunetti acercó a la cama una silla de respaldo recto e hizo lo que se le había dicho. Era como si Grandesso, y no Brunetti, se hubiera relajado. Sus labios se cerraron una vez, dos veces, pero luego se abrieron y dijo:

—Yo estuve sentado junto a ella cuando la gente le contaba cosas que más hubiera valido que se guardara.

—Y luego, antes de que Brunetti pudiera preguntar, añadió—: A los médicos les corresponde guardar secretos.

Sonriendo, Brunetti comentó:

—Imagino que eso se le da bien, doctor.

El
dottor
Grandesso empezó a devolverle la sonrisa, pero luego su rostro se contrajo en un gesto de dolor. Los tendones de su mandíbula se tensaron varias veces, y Brunetti creyó oírle rechinar los dientes, aunque no estuvo seguro. De los ojos del hombre brotaron lágrimas que resbalaron por sus mejillas. Brunetti medio se levantó de la silla, sin saber si tomar la mano del doctor o pedir ayuda, pero entonces el rostro del yacente se relajó. La mandíbula se aflojó y abrió la boca. Jadeó varias veces y luego se fue calmando, aunque todavía tuvo que esforzarse por coger suficiente aire para respirar.

—Hay algo que yo pueda... —empezó a decir Brunetti.

—No —respondió entre jadeos—. No se lo diga a ellas, por favor.

Brunetti asintió con la cabeza, incapaz de responder.

—Nada de hospital... —dijo el doctor, sin dejar de jadear—. Es mejor aquí.

Su voz llegaba en breves rachas, separadas por largas respiraciones. Cerró los ojos de nuevo, y esta vez su rostro se distendió y el torturado sonido de su respiración cesó.

Por un instante, Brunetti temió que aquel hombre muriese ante sus ojos, sin que él pudiera evitarlo. Luego oyó otra de aquellas prolongadas respiraciones, pero más suave. Permaneció sentado, inmóvil, y observó al doctor hasta estar seguro de que se había dormido. Tan silenciosamente como pudo, Brunetti se puso en pie y retrocedió hacia la puerta. Salió al corredor, dejando la puerta abierta de tal modo que el durmiente pudiera ser visto.

El corredor estaba vacío. El entrechocar de platos y el rumor del agua corriente llegaba de detrás de la puerta cerrada de la cocina. Brunetti se apoyó en la pared. Echó la cabeza atrás hasta tocarla y permaneció así unos minutos.

Una de las novicias de tez oscura salió de la cocina y tomó la dirección opuesta. Al oír sus pasos, Brunetti se volvió hacia ella:

—Perdone —dijo, y se apartó de la pared.

Ella le sonrió al verlo.

—Sì, signore?
¿Cómo está el
dottore
Grandesso?

—Descansa.

Le agradó oír eso y dio media vuelta para irse. Brunetti, indeciso todavía sobre cómo debía dirigirse a ella, se obligó a preguntar:

—¿Podría decirme dónde encontrar a la
signora
Sartori?

Vestía el hábito de novicia, de modo que no podía llamarla
«suora»,
pero había renunciado a que la llamaran
«signorina».

—Ah, no sé si está para recibir visitas —dijo, y luego añadió en tono de incomodidad—: Ahora sólo la visita su marido. Según él, se alterará si tiene a otras personas en su habitación, y no quiere molestarla.

Brunetti se preguntó cuándo había empezado el «ahora».

—Ah —respondió, exteriorizando su decepción—. El hijo de la
signora
Altavilla me pidió que tratara de hablar con las personas más próximas a su madre, y que les dijera lo importante que fueron para ella —le explicó con la sonrisa desenvuelta de un viejo amigo de la familia. Miró su rostro en busca de signos de que lo creía o de conmiseración, y cuando vio los primeros, añadió—: Me dijo que estaba seguro de que ella hubiera querido que los conociera.

—En ese caso supongo que todo está bien.

La novicia se permitió sonreír, revelando una resplandeciente dentadura blanca, cuya perfección se veía aumentada por el contraste con su tez oscura. Brunetti se preguntó cómo le podían haber «molestado» a alguien las visitas de la
signora
Altavilla o cómo alguien pudo considerarlas a esa luz. Pero no dio muestras de su inseguridad cuando la joven le pidió que la siguiera a la habitación de la
signora
Sartori.

