Testamento mortal (2 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

Su primer pensamiento fue tratar de recordar la edad de Costanza: ¿por qué había olvidado cerrar con llave? ¿Por qué nunca había cambiado aquella puerta e instalado
una porta blindata,
que se bloqueara automáticamente al cerrarla?
«Costanza?»,
la llamó.
«Ci sei?»
Permaneció quieta y escuchó, pero no hubo respuesta. Sin pensarlo, Anna Maria se acercó a la mesa situada frente a la puerta principal, atraída por el montoncito de cartas, no más de cuatro o cinco, y el
Espresso
de la semana. Al leer el título de la revista, le llamó la atención que la luz del vestíbulo estuviera encendida y que viniera más luz del pasillo, la cual salía de la sala de estar, cuya puerta estaba medio abierta. Y también que el dormitorio más cerca de donde estaba ella tuviera la puerta abierta.

La
signora
Altavilla había crecido en la Italia de la posguerra, y si bien el matrimonio le había proporcionado felicidad y buena posición, nunca se había desprendido de los hábitos de frugalidad. Anna Maria, que había crecido en una familia pudiente y en la próspera Italia en auge, nunca aprendió tales hábitos. Por eso a la más joven de aquellas dos mujeres siempre le parecieron pintorescas las costumbres de la mayor de apagar la luz cuando salía de una habitación, de llevar dos suéteres en invierno y de expresar auténtica satisfacción cuando encontraba una ganga en los supermercados Billa.

«Costanza?»,
preguntó de nuevo, más para poner fin a sus propios pensamientos que porque creyera que iba a recibir una respuesta. En un intento inconsciente de liberar sus manos, dejó las llaves encima de las cartas y permaneció en silencio, atraída su mirada por la luz procedente de la puerta abierta al final del pasillo.

Inspiró y dio un paso, y luego otro y otro. Se detuvo en la puerta y sintió que no podía seguir adelante. Se dijo que no debía comportarse como una estúpida, y se obligó a inclinarse hacia delante y echar un vistazo por la puerta semiabierta.
«Costan...»,
empezó a decir, pero se tapó la boca con una mano al ver otra mano en el suelo. Y luego el brazo, y el hombro y después la cabeza o, al menos, su parte posterior. Y el pelo corto y gris. Anna Maria llevaba años queriendo preguntar a la anciana si su negativa a teñirse el cabello del rojo obligatorio en las mujeres de su edad era otra manifestación de su asumida frugalidad o, simplemente, la aceptación de que su cabello blanco le suavizaba las arrugas de la cara, añadiéndole dignidad.

Miró a la mujer inmóvil: la mano, el brazo, la cabeza. Y comprendió que nunca llegaría a preguntárselo.

2

Guido Brunetti,
commissario di polizia
de la ciudad de Venecia, cenaba frente a su inmediato superior, el
vicequestore
Giuseppe Patta, y rezaba para que llegara el fin del mundo. Se hubiera conformado con ser abducido por los extraterrestres o quizá con la irrupción violenta de unos terroristas barbudos abriéndose paso a tiros en el restaurante y con sed de sangre en la mirada. El caos resultante habría permitido a Brunetti, que como de costumbre no llevaba su arma, apoderarse de una de un terrorista al pasar, y utilizarla para disparar contra el
vicequestore
y su ayudante, el teniente Scarpa, y matarlos. Sentado a la izquierda del
vicequestore,
Scarpa estaba emitiendo en aquel preciso momento su mesurado —y negativo— juicio sobre la grappa que se les había ofrecido al final de la comida.

—Ustedes, la gente del Norte —dijo el teniente, con un gesto de condescendencia en dirección a Brunetti—, no comprenden lo que es elaborar vino; así pues, ¿cómo podrían saber lo que es hacer cualquier otra cosa?

Bebió el resto de su grappa, hizo un leve mohín de desagrado —el gesto estaba tan cuidadosamente elaborado como para permitir a Brunetti distinguir con facilidad entre el desagrado y la repugnancia— y dejó el vaso en la mesa. Dirigió una mirada a Brunetti que era una abierta interrogación, como si lo invitara a hacer una contribución a la franqueza enológica, pero Brunetti se negó al juego y se contentó con terminar su propia grappa. Sin embargo, gran parte de aquella cena con Patta y Scarpa podía haber empujado a Brunetti a echar de menos una segunda grappa —o tercera—, pero dado que esta opción hubiera prolongado la sobremesa, optó por resistir el ofrecimiento del camarero, del mismo modo que el buen sentido lo indujo a resistirse al cebo que le ofrecía Scarpa.

El rechazo de Brunetti a comprometerse espoleó al teniente, o quizá fue la grappa —¡la segunda!—, porque empezó:

—No comprendo por qué los vinos del Friul son...

