Ella asintió, como si comprendiera, pero no necesariamente como si lo creyera.
Brunetti advirtió entonces algo que no había visto desde que era un niño de la escuela elemental: la monja desplazó su mano bajo su largo escapulario blanco y levantó las cuentas del rosario que llevaba al costado. Las sostuvo mientras miraba a Brunetti, y desgranó entre sus dedos una cuenta y luego otra. Él no tenía idea de si estaba rezando o tan sólo tocaba las cuentas para infundirse fuerza y consuelo. Finalmente, la monja se limitó a decir:
—¿Podría explicarse?
Como siempre hacía cuando la gente lo pillaba en una mentira, Brunetti compuso una sonrisa desenvuelta e informal.
—No sabremos lo que ocurrió hasta que concluya la inspección ocular en su piso.
—Y tampoco lo sabrán entonces, ¿no es así? Quiero decir con seguridad.
Brunetti vio que Vianello cruzaba y descruzaba las piernas, y luego también se ponía en pie. Se puso en jarras y se inclinó hacia atrás. Cuando de nuevo echó el cuerpo adelante, dijo:
—Madre, si pudiéramos usar uno de estos sillones para interrogar a la gente, creo que nos ahorraríamos mucho tiempo. Y tendríamos mucho más éxito.
Ella trató de contener una sonrisa, pero no lo consiguió. Luego los sorprendió a ambos diciendo, en el más puro veneziano,
«Ti xe na bronsa coverta».
Al oírla pasar sin esfuerzo de su italiano con acento al dialecto perfectamente pronunciado, ambos se sorprendieron y le dirigieron sonrisas de respuesta. Su afirmación era rigurosa: Vianello se parecía mucho a las brasas de un brasero tapado. Uno nunca sabía qué resplandor se ocultaba allí o qué luz podía brotar de su invisible silencio.
Como si desaprobara la disposición de ánimo que ella misma había propiciado y quisiera ponerle fin, borró su sonrisa. Dirigió la mirada al espacio entre ellos dos, y Brunetti advirtió que recuperaba su expresión de reserva.
—¿Qué le gustaría saber sobre Costanza?
El hecho de ponerse en guardia la avejentó: tensó la espalda, forzando los músculos que le habían permitido inclinarse hacia delante, y su rostro se distendió fatigadamente.
Vianello imitó a Brunetti y se sentó en el grueso brazo de su sillón. Sacó su cuaderno del bolsillo lateral, apretó el extremo de su bolígrafo y se preparó para tomar notas.
—No sabemos nada en absoluto de ella, madre Rosa —dijo Brunetti—. Su vecina y su hijo la elogiaron.
—No lo dudo.
Cuando parecía que no tenía nada más que decir, Brunetti continuó:
—Me gustaría saber algo de ella, madre.
De nuevo aguardó a que la monja dijera algo, pero no lo hizo.
—¿Era popular entre las personas de aquí? —preguntó, haciendo un gesto con la mano, como para abarcar la residencia entera.
La monja respondió casi enseguida:
—Era generosa con su tiempo. Estaba jubilada, creo que tendría unos sesenta y cinco años, así que tenía su propia vida, pero los escuchaba. Se llevaba a algunos de paseo, hasta la
riva,
incluso los embarcaba si querían.
Brunetti no dio indicio alguno de la sorpresa que lo embargó ante aquella súbita locuacidad. Ninguno de los dos hombres respondió, de modo que ella añadió:
—A veces se pasaba la mañana mirando pasar las embarcaciones mientras ellos hablaban, o se sentaba con ellos en sus habitaciones y los escuchaba. Les dejaba hablar durante horas, y prestaba siempre atención a lo que decían. Hacía preguntas, recordaba lo que le habían dicho en visitas anteriores.
—Hizo un gesto con la mano en dirección a la puerta de la habitación, imitando el de Brunetti—. Eso los hace sentirse importantes, creen que lo que dicen es interesante y que alguien lo recordará.
Brunetti se preguntó si ella se incluía entre quienes escuchaban y recordaban aquellas historias, o si la hacía sentir importante tener a alguien que recordara lo que decía.
—¿Los trataba a todos de la misma manera?
Advirtió que ella no estaba preparada para aquella pregunta y que no le gustó oírla. Quizá desaprobaba las amistades con los ancianos o quizá, sencillamente, desaprobaba las amistades.
—Sí. Claro.
Brunetti vio que apretaba el rosario con el puño: se acabó el distendido fluir de las cuentas.
—¿Ninguna amistad en especial?
—No —respondió al instante la monja—. Los pacientes no son amigos. Ella sabía el peligro que hay en eso.
Confuso, Vianello preguntó:
—¿Qué peligro?
—Muchos de ellos están solos. Y muchos tienen familias que están esperando que mueran para hacerse con su dinero o con sus casas.
