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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

Testamento mortal (5 page)

—¿Y tú qué deduces de eso?

—Se encogió de hombros y admitió—: Yo no tengo ni idea.

—Las huéspedes se traían su propia ropa —concluyó Brunetti. Vianello guardó silencio—. En concreto, su ropa interior.

Brunetti y Vianello regresaron a la habitación donde había estado el cadáver de la mujer. Desde la puerta, Brunetti vio que la mancha de sangre no se había borrado y pensó en lo que significaría para la familia cuando llegaran, entraran en la habitación y la vieran. En todos aquellos años de moverse entre señales dejadas por la muerte, se había preguntado con frecuencia qué se sentiría al limpiar los últimos vestigios de una vida que ya había acabado y cómo podía una persona soportar semejante tarea.

Una vez retirado el cadáver, Brunetti pudo concentrarse lo suficiente para estudiar la habitación por primera vez. Era mayor de lo que al principio había pensado. A la derecha vio una puerta corredera y, tras ella, una cocinita con mobiliario de madera, lo que parecían platos marroquíes y azulejos en las paredes.

La cocina era demasiado pequeña para albergar una mesa, de modo que ésta se había colocado en la habitación más grande: un rectángulo utilitario con cuatro sillas de madera. Brunetti necesitó un momento para darse cuenta de que aquella habitación estaba prácticamente desprovista de decoración. En el suelo había una alfombra de color beige, de fibra, pero la única decoración en las paredes consistía en un crucifijo de mediano tamaño que parecía como si hubiera sido fabricado en serie en algún país no cristiano: sin duda a Cristo no le correspondían aquellos labios y aquellas mejillas tan sonrosadas ni había nada que justificara su sonrisa.

Había un sofá marrón oscuro al otro lado de la habitación, con el respaldo contra las ventanas que daban al
campo
y al ábside iluminado de la iglesia. En otro tiempo debió de haber una puerta en la pared a la derecha del sofá, pero durante una de las restauraciones que se habían efectuado en el edificio a lo largo de los siglos, alguien decidió condenarla. El responsable de la última restauración retiró algunos ladrillos y revocó el fondo de la abertura, añadió unas repisas y la convirtió en una librería empotrada.

No lejos del sofá había un escritorio, también de espaldas a la ventana, con una máquina de escribir. Brunetti se la quedó mirando para asegurarse de que veía lo que creía estar viendo. Sí, una antigua Olympia portátil, la clase de objeto que sus amigos llevaban a la universidad décadas atrás. Su familia no había podido proporcionarle a él una. Se sentó al escritorio y acercó los dedos al teclado, procurando no tocarlo. Tenía que forzar la postura para volver la cabeza y mirar por la ventana, y después de orientarse tomando como referencia el campanario de la iglesia, advirtió que a la luz del día la vista desde aquel tercer piso debía extenderse hacia el norte, hasta las montañas.

Detrás de él oyó los ruidos que hacía Vianello abriendo y cerrando cajones en la cocina, y luego el zumbido al abrir el frigorífico. Percibió el rumor del agua al correr y el tintinear de un vaso. Brunetti encontraba reconfortantes esos ruidos.

Aunque parecía que en el escritorio se habían buscado huellas, por costumbre se puso los guantes de plástico y abrió el único cajón, en el centro, buscando no sabía qué. Se sintió aliviado al ver el desorden: lápices despuntados, algunos clips revueltos en el fondo, una pluma sin la parte superior, un único gemelo, dos botones y un cuaderno azul, del tipo usado por los estudiantes y, como los cuadernos de tantos estudiantes, en blanco.

Sacó el cajón y lo colocó junto a la máquina. Se inclinó y miró en el hueco, pero no había nada escondido ni tampoco, cuando levantó el cajón, pudo ver nada adherido al fondo. Sintiéndose un poco torpe, y convencido de que los hombres de Marillo ya habrían hecho todo aquello, Brunetti se arrodilló e introdujo la cabeza bajo el escritorio, pero allí tampoco había nada pegado.

—¿Qué estás buscando? —preguntó Vianello detrás de él.

—No lo sé —admitió Brunetti, poniéndose en pie—. Todo está muy ordenado.

—¿Y eso no es bueno?

—En teoría sí, supongo. Pero...

—Pero no quieres aceptar que ha podido morir de un ataque al corazón o de un derrame, tal como sugirió Rizzardi.

—Ni quiero ni dejo de querer —replicó Brunetti secamente—. Pero has tenido que ver la marca en la garganta.

En lugar de responder, Vianello dio un resoplido que podía significar cualquier cosa o, sencillamente, nada. Brunetti se resistía a mencionar la sensación que había tenido en el corredor, por temor a que Vianello la rechazase como una tontería.

—No hay señales de que alguien se introdujera aquí —dijo Vianello. Miró el reloj que colgaba sobre el frigorífico—. Son casi las tres, Guido. ¿Podríamos cerrar la puerta, precintarla y continuar esto mañ..., hoy, más tarde?

