Testamento mortal (23 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

—Con voz tensa y decidida, continuó—: De ese modo ella era la víctima, la policía la ponía en contacto con uno de los grupos que ayudan a las mujeres maltratadas, la colocaban en una casa y permanecía en ella hasta que disponía de su propia llave y sabía qué había en esa casa. Entonces desaparecía con todo lo que podía cargar.

Mientras su voz sonaba entrecortada a causa de la indignación, Brunetti oía el entrechocar de las tazas y los platillos, las carcajadas y el tintineo de las monedas al caer. Luego, la puerta se abrió y se cerró, y los trabajadores se fueron.

Al volver el silencio al bar, su voz recuperó el tono.

—Él le contó eso a Costanza, le mostró los informes y le rogó que lo creyera.

—¿Y qué hubo de las quemaduras? —preguntó Brunetti. Como ella no parecía entender, aclaró—: Las causadas por el agua de la pasta.

La
signora
Orsoni recorrió con el anular una de las profundas grietas de la superficie de la mesa.

—Costanza dijo que aún cojeaba, pero que él no hizo ninguna referencia al respecto.

Se puso en pie, se acercó a la barra y regresó con dos vasos de agua, colocó uno ante Brunetti y volvió a sentarse.

—¿Cuándo fue eso,
signora?

Ella bebió medio vaso y luego lo depositó en la mesa. Dirigió una larga mirada a Brunetti antes de decir:

—El día antes de la muerte de Costanza.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó, ignorando el vaso que tenía delante.

—Costanza me llamó. Me llamó cuando regresó a casa después de hablar con aquel hombre, y me pidió, bueno, me dijo, que fuera a verla.

—Su respiración se hizo más rápida—. Acudí y me dio a leer los artículos y los informes de la policía.

—¿Adónde fue el hombre?

—Según ella, tan sólo quería prevenirla y mostrarle el peligro que corría, y una vez que lo hizo, le dio las gracias por escucharlo y se marchó. Eso fue todo. Le bastó con ver que ella le creía. Dijo que muchas personas no le creían porque es siciliano.

—Se permitió un prolongado silencio, que secundó Brunetti y que se prolongó hasta que finalmente apostilló—: Me dijo que parecía amable.

El rostro de la
signora
Orsoni se ensombreció, y Brunetti tuvo el buen sentido de no hacer ningún comentario. En lugar de eso, preguntó:

—¿Y qué pasó?

—Costanza me sugirió que llamara a la mujer y le dijera que tenía que hablar con ella.

—¿Y lo hizo?

Ella exteriorizó su enfado.

—Desde luego que lo hice. ¿Acaso tenía otra opción?

—Recuperó el control y continuó—: Le encargué un trabajo consistente en pasar un día con una anciana. Sin hacer nada, en realidad, salvo prepararle el almuerzo y quedarse allí por si pasaba algo.

—Comprendo. ¿Y luego?

—Le pedí que volviera cuando la hija de la anciana regresara a casa de su trabajo, a las cuatro, y dijo que lo haría.

—¿Y?

—Cuando volvió le dije que teníamos que trasladarla a otra ciudad.

—¿La creyó?

Se encogió de hombros.

—No lo sé.

—¿Qué ocurrió?

—Se fue a su habitación e hizo el equipaje.

—¿La acompañó usted?

—No. Nos quedamos en la sala de estar. Ella se fue a su habitación e hizo la maleta.

Iba a seguir hablando, pero algo que leyó en el rostro de Brunetti pareció imponerle silencio.

—¿No sospechó nada?

—No lo sé. Me da igual.

—¿Y qué pasó después?

—Vino con su maleta, le dijo adiós a Costanza, le entregó su llave y abandonó el piso.

—¿Y qué más?

—Tomamos el
vaporetto
hasta la estación del ferrocarril y fuimos juntas a la taquilla. Le pregunté adónde quería ir.

—De modo que para entonces ella ya se había dado cuenta de lo sucedido.

—Lo supongo —respondió la
signora
Orsoni, y Brunetti sintió una punzada de irritación ante sus evasivas.

—¿Y?

—Y le saqué un billete para el último tren a Roma. Sale poco antes de las siete y media.

—¿La vio tomar el tren?

—Sí.

—¿Esperó a que arrancara?

No intentó disimular su creciente enojo.

—Pues claro que sí. Pero también pudo bajarse en Mestre.

—Y devolvió la llave.

—Costanza no tuvo ni que pedírsela —explicó, y luego añadió, casi con satisfacción—: Pero pudo haberse hecho un duplicado.

Brunetti no hizo ningún comentario a eso, y preguntó:

—¿Cómo se llama?

—La vio dudar, y supo que si se negaba a responder la sometería a interrogatorio. Antes de que ella pudiera decir algo, añadió—: ¿Y el hombre? El siciliano.

—Gabriela Pavon y Nico Martucci.