—Aguardó un momento, como para comprobar si los impresionaba que una monja pudiera hablar con tan cruda claridad. En vista de su silencio, continuó—: El peligro consiste en que ellos se sientan demasiado apegados a las personas que los tratan bien. Costanza... —empezó, pero no terminó lo que iba a decir. En lugar de ello, volvió a su tema original y reconoció—: Los ancianos pueden ser muy difíciles.
—Lo sé —convino Brunetti, que omitió toda referencia a cómo había aprendido esa verdad. Luego, tras una breve pausa, prosiguió—: Pero me temo, y digo esto con todo respeto, que no me ha contado usted mucho sobre ella.
La madre Rosa torció el gesto.
—No debería decir esto,
signore,
y espero que el Señor me perdone por haberlo pensado, pero si usted supiera lo difíciles que pueden llegar a ser muchas de las personas que están aquí, tal vez lo entendería. Resulta muy fácil ser amable con personas que también lo son o que aprecian la amabilidad, pero ése no es siempre el caso.
De la fatigada resignación con que la monja dijo eso, Brunetti dedujo que la suya era la voz de una larga experiencia. También comprendió que eso era todo cuanto iba a decir. Intercambió una mirada con Vianello y, como de mutuo acuerdo, se pusieron en pie. En cierto modo, los pensamientos de Brunetti también se batieron en retirada. Los dos hombres habían acudido allí, y todo lo que había hecho aquella mujer había sido hablar de la paciencia de la
signora
Altavilla, y con eso ya se había mostrado bastante comunicativa. De lo que a ellos les interesaba sobre la
signora
Altavilla, que en paz descanse, apenas se habían enterado de nada.
—Gracias, madre —dijo Brunetti, inseguro de si debía tenderle la mano o no.
Ella tomó la decisión por él, limitándose a una inclinación de cabeza, dirigida primero a Brunetti y luego a Vianello, manteniendo las manos seguras bajo el escapulario, luego se volvió y los acompañó hasta la puerta principal.
Se detuvo ante la puerta y dijo:
—Espero que transmitan mis condolencias a su hijo. No lo conozco, pero Costanza hablaba de él de vez en cuando y siempre bien.
—Luego, como si respondiera a alguna pregunta no formulada por sus visitantes, agregó—: Parece que él ha heredado su tremenda honradez.
—¿Qué quiere decir con eso, madre? —preguntó Brunetti.
Le llevó un buen rato contestar, tanto que, al permanecer de pie, tuvo que desplazar el peso del cuerpo al lado derecho. Finalmente habló, y respondió con una pregunta:
—Ustedes se han dado cuenta de que soy del sur, ¿verdad?
—Ambos asintieron—. Nosotros tenemos ideas sobre la honradez diferentes de las de ustedes, los de aquí —dijo, como para esquivar la pregunta de Brunetti.
Vianello sonrió y dijo:
—Y se queda corta, madre.
Ella tuvo el detalle de devolverle la sonrisa, y continuó, dirigiéndose al inspector:
—El hecho de que nuestras ideas sean diferentes no significa que no tengamos un gran respeto por la honradez, como lo tienen ustedes,
signori.
Ninguno de los dos hombres habló, curiosos ambos por saber adónde conduciría aquello.
—Pero nosotros somos...
—Se detuvo y miró alternativamente el rostro de uno y de otro—. ¿Cómo podría expresarlo? Nos tomamos más a la ligera la verdad, en comparación con ustedes.
Con indisimulada curiosidad, Brunetti preguntó:
—¿Y por qué es así, madre?
De nuevo, y para verlos mejor, la monja retrocedió torpemente.
—Quizá porque nos cuesta más que a ustedes ser honrados.
—Su acento se había vuelto más pronunciado. Prosiguió—: Por eso somos reservados.
—¿Está usted refiriéndose a la
signora
Altavilla? —preguntó Brunetti.
—Sí. Ella creía que uno siempre debe decir la verdad, independientemente del coste. Y doy por sentado, basándome en algunas de las cosas que me contó, que eso se lo enseñó a su hijo.
—¿Cree usted que eso es un error? —preguntó Brunetti con auténtica curiosidad.
—No, caballeros —respondió y sonrió de nuevo con una sonrisa menor—. Eso es un lujo.
Se situó detrás de ellos y abrió la puerta: la sostuvo hasta que la hubieron franqueado, y la oyeron cerrar cuando empezaron a bajar los peldaños.
Al salir a la luz del sol, Vianello dijo:
—Nunca sé qué hacer en situaciones como ésta.
—¿Situaciones como cuáles? —preguntó Brunetti, al enfilar el
campo,
de regreso a la
questura.
—Cuando alguien hace como que sabe menos de lo que sabe.
Brunetti giró a la izquierda, en dirección a la iglesia.
—Humm —murmuró, dando a entender a Vianello que estaba de acuerdo.
—Todo ese discurso sobre la honradez... —dijo Vianello. Se detuvo en lo alto del puente y apoyó los antebrazos en el pretil. Miró abajo, hacia una embarcación amarrada a la orilla del canal y continuó—: Está claro que sabe, o sospecha, más de lo que está dispuesta a contar. Es una monja, así que probablemente cree no tener derecho a levantar sospechas infundadas o a caer en la rumorología.
