—Luego Vianello añadió—: Al menos eso es lo que yo me pregunto.
—De creer a Fazio —dijo Brunetti, refiriéndose a su amigo, que trabajaba en la policía de fronteras—, lo que no deberíamos hacer es comprarles ropa, juguetes y equipos electrónicos. Pero no hace daño a nadie dar un par de cientos de euros para mandar a un niño a la escuela.
Vianello asintió.
—Allí los niños todavía tienen que comer, supongo. Y comprar libros.
Se quitó los guantes y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta.
En aquel momento el fotógrafo apareció en la puerta y le dijo a Brunetti que Rizzardi quería ver a Vianello. La fallecida había sido colocada boca arriba, con los brazos a los lados. Mirándola ahora, Brunetti no pudo recuperar la sensación que experimentó al mirar por primera vez el cadáver. Tenía los ojos cerrados, la boca abierta y su espíritu la había abandonado. No había la menor esperanza de que su espíritu perdurase aún cerca de aquel cuerpo. Uno podía optar por debatir adónde había ido ese espíritu, o incluso si existió alguna vez, pero de lo que no cabía duda era de la ausencia de vida.
Sobre el rabillo del ojo derecho, inmediatamente encima de la ceja, Brunetti vio un corte, con la carne a su alrededor inflamada y descolorida. Del corte escapaba una pasta oscura, similar por su consistencia al lacre, e iba a parar al cabello. Resultaba obvio que el corte era la fuente de la sangre en el suelo. La rebeca estaba desabrochada, y la camiseta amarilla se había desplazado hacia un lado cuando pusieron el cuerpo boca arriba, dejando expuesta una mancha oblonga en el lado izquierdo de la clavícula.
Inconscientemente, Brunetti juntó las manos frente a los muslos, con los dedos doblados, como si midiera la distancia entre sus pulgares. Cuando miró a Rizzardi, vio que el médico le observaba las manos.
—Debería tener los ojos inyectados en sangre —dijo Rizzardi, leyendo el mensaje de violencia en aquellas manos.
Brunetti oyó detrás de él que alguien dejaba escapar una larga espiración. Se volvió y vio a Vianello, al que no había oído acercarse. El rostro del inspector tenía una expresión de ensayada neutralidad.
Brunetti volvió a mirar a la muerta. Una de sus manos estaba fuertemente apretada, como si hubiera quedado congelada cuando trataba de evitar que su espíritu la abandonara. La otra yacía abierta, con los dedos flojos, animando al espíritu a partir.
—¿Puede hacerlo mañana por la mañana? —preguntó Brunetti.
—Sí.
—¿Echará un vistazo a todo?
La respuesta de Rizzardi fue un suspiro, seguido de «Guido», pronunciado en voz baja y en la que podía advertirse un esfuerzo por mostrarse paciente.
Rizzardi miró su reloj. Brunetti sabía que debía consignar en el certificado de defunción la hora en que la mujer había sido declarada muerta, pero el patólogo parecía estar tomándose una desacostumbrada cantidad de tiempo para decidir. Finalmente, se quedó mirando a Brunetti.
—Yo ya no tengo nada que hacer aquí, Guido. Le mandaré el informe en cuanto pueda.
Brunetti asintió, comprobó que era casi la una y agradeció al médico su presencia, aunque sabía que Rizzardi no tenía elección. Se volvió para marcharse, pero Brunetti se le acercó, le puso por un instante la mano en el brazo y no dijo nada.
—Lo llamaré en cuanto termine —dijo Rizzardi.
Se apartó de la mano de Brunetti y abandonó el piso.
Brunetti cerró la puerta, insatisfecho de su conversación con Rizzardi y decepcionado por su propia necesidad de hacer ver al médico las cosas como él quería que las viera. Antes de que pudiera decirle algo a Vianello, oyeron un ruido procedente de abajo: otra vez una puerta que se abría y luego un cruce de palabras a cargo de voces masculinas. Marillo se acercó a la puerta del dormitorio, donde estaba trabajando con sus hombres, y dijo:
—Hace un rato el médico los llamó para que vinieran a recogerla. Supongo que son ellos.
Ni Brunetti ni Vianello contestaron, y finalizaron los ruidos que en la otra habitación producían los técnicos al hacer su trabajo. Los hombres que permanecían en el piso aguardaban la llegada de sus colegas, los cuales se encargarían de la muerta. Sus voces y sus cuerpos quedaron como en suspenso por el mágico conjuro que se aproximaba. Brunetti abrió la puerta. Los dos hombres que aparecieron en el rellano, claro está, tenían un aspecto muy corriente y vestían los abrigos azules de los camilleros de hospital. Uno de ellos llevaba bajo el brazo una camilla plegada: todos los presentes en el piso sabían que un tercer miembro del equipo estaba abajo, con el ataúd de plástico negro en el que se colocaría el cuerpo antes de sacarlo y conducirlo a la embarcación que esperaba.