—Gracias —dijo, y se puso en pie—. Si necesito otra información la llamaré y le pediré que acuda a la
questura.

—¿Y si me niego?

Brunetti no se molestó en contestar.

21

Brunetti se sintió aliviado al librarse de ella, admitiendo sólo entonces lo poco simpática que le había resultado aquella mujer. Sus medias verdades y sus dilaciones para manipularlo lo molestaban; y, lo que era peor, parecía preocupada por la muerte de la
signora
Altavilla únicamente en la medida en que era una fuente de culpa para sí misma o un potencial peligro para su Alba Libera, de ridículo nombre. Qué poco se preocupaba por la gente aquellos que pretendía ayudar a la humanidad.

Meditó sobre aquellas cosas mientras emprendía el camino de regreso a la
questura,
pero entonces, como emergiendo de un sueño, se dio cuenta de repente de la mucha luz que había arrojado aquel día. Miró su reloj y se sorprendió al comprobar que eran casi las cinco. Le pareció una tontería volver a la
questura,
pero no cambió la dirección de sus pasos, contemplándolos desde arriba mientras caminaba lentamente como un animal que regresa al establo. Una vez en la
questura,
se dirigió al despacho de la
signorina
Elettra y la encontró sentada a su mesa, leyendo el que parecía el mismo libro que había observado la última vez. Ella levantó la vista cuando lo oyó entrar y, como distraídamente, cerró el libro y lo deslizó a un lado. Sonriendo, dijo:

—Tiene el aspecto de alguien que se ha traído más trabajo.

—Acabo de hablar con la directora de Alba Libera.

—Ah, Maddalena. ¿Qué piensa de ella? —preguntó con total neutralidad, sin ofrecer indicio alguno de cuál podía ser su propia opinión.

—Que le gusta ayudar a la gente —respondió Brunetti con idéntica neutralidad.

—Parece un deseo muy meritorio —concedió la
signorina
Elettra.

Brunetti se preguntó cuándo alguno de los dos se daría por vencido y expresaría una opinión.

—Me recuerda un poco a esas mujeres de las novelas del siglo XIX interesadas en el progreso moral de sus inferiores —dijo ella.

Por un momento, Brunetti sopesó la posibilidad de que más de una década expuesta a la visión del mundo del propio Brunetti hubiera afectado la de la
signorina
Elettra, pero luego se dio cuenta de lo pretencioso que resultaba eso. Sin duda ella tenía sus propias y amplias reservas de escepticismo.

Impaciente de pronto por tanta charla, dijo:

—Una de las mujeres a las que ayudó se alojó en casa de la
signora
Altavilla hasta la noche anterior a su muerte, pero resulta que esa mujer había estado en otras casas en similares circunstancias...

—¿Y se había largado con el dinero? —bromeó la
signorina
Elettra.

—Algo así.

Observó su sorpresa y le agradó el hecho de que se sorprendiera.

—¿Su nombre? —preguntó.

—Gabriela Pavon, aunque dudo mucho de que sea ése su verdadero nombre. Y el hombre del que supuestamente se escondía es Nico Martucci, un siciliano. Ése sí es probable que sea su verdadero nombre. Vive en Treviso.

—Cuando ella empezó a escribir los nombres, Brunetti la interrumpió—: No se moleste. Tengo un amigo en Treviso que puede decírmelo. Eso ahorrará tiempo.

Se volvió para marcharse, pero ella dijo, señalando unos papeles que tenía encima de la mesa:

—He encontrado algunas cosas sobre la
signora
Sartori y sobre el hombre que vivía con ella.

—¿O sea, que no están casados?

—No, según los registros de la residencia. La totalidad de la pensión que percibe ella va a parar a la institución, y el resto lo paga su compañero, Morandi.

—Luego, percibiendo la sorpresa de Brunetti añadió—: Él no debería pagar, puesto que no están casados. Pero paga.

Brunetti pensó en el hombre de rostro enrojecido al que conoció en la habitación de la
signora
Sartori. Recordando lo que él y su hermano habían tenido que pagar por su madre todos aquellos años, preguntó:

—¿Cuánto cuesta?

—Dos mil cuatrocientos al mes.

—Luego, cuando él alzó las cejas, la
signorina
Elettra aclaró—: Es una de las mejores de la ciudad.

—Levantó una mano y la dejó caer—. Y ésos son los precios.

—¿A cuánto asciende su pensión?

—A seiscientos euros. Se jubiló cuatro años antes de la edad, de modo que no tiene derecho a percibir la totalidad de la pensión.

Antes de ponerse a hacer cálculos, Brunetti preguntó:

—¿Y la pensión del hombre?

—Quinientos veinte.

O sea que, sumadas, sus pensiones apenas cubrían la mitad del coste. El hombre no le había parecido adinerado ni, Brunetti hubo de admitirlo, tampoco ella. Si él era lo que parecía, un pensionista obligado a pagar los servicios públicos, el alquiler y los alimentos, ¿de dónde sacaba el dinero para la residencia?