El hecho de nombrar la hora cayó sobre los hombros de Brunetti como una pesada prenda, devolviéndole el cansancio que había sentido incluso antes de su cena con Patta y Scarpa.

Asintió, y los dos hombres recorrieron la casa apagando luces. Optaron por dejar las persianas abiertas, tal como las encontraron: se filtraba suficiente luz del
campo
para permitirles moverse por el piso aun después de haber apagado la mayoría de las luces. Brunetti abrió la puerta y encendió la luz de la escalera. Vianello sacó un rollo de cinta adhesiva roja y blanca y la utilizó para trazar una enorme «X» de lado a lado de la puerta. Brunetti cerró con las llaves que había cogido de la mesa junto a la puerta y se las echó al bolsillo. No habían encontrado ninguna libreta de direcciones; tan sólo un teléfono sin números en la memoria, y ya era demasiado tarde para molestar a la mujer del piso de arriba para preguntarle por la familia de la muerta.

—La mujer de arriba dijo que estuvo en un hotel de Palermo durante cinco días. Lo comprobaré —dijo Brunetti.

Cuando pasaron frente a la puerta del piso de abajo, Vianello movió la cabeza.

—La gente de ahí nos ha oído ir y venir, de modo que si hubieran tenido algo que decirnos, probablemente nos lo habrían dicho.

—Luego, antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, añadió—: Pero volveré más tarde y preguntaré. Nunca se sabe.

Una vez fuera, el inspector telefoneó a la comisaría del Piazzale Roma y pidió que mandaran una embarcación para recogerlo en la Riva di Biasio. Brunetti sabía que él llegaría antes andando, de modo que estrechó la mano a su ayudante y se volvió para dirigirse a casa.

5

Cuando Brunetti despertó de un sueño intranquilo, todos en la casa se habían marchado, y durante media hora permaneció en un duermevela, recordando la declaración de la
signora
Giusti: «Era una buena vecina», y la sustancia roja pastosa que había manchado el cabello blanco de aquella buena vecina. Su memoria selectiva evocó la cohibida reticencia de Marillo, y la fría minuciosidad de Rizzardi. Se puso boca arriba y miró al techo. ¿Era eso lo que hubiera querido que alguien dijera de él, alguien que hubiera vivido en su proximidad durante varios años? ¿Que había sido un buen vecino? ¿No había nada más que decir de una persona después de años de tratarla?

Al cabo de un rato fue a la cocina, gruñendo a propósito del día, y encontró una nota de Paola. «Deja de gruñir. El café está en el fuego. Basta con encenderlo. Panecillo de leche tierno en el mármol.» Vio lo segundo y lo cuarto e hizo lo primero y lo tercero. Mientras el café se hacía, fue a la ventana de atrás y miró hacia el norte. Los Dolomitas eran claramente visibles; las mismas montañas a las que la
signora
Altavilla había vuelto la espalda y que la
signora
Giusti vería desde sus ventanas del cuarto piso.

Aunque Brunetti era hijo, nieto, biznieto —y más— de venecianos, siempre se sintió más cómodo ante la vista de las montañas que del mar. Cada vez que oía que se aproximaba algo que iba a borrar del mapa a la humanidad o leía sobre el número siempre creciente de barcos llenos de residuos tóxicos o radiactivos hundidos por la Mafia frente a las costas de Italia, pensaba en la majestuosa solidez de las montañas, y en ellas encontraba consuelo. No tenía idea de cuántos años le quedaban al hombre, pero Brunetti estaba seguro de que las montañas sobrevivirían a lo que viniera y a todo lo que siguiera después. Nunca le había hablado a nadie, ni siquiera a Paola, de esa idea ni del extraño consuelo que le aportaba. Pensaba que las montañas parecían algo muy permanente, mientras que el mar, siempre cambiante, lo veía claramente alterado por lo que le sucedía. Además, era una víctima más obvia del daño y las depredaciones del hombre.

Sus pensamientos lo llevaron a la masa de basura y plástico, de tamaño continental, que flotaba en el océano Pacífico, cuando el sonido del café hirviendo lo devolvió a una realidad más modesta. Vació la jarra en su taza, la azucaró y sacó el panecillo de la bolsa. Con la taza en una mano y el pan en la otra, regresó a la contemplación de las montañas.

El teléfono llamó su atención. Se dirigió a la sala de estar, con la boca llena, y contestó con su nombre.

—¿Dónde está usted, Brunetti? —gritó Patta al otro lado de la línea.

Cuando era más joven y más propenso a humorísticos actos de rebeldía, Brunetti hubiera respondido que estaba en su sala de estar, pero los años le habían enseñado a interpretar el lenguaje de Patta, de modo que reconoció aquellas palabras como una demanda para que explicara su ausencia del despacho.