Hubo movimientos de cabeza y saludos musitados. La mayoría había coincidido en circunstancias similares en el pasado. Brunetti, que conocía sus caras pero no sus nombres, les señaló el pasillo. Después de que los dos hombres entrasen en la habitación, Brunetti, Vianello y Marillo, y tras ellos los dos miembros del equipo, aguardaron, haciendo como que no oían, tratando de no interpretar los ruidos de la otra habitación. Poco después, los hombres salieron con la camilla, con la forma que la ocupaba cubierta con una manta azul marino. Aunque sabía que eso no importaba, a Brunetti le agradó comprobar que la manta estaba limpia y recién planchada.
Ambos hombres abandonaron el piso, y Vianello cerró la puerta tras ellos. Nadie en la habitación dijo nada, mientras escuchaban el descenso de los hombres. Cuando cesó todo sonido, interpretaron que habían sacado a la mujer de la casa, pero no se movió ninguno. Finalmente Marillo rompió el conjuro volviéndose y conduciendo a sus técnicos al dormitorio para reanudar la tarea.
Vianello entró en la habitación de los huéspedes, más pequeña, donde había encontrado la carta de la niña india. Brunetti se reunió con él. La cama estaba cuidadosamente hecha, con el embozo de la sábana blanca sobre una sencilla colcha gris de lana. No percibieron alteración alguna en la habitación. Era de una sencillez militar o monástica. Incluso las señales dejadas por los técnicos que inspeccionaron el lugar en busca de huellas, parecían haber desaparecido.
Brunetti atravesó la habitación y abrió la puerta del baño. Quienquiera que hubiera hecho la cama también había ordenado allí los objetos en las repisas: había frascos en miniatura, de muestra, de champú, y una pastillita de jabón envuelta en papel, como las que se encuentran en las habitaciones de hotel; un peine en un envoltorio de plástico y un cepillo de dientes en otro envoltorio similar. De un perchero junto a la ducha empotrada colgaban toallas limpias y una manopla.
Una voz de hombre llamó a Brunetti por su nombre. Él y Vianello siguieron el sonido hasta el dormitorio principal, donde Marillo se encontraba junto a una de las ventanas.
—Hemos acabado aquí,
commissario.
Mientras hablaba, uno de sus hombres plegó el trípode, se lo puso bajo el brazo y se deslizó hacia el pasillo, pasando junto a Vianello y Brunetti.
—¿Encuentran algo? —preguntó Brunetti, mirando alrededor, a las superficies cubiertas de polvo de la habitación, como si quisiera que Marillo siguiera su mirada y encontrara, precisamente
allí,
cualquier cosa que convirtiera aquella investigación en algo que valiera la pena, en algo importante.
Los residuos en tantas superficies recordaron a Brunetti lo mucho que le costaba creer que pudiera extraerse alguna prueba física fiable de la confusión de las huellas de dedos y palmas de la mano que cubrían todas las superficies de todas las habitaciones donde alguna vez había investigado. En el cajón inferior, que estaba abierto, había caído algo de polvo. Podían verse leves restos de él en los pañuelos de seda y en los suéteres que allí se mezclaban.
—Usted sabe, señor, que no me gusta hablar de esta clase de cosas —respondió finalmente Marillo, expresándose con manifiesta desgana—. Quiero decir, antes de redactar el informe.
—Ya lo sé, Marillo. Y creo que es la mejor política. Pero me pregunto si podría darnos alguna idea de lo cuidadosos que Vianello y yo deberíamos ser cuando... —empezó a decir, y luego hizo un gesto con la mano abarcando la habitación, como si pidiera a los tiradores de los cajones que le contaran a Marillo lo que tenía que revelar su interior.
El técnico que quedaba, todavía de rodillas junto a la cama, levantó la vista de la luz con que estaba iluminando el espacio bajo el somier, y miró primero a Brunetti y luego a su superior. Consciente de esa mirada, Marillo hizo un movimiento de cabeza y se volvió para salir.
—Vamos, Stefano —dijo el técnico, sin intentar disimular su exasperación―. Están de nuestro lado. Y eso les ahorrará tiempo.
Brunetti se preguntó si el técnico se limitaba a emplear una frase hecha o si ahora era necesario que un policía defendiera la integridad de los demás.
Marillo se puso tenso, tanto porque le hablara así uno de sus hombres delante de su superior o por la idea de tener que aventurar una opinión en lugar de emitir un simple informe de lo observado y registrado.
—Nosotros nos limitamos a espolvorear el lugar y tomar fotos,
dottore.
A las personas como usted y Vianello les corresponde interpretar el resultado.
Aquello podía entenderse como oposición u obstrucción. En el caso de Marillo, equivalía a una simple declaración sobre cuál era su cometido y cuál debería ser el de ellos.
—¡Oh, por el amor de Dios! —dijo con brusquedad el otro técnico, todavía de rodillas junto a la cama—. Hemos estado en un centenar de sitios, Stefano, y ambos sabemos que aquí no hay nada sospechoso.
