Testamento mortal (22 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

La
signora
Orsoni alzó la barbilla e inspiró, produciendo un ruido que Brunetti pudo oír desde el otro lado de la mesa.

—No, realmente no. Vamos, nunca me dijo nada de eso.

—Le dirigió una mirada valorativa, y continuó—: Por lo general esas mujeres hablan muy poco.

No ofreció más explicaciones, pero Brunetti tuvo la sensación de que le quedaba algo por decir.

—¿Pero? —la animó.

—Pero me llegó por otro conducto —admitió, volviendo a sumir a Brunetti en la confusión—. Una mujer que se alojó en su casa creía que Costanza estaba preocupada por algo.

—¿Qué dijo exactamente? —preguntó Brunetti, tratando de ocultar su impaciente interés.

Orsoni se frotó la frente, como para demostrar a Brunetti lo difícil que le resultaba recordar.

—Dijo que cuando fue a alojarse con ella, Costanza parecía una persona muy tranquila, pero luego, transcurridas unas semanas, un día llegó a casa agitada. Ella pensó que se le pasaría, pero el humor con que llegó pareció persistir.

—¿Adónde había ido? ¿Se enteró ella?

—Dijo que Costanza sólo iba a visitar a su hijo y a los ancianos de la residencia. Esos eran los únicos sitios a los que iba.

—¿Cuándo le contó eso?

—Cuando ya se marchaba, cuando yo la acompañaba al aeropuerto. Debió de ser hace un mes. Quizá después de eso a Costanza le mejoró el ánimo.

—Esa mujer ¿le preguntó al respecto?

La
signora
Orsoni puso las manos planas.

—Debe usted comprender cómo funcionan esas cosas,
commissario.
Usted llama a esas mujeres «huéspedes», pero no son tales. Se ocultan. Algunas salen a trabajar, pero en su mayoría permanecen en la casa, y lo único que pueden hacer es preocuparse por lo que les va a ocurrir.

—Lo miró para asegurarse de que le prestaba plena atención, y continuó—: Esas mujeres lo han pasado mal,
commissario.
Les han pegado y las han violado, y los hombres han tratado de matarlas, de manera que les resulta arduo inquietarse por los problemas ajenos.

—Hizo una pausa, como para medir la compasión que a él le inspiraba su relato—. Se les hace difícil incluso imaginar que personas como las que las acogen —que disponen de hogares y empleos, que carecen de apuros económicos y que no están en peligro— puedan tener problemas.

—Se lo quedó mirando desde el otro lado de la mesa—. Así que lo extraño no es que no le preguntara qué andaba mal, sino que llegara a darse cuenta de ello. El miedo limita a las personas —concluyó, y Brunetti pensó en la hermana.

—Dice usted que la acompañó al aeropuerto.

Sin manifestar sorpresa porque sus palabras no hubieran conseguido desviar la atención de Brunetti, dijo:

—Se fue. Ya se lo he dicho.

—¿Por qué?

—A su marido lo detuvieron.

—¿Por qué razón?

—Asesinato.

—¿De quién?

—De su amante.

—Ah —dejó escapar Brunetti, pero a continuación preguntó—: ¿Y entonces?

—Y entonces ella pudo regresar a su casa.

El tono de la
signora
Orsoni daba a entender que se trató de una decisión muy sencilla, incluso la obvia. Quizá lo fue.

—¿Quién acudió después?

Se la quedó mirando mientras ella respondía:

—Otra joven, pero se marchó antes de la muerte de Costanza.

—Hábleme de ella.

—Realmente no hay nada de que hablar. Sólo lo que me dijo.

—Ante el gesto invitador de Brunetti, continuó—: Es de Padua. Iba a la universidad allí y estudiaba economía.

—Hizo una pausa, pero Brunetti seguía esperando, así que añadió—: Su familia es muy... tradicional.

—Como Brunetti no respondió a esa palabra, prosiguió—: Así que cuando informó a los suyos de que tenía novio —empezó a contar—, el cual es de Catania..., le dijeron que tenía que elegir entre él o ellos.

—Sacudió la cabeza, como lamentando que sucedieran tales cosas en estos tiempos—. Y ella eligió al novio y se fue a vivir con él.

—¿Y cómo fue a parar a casa de la
signora
Altavilla? —preguntó, aunque sólo fuera para demostrar que su atención no había sido desviada por aquella historia de la joven, y que no le importaba lo tradicional que fuera su familia.

—Llamó a nuestra oficina de Treviso hará unas tres semanas. Fue después de que la policía le dijera que no podía hacer nada.

—Miró a Brunetti, que levantó la barbilla interrogativamente—. El novio. Dijo que hubo problemas desde el principio. Que era celoso y violento: le dio varias palizas, pero ella temía llamar a la policía.

—Suspiró y alzó las manos y los hombros en un gesto de exasperación—. Esa vez creyó que iba a matarla: así se lo dijo él. Estaban en la cocina cuando sucedió y, para protegerse, le tiró encima el agua de la pasta.