Pero la atención de Brunetti fue distraída de cualquier deficiencia que el teniente estuviera a punto de revelar, por el sonido de su
telefonino.
Siempre que se veía obligado a participar en una reunión social que no podía evitar —como en el caso de la invitación de Patta a cenar para tratar de los candidatos al ascenso—, Brunetti tenía buen cuidado de llevarse el
telefonino
, y a menudo era salvado por una generosa Paola, que lo llamaba por una razón urgente inventada para que pudiera marcharse inmediatamente.



—respondió, decepcionado al comprobar que se trataba del número central de la
questura.

—Buenas noches,
commissario
—dijo una voz que pensó que debía ser la de Ruffolo—. Acabamos de recibir una llamada de una mujer desde Santa Croce. Ha encontrado a una mujer muerta en su piso. Nos ha dicho que había sangre.

—¿De quién es el piso? —preguntó Brunetti, no porque le importara saberlo ahora, sino porque detestaba la falta de claridad.

—Dijo que era en su propio piso. O sea... en el de la muerta. Está debajo del suyo.

—¿En qué sitio de Santa Croce?

—Giacomo dell'Orio, señor. Vive enfrente de la parte posterior de la iglesia. Uno, siete, dos, seis.

—¿Quién ha ido?

—Nadie, señor. Lo he llamado a usted primero.

Brunetti miró su reloj. Eran casi las once. Mucho más tarde de lo que creía. Esperaba que aquella cena hubiera terminado mucho antes.

—A ver si puede encontrar a Rizzardi y lo manda para allá. Y llame a Vianello; debería estar en casa. Envíe una embarcación a buscarlo para que lo lleve. Y que formen los dos un equipo para la escena del crimen.

—¿Y usted, señor?

Brunetti ya había consultado el plano de la ciudad impreso en sus genes.

—Yo llegaré antes andando. Me reuniré con ellos allí.

—Y luego, como si lo hubiera pensado mejor—. Si hay una patrulla por aquí cerca, llámela y dígale que también se pase por allí. Llame a la mujer y dígale que no toque nada en el piso.

—Se fue al suyo para hacer la llamada, señor. Le dije que se quedara allí.

—Bien. ¿Cómo se llama?

—Giusti, señor.

—Si habla con la patrulla, dígale que estaré allí dentro de diez minutos.

—Sí, señor —dijo el oficial, y colgó.

El
vicequestore
Patta miró a Brunetti, al otro lado de la mesa, con abierta curiosidad.

—¿Algún problema,
commissario
? —preguntó, en un tono que le hizo comprender a Brunetti cuánta diferencia había entre curiosidad e interés.

—Sí, señor. Han encontrado muerta a una mujer en Santa Croce.

—¿Y lo han llamado a usted? —intervino Scarpa, poniendo en la última palabra un indicio de cortés sospecha.

—Griffoni no ha vuelto de su permiso, y yo vivo cerca —respondió Brunetti, con estudiado desánimo.

—Claro —dijo Scarpa, volviéndose a un lado para decirle algo al camarero.

Dirigiéndose a Patta, Brunetti anunció:

—Iré a echar un vistazo,
vicequestore.

Adoptó la expresión del burócrata abrumado, impedido a su pesar de hacer lo que quería. Echó la silla hacia atrás y se puso en pie. Dio a Patta la oportunidad de hacer un comentario, pero el momento pasó en silencio.

Fuera del restaurante, relegó a la memoria el asunto que lo había llevado allí y sacó el
telefonino.
Marcó el número de su casa.

—¿Me llamas en busca de apoyo moral? —preguntó Paola cuando hubo descolgado el aparato.

—Scarpa acaba de decirme que los norteños no saben hacer vino.

Hubo una pausa antes de que ella dijera:

—Eso es lo que dicen tus palabras, pero suena como si algo más fuera mal.

—Me han llamado. Hay una mujer muerta en Santa Croce, por donde San Giacomo.

—¿Por qué te llamaron a ti?

—Probablemente no quisieron llamar a Patta ni a Scarpa.

—¿Y te llamaron a ti cuando estabas con ellos? Maravilloso.

—No sabían dónde estaba yo. Además, ha sido una forma de alejarme de ellos. Voy a ver qué ha pasado. En cualquier caso, está cerca de casa.

—¿Quieres que te espere?

—No. No tengo idea de cuánto tiempo me llevará.

—Me levantaré cuando vengas. Si no, dame un empujón.

Brunetti sonrió ante la idea, pero se limitó a emitir un sonido de conformidad.

—Yo he sabido lo que es no dormir en toda la noche —dijo ella en tono de falsa indignación, porque su radar captó el matiz preciso de aquel sonido. La última vez, recordaba Brunetti, fue la noche del incendio de la Fenice, cuando el ruido del helicóptero pasando repetidamente acabó por sacarla del profundo abismo en el que se sumía todas las noches. En un tono más conciliador, añadió—: Espero que no sea algo tremendo.