Pareció que se disponía a continuar, pero Marillo le impuso silencio con una mirada. Ya había pasado algún tiempo desde que a Brunetti le impresionara la visión del cadáver, y la observación de aquel hombre se añadía a su deseo de ver e interpretar hechos, no sensaciones. Allí no había actuado ningún ladrón, al menos no de la clase de ladrones que irrumpían en las casas venecianas. Cualquiera que buscara oro, joyas o dinero hubiera abierto los cajones y esparcido su contenido por el suelo, y luego lo hubiera apartado todo a puntapiés con el fin de separarlo y verlo. Pero el cajón inferior, advirtió Brunetti, no tenía peor aspecto que el de su hija después de haber ido a la caza de un suéter en concreto. O el de su hijo.
El técnico junto a la cama rompió el silencio al arrastrarse por el suelo para desenchufar su lámpara. Lentamente, se puso de pie, enrolló ruidosamente el cordón en torno al mango, y luego introdujo el enchufe bajo la última vuelta del cordón para mantenerlo sujeto.
—Yo ya he acabado aquí, Stefano —dijo en tono brusco.
—Entonces ya está —concluyó Marillo con visible alivio—. Le daré a Bocchese las fotos y podrá dar un repaso a las copias. Hay un montón, algunas perfectamente claras. Le enviaré un informe, señor.
—Gracias, Marillo.
Marillo miró a Brunetti e hizo un movimiento de cabeza para expresar que se daba por enterado del agradecimiento de su superior, y de su propia contrariedad por no haberle sido más útil. El otro técnico lo siguió camino de la puerta, donde el tercer hombre esperaba, guardando ya la cámara y el flash en su maletín. Los tres juntos reunieron rápidamente su equipo, y cuando hubieron terminado Marillo se limitó a dar las buenas noches. En silencio, sus compañeros lo siguieron y salieron todos del piso.
—Voy a terminar aquí —dijo Brunetti, volviendo hacia el dormitorio pequeño.
En su vistazo anterior se había dado cuenta de lo sencilla que era la habitación, pero ahora que tenía tiempo de observarla, comprobó que era incluso más modesta de lo que al principio le pareció. El suelo de madera no estaba cubierto por ninguna alfombra. No se trataba de parqué, sino de estrechos listones instalados durante una restauración —y no de las caras— que debía haberse llevado a cabo unos cincuenta años antes. Una cómoda baja, de patas gruesas, estaba situada junto a la cama, y sobre ella había una lamparita con una pantalla de tela amarilla de cuyo borde inferior pendía un círculo de anticuadas borlas también amarillas. Aquélla podía haber sido una habitación de la casa de la abuela de Brunetti, que sintió como si lo hicieran retroceder en una máquina del tiempo.
El cajón superior de la cómoda, medio abierto, contenía prendas interiores femeninas envueltas en plástico. Tres piezas en cada envoltorio: sencillas bragas blancas de algodón y de tres tallas diferentes. Nunca había visto que Paola llevara algo así. Eran bragas funcionales que supuso que la mujer compraba en el supermercado, no en una corsetería, pensadas para ser útiles, no para marcar estilo y, ciertamente, no con el propósito de atraer la atención. Mezclados con esos envoltorios había otros con camisetas de algodón, también de tres tallas. Estaban dispuestos cuidadosamente en el cajón, en montones separados, divididos por una pila de pañuelos blancos, también de algodón y planchados.
Cerró el cajón, sin tomar ya precauciones al tocar las cosas. El cajón siguiente contenía unos pocos leotardos y seis o siete pares de medias, todos en envoltorios sin abrir. Las medias eran grises o negras y de nuevo de diferentes tallas y ordenadas con precisión militar. En el cajón inferior había suéteres, los de algodón a un lado y los de lana a otro, aunque aquí los dos montones estaban mezclados. Al menos los colores eran, en este caso, un poco más vistosos: uno rojo, otro naranja y otro más, verde claro, y aunque todos habían sido llevados, presentaban el aspecto de las prendas que se han lavado y planchado antes de guardarse en el cajón. A la derecha de los suéteres había un par de pijamas azules de franela, recién lavados y planchados, y detrás de ellos, un paquete con saquitos de espliego para perfumar.
Brunetti cerró el último cajón. Se acercó a la cama e hincó una rodilla para mirar debajo, pero el espacio estaba vacío.
Oyó a Vianello entrar en la habitación, detrás de él.
—¿Has encontrado algo más en su dormitorio? —preguntó Brunetti.
—No. No gran cosa. Excepto que le gustaban la ropa interior recatada y los suéteres caros.
—Se puso de pie y regresó junto a la cómoda. Abrió el cajón superior y señaló los envoltorios de celofán—. Todas las prendas son de diferente talla y ningún envoltorio ha sido abierto.
—Vianello se colocó junto a él y miró dentro del cajón. Brunetti continuó—: Lo mismo puede decirse de los leotardos. Y hay suéteres, aunque no de cachemir, y un par de pijamas en el cajón de abajo, y todo parece recién lavado.