Brunetti pensó que parecía insólitamente pasiva al describir la escena.

—¿Y?

—Y se fue y llamó a la policía.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Acudieron al piso a hablar con él, pero no hicieron nada.

—¿Por qué?

—Porque era la palabra de él contra la de ella. Dijo que la chica había iniciado la discusión, y que él se limitó a defenderse.

—Al relatar los hechos, y aunque lo procuró, no consiguió disimular el menosprecio hacia la policía y la ira ante los prejuicios masculinos. Continuó, y finalmente expresó su opinión—: Además, ella es una mujer y él, un hombre.

—A Brunetti le sorprendió que se abstuviera de añadir: «Y siciliano.» Ante el silencio de Brunetti, prosiguió—: Vivían en Treviso y, como he dicho, llamó a nuestra oficina de allí. Creyeron que estaría segura aquí, en la ciudad. Está lo bastante lejos.

Tras considerar lo que acababa de decirle, Brunetti preguntó:

—¿Fue la policía la que le dijo eso?

Sus facciones parecieron contraerse.

—Hablé con alguien de nuestra oficina, y eso es lo que me dijeron.

Al cabo de un rato, Brunetti volvió a preguntar:

—Usted ha dicho que la
signora
Altavilla colaboró con usted durante varios años.

Resultaba evidente que la pregunta le había disgustado, pero acabó respondiendo:

—Sí.

—Y corría cierto riesgo.

—Cuando advirtió que ella se disponía a protestar, precisó—: Riesgo teórico. Pero aun así lo hacía de buen grado.

—Ella asintió, apartó la mirada y luego la dirigió de nuevo hacia él—. Usted ha dicho que esa mujer ya no está aquí. Y no había señal alguna de su presencia en el piso.

—La signora Orsoni volvió a asentir—. ¿Pudo haber regresado?

Con voz mesurada, desprovista de emoción, dijo:

—No tenía nada que hacer allí.

—¿Cómo puedo saber que eso es cierto?

—Porque se lo digo yo.

—¿Y si opto por no creerla?

Mientras aguardaba su respuesta, Brunetti captó el momento en que ella decidió irse; lo vio en sus ojos y luego lo oyó cuando arrastró los pies bajo la silla. Brunetti levantó una mano para atraer su atención y le preguntó en tono suave:

—Su organización es bastante conocida, ¿no?

Ella sonrió involuntariamente ante lo que tomó como un cumplido.

—Me gustaría pensar que sí.

—E imagino que la ciudad le da el apoyo que puede. Más la aportación de donantes particulares.

Su sonrisa era leve pero graciosa.

—Quizá se dan cuenta del mucho bien que hacemos.

—¿Cree que una mala publicidad cambiaría las cosas?

Brunetti lo preguntó con las mismas maneras suaves y con la apariencia de un auténtico interés.

Ella tardó un momento en asimilar lo que le había dicho.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué mala publicidad?

—Vamos,
signora.
No hay necesidad de disimular conmigo. La clase de mala publicidad a que daría lugar que los periódicos contaran que su sociedad coloca a una mujer en casa de una viuda —no, digamos que de una viuda veneciana—, y cuando la veneciana muere en extrañas circunstancias, a la mujer que usted colocó allí no se la encuentra por ninguna parte.

—Sonrió y dijo en un tono amistosamente coloquial—: No se puede evitar que la palabra «riesgo» acuda a la mente, ¿verdad?

—Luego, mucho más serio, continuó con su reconstrucción de los acontecimientos y de cómo serían percibidos, añadiendo algunos detalles para reforzar la idea—: Las circunstancias de su muerte no están claras, y la policía es incapaz de encontrar a esa mujer que fue colocada allí por Alba Libera.

—Apoyó el codo en la mesa y se sostuvo la barbilla con las manos—. Ésa es la clase de mala publicidad a la que me refería,
signora.

Se levantó. Brunetti creyó que iba a marcharse. Pero se quedó de pie y lo miró durante un rato. Luego sacó su
telefonino
y alzó una mano dándole a entender que esperara. Se apartó para situarse junto a la puerta, pero se volvió a mirar a Brunetti y salió fuera, donde marcó un número.

Brunetti pidió un vaso de agua mineral y bebió despacio, al tiempo que apartaba con el codo el plato que contenía el emparedado sin comer. Cuando acabó el agua, ella seguía sosteniendo el teléfono, y continuaba pulsando números.

Había un ejemplar de
Il Gazzettino
en la mesa de al lado, pero Brunetti no quiso ofenderla con una señal de impaciencia tan ostensible. Sacó su cuaderno y escribió unas pocas frases que sacaría en la conversación. Ocupado en ello, no oyó que se aproximaba a la mesa y no se percató de su regreso hasta que dijo:

—No contesta al teléfono.

20

Brunetti se levantó para acercarle la silla. Ella se sentó y se puso delante el
telefonino.