La
signorina
Elettra cogió los papeles y se los alargó a Brunetti, que se sorprendió al encontrar bastantes hojas. ¿Qué pudieron hacer a lo largo de sus vidas dos ancianos como aquellos?

—¿Qué hay aquí? —preguntó, sosteniendo las hojas con un gesto deliberadamente exagerado.

Con su expresión más sibilina, la
signorina
Elettra observó:

—Sus vidas han sido moviditas.

Brunetti se permitió distenderse en una sonrisa, al parecer por primera vez aquel día. Agitó los papeles y anunció:

—Les echaré un vistazo.

Ella asintió y dirigió su atención a su ordenador.

Una vez en su despacho, marcó el número de su casa.

Paola contestó con un
«Sì»
tan impaciente como para desanimar al teleoperador más curtido o para amedrentar a sus hijos, a fin de que se dieran prisa en regresar a casa y ordenar sus habitaciones. Él no pudo contenerse y recitó:

—«Y se deja oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola.»

—Guido Brunetti —dijo, con una voz no más amistosa que la que había sonado con aquel impersonal
«Sì»
—, no me empieces con tus citas bíblicas.

—Leo el
Cantar de los cantares
como literatura, no como texto sagrado.

—Y lo usas como provocación.

—Me limito a seguir la tradición de dos mil años de apologistas cristianos.

—Eres un hombre perverso y pesado —dijo ella con una voz más ligera, y él supo que el peligro había pasado.

—Soy un hombre perverso y pesado al que le gustaría llevarte a cenar.

—¿Y perderte unos
turbanti di soglie,
comidos en paz en tu propia mesa, en medio de la gozosa armonía de tu familia? —preguntó Paola, dejándolo con la duda de si había cambiado su talante al pensar en su presencia o en la comida.

—Procuraré llegar a tiempo.

—Bueno —replicó, y él pensó que estaba a punto de colgar, pero añadió—: Me alegra que estés aquí.

Luego colgó, y Brunetti se quedó con la sensación de que la temperatura de la habitación acababa de aumentar o que, de algún modo, la luz era más intensa. Más de veinte años, y ella todavía podía hacerle aquello, pensó. Sacudió la cabeza, buscó el número de su amigo en Treviso y llamó.

Tal como había sospechado, el nombre de la mujer no era Gabriela Pavon: la policía de Treviso pudo darle seis alias utilizados por ella, cuyas huellas dactilares estaban por todas partes en el piso que había compartido con su compañero, pero no pudieron facilitarle el verdadero nombre. El siciliano

—Brunetti se dijo que tenía que dejar de llamarlo así y, lo que era más importante, dejar de pensar de él de aquel modo— enseñaba química en una escuela técnica y no tenía antecedentes delictivos. Según la policía de allí, él fue la víctima de un delito. No había rastro de la mujer, y el amigo de Brunetti estaba resignado a sospechar que no lo habría hasta que cometiera el mismo delito en alguna otra parte del país.

Brunetti le contó lo que la mujer había hecho en Venecia, y su fatigado amigo le pidió que enviara un informe, «aunque eso no suponga ninguna diferencia», puesto que ella no había cometido delito alguno.

Después de colgar, Brunetti dirigió su atención a los papeles que la
signorina
Elettra le había dado. La
signora
Maria Sartori había nacido en Venecia ochenta años antes; Benito Morandi, ochenta y tres. El nombre de pila del hombre llamó la atención de Brunetti: comprendía bien qué clase de familia hubiera llamado Benito a su hijo en aquellos años. Pero la visión de ambos nombres juntos espoleó la memoria de Brunetti, como si de pronto Ginger hubiera redescubierto a su Fred. O Bonnie a su Clyde. Apartó la vista de los papeles, concentró su memoria y no sus ojos, y siguió el flujo serpenteante de sus recuerdos. Algo acerca de una persona anciana, ninguno de ellos; de otra persona anciana, y de cuando ellos no eran viejos. Era un recuerdo de su vida, de antes de trabajar, de antes de Paola y de todo lo que siguió al momento de conocerla. Se encontró pensando que su madre se acordaría; su madre tal como había sido en otro tiempo.

Marcó el número de
telefonino
de Vianello. Cuando el inspector respondió, Brunetti le preguntó:

—¿Estás abajo?

—Sí.

—¿Quieres subir un minuto?

—Voy para allá.

La contemplación ayudaba. Brunetti se dirigió a la ventana, miró al otro lado del canal, dejando que los nombres le rondaran la mente, esperando que al juntarlos y luego separarlos acabaran por estimularle la memoria.

Vianello lo encontró así, con las manos apretadas a la espalda, sumido en profunda contemplación de la fachada de la iglesia o de la casa de tres pisos, tomada por gatos vagabundos, construida frente a aquélla.

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