La puerta de esa habitación también estaba abierta. La novicia entró directamente, sin anunciarse ni ella ni al hombre que la seguía. La mujer a la que Brunetti había visto comer con tan solitaria intensidad estaba sentada ahora en una modesta silla frente a la única ventana de la habitación. Miraba la ventana de enfrente, que tenía los postigos cerrados, o quizá el muro en que aquélla se abría. Su rostro permanecía inerte, y Brunetti lo vio también esta vez de perfil. El lápiz de labios seguía siendo rojo brillante y parecía recién aplicado.

—Signora
Sartori —dijo la novicia—. Le he traído una visita.

La mujer permaneció concentrada contemplando el muro.

—Signora
Sartori —intentó de nuevo—. Este caballero ha venido a hablar con usted.

Tampoco hubo respuesta.

Se produjo un ruido detrás de ellos, y cuando se volvieron vieron a la otra novicia de piel oscura —la que a Brunetti le hizo pensar en una estatua tolteca— quien, con las manos bajo el escapulario, dijo:

—Sor Giuditta necesita que la ayudes en la cocina.

Dirigió una sonrisa nerviosa a Brunetti, insegura de si debía decirle algo también a él.

En vista de que la reclamaban, la primera novicia juntó las manos, miró a Brunetti, luego a su compañera y después, de nuevo, a la
signora
Sartori. Brunetti se invistió con un aire de mando circunstancial y dijo:

—Muy bien. Vaya usted a hablar con
suora
Giuditta. Yo la esperaré aquí.

Para demostrar lo paciente que era, y como para afirmar su intención de permanecer en la habitación, miró alrededor y optó por sentarse en una silla a la izquierda de la puerta, a una segura y clara distancia de la mujer junto a la ventana.

Ante semejante manifestación de autoridad masculina, ambas muchachas —pues apenas eran más que eso— asintieron y abandonaron la habitación, dejándolo solo con la
signora
Sartori. O a ella con él.

Se sentó en silencio, tratando de captar lo consciente o inconsciente que ella era de su presencia. Conforme pasaba el tiempo empezó a sospechar que percibía su presencia como él la de ella. Dejó pasar más tiempo. De vez en cuando pasaba alguien frente a la puerta, pero como Brunetti estaba sentado a un lado, nadie reparó en él. Nadie se detuvo para mirar dentro, ni acudió nadie a hablar con la
signora
Sartori. Al cabo de unos diez minutos, Brunetti empezó a sospechar que las novicias se habían olvidado de él o que, quizá, daban por seguro que se había marchado.

Volvió a pensar en las mesas del comedor y en el asiento que había escogido. Se sentó a la izquierda de la
signora
Cannata, en la silla más cercana a la
signora
Sartori. Ésta hubiera podido oír fácilmente lo que hablaron tras la marcha de las otras dos personas. Tan concentrada había estado en su comida que a él ni se le ocurrió que pudiera haber dedicado su atención a otra cosa. Por otra parte, le había dicho poco a la
signora
Cannata, nada como para despertar el interés o estimular la curiosidad.

El silencio y el transcurrir del tiempo empezaron a pesarle, pero se obligó a permanecer silencioso y tranquilo.

La voz, cuando se dejó oír, era áspera. La voz de alguien que ya no está acostumbrado a hablar mucho:

—Era una buena mujer.

¿Cuántas veces iba a oír eso?, se preguntó Brunetti. Nunca lo había puesto en duda, y nada de cuanto había oído sobre ella le hizo sospechar que no fuera cierto. Los acontecimientos, sin embargo, habían situado a la
signora
Altavilla más allá de toda crítica, de tal modo que ahora importaba poco si había sido o no buena persona ni quién sostenía que lo fue.

—Comprendía las cosas. Por qué la gente hace cosas.

Hablaba en un dialecto tan cerrado que un no veneciano hubiera tenido que esforzarse para entenderla. Asintió a su propia afirmación una y otra vez, pero sin mirar en dirección a Brunetti. Con una voz enteramente distinta, dijo:

—Tuvimos que hacerlo.

—Y dejó que la última palabra se extinguiera en el silencio.

—A veces es duro saber —aventuró Brunetti.

—Nosotros sabíamos —se apresuró a contestar, a la defensiva.

—Desde luego.

Entonces se volvió a mirarlo.

—¿Es usted amigo de él?

Brunetti emitió un sonido que no comprometía a nada.

—¿Lo ha mandado él?