Brunetti le dio las gracias, se despidió y se echó el teléfono al bolsillo. Volvió a prestar atención al lugar por el que transitaba. Las calles estaban intensamente iluminadas: más generosidad por parte de los derrochadores burócratas de Bruselas. Si hubiera querido, Brunetti podría haber leído un periódico a la luz de las farolas. La luz también brotaba de muchos escaparates: pensó en las fotos de satélite que había visto, con el brillo nocturno del planeta, tal como se veía desde arriba. Sólo lo más oscuro de África permanecía como tal.

Al final de Scaleter Ca' Bernardo, giró a la izquierda y rebasó la torre de San Boldo, para después seguir por el puente, la calle del Tintor y dejar atrás una pizzeria. Junto a ésta, una tienda de bolsos baratos seguía abierta. Tras el mostrador se sentaba una jovencita china leyendo un periódico chino. Él no tenía idea de hasta qué horas podía permanecer abierta una tienda según las leyes vigentes, pero alguna voz atávica le susurró algo sobre lo inapropiado de dedicarse a la actividad comercial a aquellas horas.

Pocas semanas antes había cenado con un mando de la policía de fronteras, el cual le contó, entre otras cosas, que su mejor estimación sobre el número de chinos que actualmente vivían en Italia se situaba entre los 500. 000 y los cinco millones. Después de decir eso, se echó hacia atrás a fin de gozar mejor del asombro de Brunetti. Al advertirlo, añadió que «si todos los chinos en Europa llevaran uniforme, nos veríamos obligados a ver el fenómeno como la invasión que en realidad es». Y a continuación volvió de nuevo su atención a sus
calamari
a la parrilla.

Dos puertas más allá encontró otra tienda, también con una joven china tras la caja registradora. Más luz se derramaba sobre la calle procedente de un bar. Enfrente, cuatro o cinco jóvenes estaban de pie fumando y bebiendo. Se fijó en que tres de ellos bebían Coca-Cola. Demasiado para la vida nocturna de Venecia.

Llegó al
campo,
inundado también de luz. Años antes, precisamente cuando fue trasladado de Nápoles, aquel
campo
tenía mala fama, pues allí se podían adquirir drogas. Recordó las historias que había oído sobre agujas abandonadas que debían ser recogidas cada mañana, y tenía un vago recuerdo acerca de cierto joven que fue hallado muerto de sobredosis en uno de los bancos. Pero la instalación en el distrito de una clase acomodada lo limpió. Eso o que las drogas de diseño habían dejado obsoletas las agujas.

Dirigió la vista a los edificios a su derecha, en el lado opuesto al ábside. La forma sombría de una mujer resaltaba a la luz de una ventana del cuarto piso de una de las casas. Resistiendo el impulso de hacerle un gesto con la mano, Brunetti se encaminó al edificio. El número no era visible en ningún lugar de la fachada, pero el nombre de la mujer figuraba en el interfono.

Lo pulsó y la puerta se abrió casi inmediatamente con un chasquido, lo que sugería que ella había acudido a la puerta de su piso al ver a un hombre caminando por el
campo.
Brunetti era un peatón solitario a aquella hora, pues los turistas se habían evaporado y los demás estaban en casa y en la cama, de modo que el insólito paseante debía ser el policía.

Subió la escalera y pasó por delante del calzado y de los periódicos. A un veneciano aquella tendencia propia de las amebas, de expandir el propio territorio más allá del confín de las paredes de un piso, le parecía tan absolutamente natural como irrelevante.

Cuando dobló para tomar el último tramo de escalera, oyó una voz de mujer por encima de él:

—¿Es usted el policía?


Sí,
signora
—respondió, echando mano de su carné y conteniendo el impulso de decirle que debería ser más precavida con quien dejaba entrar en el edificio. Cuando llegó al rellano, ella dio medio paso adelante y le tendió la mano.

—Anna Maria Giusti.

—Brunetti —se presentó, estrechándole la mano.

Mostró el carné, al que ella dirigió una mínima mirada. Brunetti calculó que estaría al comienzo de la treintena, era alta y delgaducha, con nariz aristocrática y ojos castaño oscuro. Su rostro estaba rígido a causa de la tensión o de la fatiga. Imaginó que en reposo se suavizaría hasta llegar a algo que se aproximaría a la belleza. Lo atrajo hacia ella y en dirección al piso, luego le soltó la mano y retrocedió un paso.

—Gracias por venir.

Miró alrededor y detrás de él, para comprobar que no había acudido nadie más.

—Mi ayudante y otros funcionarios están en camino,
signora
—aclaró Brunetti sin intentar adelantarse más y entrar en el piso—. Mientras los esperamos, ¿podría usted contarme qué ha pasado?

—No lo sé —respondió ella, juntando las manos al nivel de la cintura, en una imagen arquetípica de confusión; el tipo de gesto que las mujeres hacían en las películas de los cincuenta para manifestar su angustia—. Regresé a casa después de unas vacaciones, hará una hora, y cuando fui al piso de las
signora
Altavilla la encontré allí. Estaba muerta.

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