—No sé por qué no contesta. Puede ver quién llama —observó, en un tono que Brunetti halló forzado y artificioso.

Él volvió a su asiento y alcanzó el vaso, sólo para comprobar que estaba vacío. Lo hizo a un lado y dijo:

—Claro.

Miró el feo emparedado y luego a la
signora
Orsoni con expresión implacable. No hizo más comentarios.

—Me llamó —admitió la
signora
Orsoni.

—¿Quién? —preguntó Brunetti. La mujer no contestó, por lo que volvió a preguntar—: ¿Quién la llamó,
signora?

—La
signora...
Costanza. Me llamó.

Brunetti sopesó la debilidad de la
signora
Orsoni y preguntó:

—¿Por qué?

—Me dijo... Me dijo que había hablado con él.

—Miró a Brunetti, advirtió que no la seguía y aclaró—: Su novio.

—¿El siciliano? ¿Cómo la encontró?

La
signora
Orsoni apoyó los codos en la mesa y hundió la cabeza entre las manos. La sacudió varias veces atrás y adelante y, mirando la superficie de la mesa, dijo:

—La mujer lo llamó desde la casa, y luego, cuando él devolvió la llamada, Costanza contestó con su nombre y él le preguntó si podía hablar con ella.

A Brunetti le costó un momento abrirse paso entre los pronombres, pero parecía clarísimo que la mujer que se alojaba en casa de la
signora
Altavilla había sido lo bastante torpe como para telefonear a su novio desde la casa, y así él pudo leer el número del que procedía la llamada. Entonces le resultó fácil devolver la llamada y comprobar si la muchacha vivía allí.

—¿La amenazó?

La
signora
Orsoni acercó ambas manos hasta que formaron como un escudo sobre su frente, cubriéndole los ojos. Rechazó la pregunta.

—¿Qué quería?

Al cabo de un buen rato, contestó:

—Le dijo que todo lo que deseaba era hablar con ella. Podía escoger el sitio que quisiera para encontrarse. Le dijo que se reuniría con ella en la comisaría de policía o en el Florian, en cualquier lugar público donde se sintiera segura.

Dejó de hablar, pero no retiró las manos de la cara.

—¿Se reunió con él? —preguntó Brunetti.

Con el rostro todavía oculto, reconoció:

—Sí.

Percatándose de que importaba poco dónde tuvo lugar el encuentro, Brunetti preguntó:

—¿Qué quería?

Ella puso las manos en la mesa y apretó los puños.

—Dijo que deseaba advertirla.

El verbo sorprendió a Brunetti. Su mente dio un salto adelante. ¿Tenía aquel joven una perversa creencia en alguna demencial idea siciliana sobre el honor personal, y quiso advertir a aquella anciana para que se mantuviera fuera de la línea de tiro? ¿O quiso inventarse alguna historia sobre la mujer acogida en su casa?

—¿Qué ocurrió? —preguntó Brunetti, con una voz que hizo sonar tan tranquila como si le estuviera preguntando la hora.

—Dijo que eso es lo que él hizo: advertirla.

—¿Contra él mismo? —la interrumpió Brunetti, continuando con su composición del sorprendente escenario.

Su sorpresa fue evidente.

—No. Contra ella.

—¿Contra la mujer? ¿La que tenía en su piso?

—Sí.

Como un jugador de rugby que dejara caer el balón por un instante, Brunetti lo recogió, cambió de lado y empezó a correr en la dirección opuesta.

—¿Qué le dijo?

Ella apartó la mirada y la dirigió a la puerta, de donde procedía el ruido que habían hecho dos hombres al abrirla. Se quedaron quietos un momento y luego se les reunió un tercero, que arrojó un cigarrillo encendido a la calle. Los tres entraron en el bar y pidieron unos cafés. El rumor de sus voces les llegó a través del local: la áspera camaradería de unos trabajadores durante la pausa en su tarea.

—Signora?
—dijo, reclamando su atención.

—Que era una ladrona y que no debería tenerla en su casa.

Brunetti pudo advertir que le disgustaba repetirlo. Podía entenderla: la
signora
Orsoni había dedicado sus energías a salvar a mujeres en peligro de convertirse en víctimas de la violencia. Y ahora aquello.

—¿Qué sucedió?

Se sintió atrapada. Al comienzo no respondió, pero luego admitió:

—Era verdad.

—¿Cómo lo sabe?

—Él disponía de copias de artículos de periódico, de informes policiales.

—Al ver su sorpresa, explicó—: Se reunió con él a un lado del
campo.

—¿Qué decían los informes?

—Que era su táctica. Se mudaba a una ciudad, iniciaba una relación con un hombre y se iba a vivir con él o él se instalaba con ella. Luego suscitaba una discusión y se las arreglaba para que fuera violenta. Y cuando llegaba la policía...

—Se llevó los puños a los ojos, por vergüenza o para evitar que él viera su expresión—. Según él, era lo más efectivo: que los vecinos llamaran a la policía.

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