Al igual que una mala actriz, entrecerró los ojos al formular esa pregunta, como para demostrar que era una persona al mismo tiempo suspicaz e inteligente que sabría si la engañaban. Al ver enteramente su rostro por vez primera, Brunetti se sorprendió de lo amplio que era y de la amplitud de la boca. Dos profundas arrugas verticales discurrían junto a ella, y una tercera, ésta horizontal y en mitad de la barbilla, hacían parecer su cara como la de una muñeca de madera, un parecido que acentuaban la impasibilidad de su mirada y sus ojos azules, extrañamente redondos.

—No,
signora,
no me ha mandado —respondió Brunetti, sin saber de quién estaban hablando—. He venido a verla, como también a la
signora
Cannata, para decirles lo importante que fue su amistad para la
signora
Altavilla, y cuánto las quería.

Debía preferir lo que veía al otro lado de la calle, pues volvió allí la mirada. Brunetti dejó pasar algo de tiempo. En el tono propio de una conversación completamente normal, como a medio camino entre una pregunta y un recordatorio, dijo:

—Usted le contó lo que hizo.

Sus palabras parecieron descargar un golpe, pues ella se encorvó y juntó los puños en el centro del pecho, pero no volvió el rostro hacia él.

Como de pasada, a la manera de un viejo refrán relativo a la conducta de los niños, Brunetti comentó:

—Creo que eso ayuda: ser capaz de contar a las personas lo que hicimos y por qué lo hicimos. Hablar de ello contribuye a alejarlo.

A Brunetti hablarle le parecía como tratar de encargar una comida con un menú escrito en una lengua que uno no conocía: podía descubrir una o dos palabras familiares, pero no tenía idea de lo que iban a servirle después de pronunciar esas palabras.

—Se avecina el conflicto —dijo ella, dirigiéndose a la ventana del otro lado de la calle.

Como convocado por sus palabras, un hombre cruzó la puerta. Era mayor que la mujer, bien entrado en los ochenta años, uno de esos tipos corrientes que se ven en los bares: achaparrado, con la nariz gruesa por décadas de mucho beber, y un poco torcido por años de vida disipada. Su cabello ralo, teñido de caoba oscuro, era más largo en un lado de la cabeza. Lo llevaba cuidadosamente peinado sobre su cráneo calvo, y mantenido en su lugar por alguna clase de gomina brillante que hacía parecer su cabeza como si la hubieran pintado o aceitado recientemente y, luego, le hubieran puesto reflejos con pintura oscura.

Entró en el preciso momento que ella hablaba, como si su llegada fuera una respuesta a sus palabras. Se detuvo en seco al ver a Brunetti en la silla junto a la puerta.

—¿Quién es usted? —preguntó airadamente, como si Brunetti lo hubiera provocado y él no estuviera dispuesto a tolerarlo por más tiempo.

Como Brunetti no contestó en seguida, el hombre se adelantó unos pasos hacia él, se detuvo y plantó pesadamente los pies, dotándose de una firme base desde la que lanzar un ataque.

—Le he preguntado quién es usted.

Las venillas de sus mejillas y de su nariz enrojecieron, como si la ira las hubiera puesto en funcionamiento.

—¿Qué está usted haciendo aquí? —preguntó, mirando a la mujer, cuya atención había permanecido fija en la ventana.

La expresión del hombre se suavizó cuando la miró, pero ella lo ignoró y él no hizo movimiento alguno para acercársele. Se volvió de nuevo a Brunetti.

—¿La está molestando?

Brunetti se puso en pie despacio y adoptó un aire de ligero alivio. Se inclinó y estiró cuidadosamente las rodillas de los pantalones, para mostrar su preocupación porque no quedaran arrugados.

—Ah —exclamó, en un tono de desahogo para que resultara audible—, si es usted el marido de la
signora,
quizá podría proporcionarme la información.

Esto confundió al anciano, que inquirió:

—¿Quién cree que es para hacerme preguntas? ¿Y qué está haciendo aquí?

—Ante la negativa de Brunetti a responder, repitió, elevando la voz un poco más—: ¿Ha estado molestándola?

Se acercó a la mujer, colocando la masa de su cuerpo entre ella y Brunetti. Éste se echó la mano al bolsillo y sacó su cuaderno.

—Todo lo que hice fue tratar de plantearle una pregunta —dijo, dejando que la contrariedad se deslizara en su voz—, pero me di cuenta de que debería hablar con otra persona,
signore.

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