—Luego, en voz más baja, añadió—: Aunque no puedo imaginar un convento donde eso no suceda.
Brunetti dejó pasar el comentario y esperó. Vianello continuó:
—Es una meridional. Y monja.
—Brunetti se puso alerta, dispuesto a oír qué clase de generalización se avecinaba. Vianello siguió—: Lo cual significa que pretendía que supiéramos o sospecháramos algo, pero ella no podía permitirse decirlo directamente.
Brunetti tuvo que mostrarse de acuerdo. ¿Quién sabía lo que pasaba por la mente de una monja, y mucho menos si era del sur? Mamaron la discreción con el primer sorbo de leche materna, y se criaron con ejemplos frecuentes de las consecuencias de la indiscreción. Recordaba el reciente
shock-video
de un corrientísimo asesinato en Nápoles, a la luz del día, casi como si fuera algo casual: un disparo, luego otro en la cabeza, por detrás, mientras la gente continuaba dedicada a sus asuntos. Nadie vio nada, nadie se dio cuenta de cosa alguna.
Se lo habían inculcado: hablar con indiscreción o decir algo que podía levantar sospechas equivalía a ponerse en peligro uno mismo y a todos los miembros de su familia. Ésa era la Verdad, sin que importara cuántos años hubiera pasado una persona en un convento de Venecia. Era más probable que a Brunetti le brotaran alas de ángel y emprendiera el vuelo al Paraíso que la madre Rosa hablara abiertamente con la policía.
—Hacía que la verdad sonara como un inconveniente, ¿no?
—Vianello se apartó del pretil. Alzó los brazos y los dejó caer a los costados, en un gesto de completa confusión, pero antes de que Brunetti pudiera hablar, fueron interrumpidos por la llamada de su teléfono.
—¿Guido? Soy yo —dijo Rizzardi.
—Gracias por llamar.
Sin perder tiempo, Rizzardi continuó:
—La marca en la garganta... —dijo, pero se detuvo. Como Brunetti no decía nada, el patólogo precisó— podría ser la huella de un pulgar.
Brunetti trató de imaginar dónde podían estar los demás dedos, pero sólo se permitió exclamar:
—Ah.
—Y a continuación—: ¿Podría ser?
Rizzardi ignoró la provocación y continuó:
—Hay tres marcas débiles que probablemente son magulladuras en la parte de atrás del hombro izquierdo, y dos en el derecho, y otra, apenas visible, en la parte frontal.
Brunetti ladeó la cabeza y sujetó el teléfono entre ésta y el hombro. Levantó las manos, y luego colocó en posición los pulgares y dobló los dedos como para simular unas garras.
—¿Las marcas están en los sitios adecuados? —preguntó, considerando innecesario decir más, tratándose de Rizzardi.
—Sí —respondió el patólogo, y luego retornó a su acostumbrado modo de expresarse—: No son incompatibles con que la agarraran desde delante.
—«¿No son incompatibles?»
Ignorando la pregunta, Rizzardi preguntó a su vez:
—¿Recuerda la rebeca que llevaba?
—Sí.
—Pudo haber amortiguado en gran medida la fuerza. Eso explicaría por qué las marcas son tan difusas.
—¿Podría tratarse de otra cosa? —preguntó Brunetti, interrogándose sobre si la cautela de Rizzardi era como un deje que no perdería nunca.
—En boca de un abogado defensor inteligente, esas marcas en la espalda... —empezó a decir Rizzardi— pudieron producirse cuando cayó y se golpeó con un radiador, o trató de darse un masaje y apretó demasiado, o perdió el equilibrio y cayó contra la puerta cuando entraba en el piso...
La conjetura acerca de un posible procedimiento judicial bastó para que Brunetti comprendiera lo convencido que estaba Rizzardi de que la
signora
Altavilla había sido víctima de un ataque violento, sin que importara la resistencia del médico a decirlo abiertamente. Brunetti le cortó:
—Ettore, no me diga lo que pudo ser. Dígame lo que es.
Como si Brunetti no hubiera dicho nada, Rizzardi prosiguió:
—Conozco a abogados, y usted también los conoce, que argumentarían que cayó y se golpeó con la puerta cinco veces, Guido.
Incapaz de contener su enfado, Brunetti espetó:
—Por el amor de Dios, limítese a decirme qué pasó.
Siguió una prolongada pausa en cuyo transcurso Brunetti consideró que tal vez había ido demasiado lejos. La gente no le hablaba a Rizzardi en aquel tono.
—Alguien la agarró por delante, y es posible que la golpeara —declaró Rizzardi, con una claridad que sorprendió a Brunetti.
Sin titubeos, sin protegerse tras la retórica, sin circunloquios. ¿Cuándo había hablado tan claro el patólogo?
—¿Por qué lo dice?
—Hay algo más.
—¿Qué?
—Hay una herida entre la tercera y la cuarta vértebras. Y algo de hemorragia en los músculos y ligamentos alrededor de ellas.