Tragó el resto del panecillo y dijo:

—Siento haberme retrasado, señor, pero el ayudante de Rizzardi dijo que el médico iba a llamarme.

—¿Y no tiene usted un
telefonino,
por el amor de Dios?

—Pues claro, señor, pero su ayudante me dijo que el médico podía requerirme para que fuera a hablar con él en el hospital, de modo que estoy esperando su llamada antes de salir de casa. Si voy a la
questura
y tengo que volver para ir al hospital, perderé...

El propio Brunetti se percató de que estaba hablando demasiado, y Patta lo interrumpió:

—Deje de mentirme, Brunetti.

—Señor —dijo Brunetti, procurando utilizar para la réplica el tono con el que Chiara había respondido al último comentario de Paola sobre un vestido que había escogido.

—Véngase para acá. Ahora.

—Sí, señor —contestó Brunetti, y colgó el aparato.

Duchado y afeitado, y muy recuperado gracias a haberse bebido el equivalente a tres cafés, a los que se añadió la generosa aportación de azúcar de dos pastelitos, Brunetti dejó su piso sintiéndose extrañamente alegre, un talante que se reflejaba en uno de esos gloriosos días soleados, cuando el otoño y la naturaleza se unen para suprimir todos los obstáculos y brindar a las personas algún motivo de contento. Aunque su espíritu lo impulsaba a caminar, Brunetti sólo llegó a la parada de Rialto, donde embarcó en un Número Dos, que se dirigía al Lido. Se ahorraba unos pocos minutos, pero el tono de voz de Patta le había metido prisas.

No tuvo tiempo de comprar un periódico, así que se contentó con leer los titulares que vio a su alrededor. Otro político sorprendido en un vídeo en compañía de un transexual brasileño; más declaraciones a cargo del ministro de Economía de que todo iba bien y que aún iría mejor, y que las informaciones sobre cierre de fábricas y desempleados eran exageraciones malintencionadas, un intento deliberado por parte de la oposición de infundir temor y desconfianza en la gente. Otro trabajador en paro se había pegado fuego en el centro de una ciudad, esta vez en Trieste.

Miró por encima de los titulares cuando pasaron frente a la universidad, pero no vio allí nada nuevo. Qué bonito sería que un día, en el momento preciso en que pasara bajo aquellas ventanas, Paola abriera una de ellas de par en par y le hiciera un gesto de saludo, quizá que lo llamara por su nombre y gritara que lo amaba absolutamente y que siempre lo amaría. Sabía que, en tal caso, él, desde donde estaba, le respondería gritando lo mismo. El hombre que estaba junto a él pasó la página de su periódico, y Brunetti volvió a dirigir su mirada al
Gazzettino
y a las noticias que nunca eran tales. Un conductor adolescente perdió el control del coche paterno a las dos de la madrugada y fue a estrellarse contra un plátano; a una anciana le estafó su pensión alguien que se presentó como inspector de la compañía eléctrica; la carne congelada de un gran supermercado estaba llena de gusanos.

Se apeó en San Zaccaria y caminó junto al agua, con el espíritu bien dispuesto a la vista del movimiento que el viento imprimía a las ondas del agua. Giró para entrar en la
questura
por la puerta principal unos minutos antes de las diez, y subió directamente al despacho de Patta. La secretaria de su superior, la
signorina
Elettra Zorzi, estaba detrás de su ordenador. Se adornaba, corno los lirios del campo, con una blusa que debía ser de seda, pues aquel estampado en oro y blanco habría sido un desperdicio con cualquier tejido de inferior calidad.

—Buenos días,
commissario
—dijo educadamente cuando entró—. El
vicequestore
está deseando hablar con usted.

—No menos que yo con él,
signorina
—replicó Brunetti, se dirigió a la puerta y llamó con los nudillos.

Un
«Avanti!»
como un bramido hizo que Brunetti alzara las cejas y que la
signorina
Elettra levantara las manos del teclado.

—Ay, ay, ay —exclamó la signorina Elettra a modo de advertencia.

—I am just going inside and may be some time
—dijo Brunetti en inglés, para consternación de la secretaria.

Encontró a Patta en su papel de disparatado comandante-en-jefe-de-los-cuerpos-de-seguridad con el que Brunetti estaba ampliamente familiarizado. Modificó su postura en consecuencia y se encaminó al asiento que Patta le indicó frente a su escritorio.

—¿Por qué no se me llamó anoche? ¿Por qué se me ha tenido en ayunas sobre este asunto?

El tono de voz de Patta era airado pero mantenía la calma, como correspondía a un oficial con una ardua tarea que cumplir y que no cuenta con la ayuda de quienes lo rodean, y desde luego no con la de quien tenía delante.

—Le informé a usted de la muerte de la mujer cuando abandoné nuestra cena,
dottore.
Cuando terminamos nuestra investigación inicial pasaban de las tres de la madrugada, y no quise molestarlo a esa hora.

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