—Signor
Morandi?
—Sì. Chi è?
—Buenas tardes,
signor
Morandi. Soy Guido Brunetti. Hablamos hace dos días en la habitación de la
signora
Sartori.
—¿Es usted el hombre de las pensiones? —preguntó Morandi. Brunetti creyó percibir una esperanza renacida y supo que oía cortesía en su voz.
Sin responder a la pregunta, dijo:
—Me gustaría hablar de nuevo con usted,
signor
Morandi.
—¿Sobre la pensión de Maria?
—Entre otras cosas —contestó Brunetti con suavidad.
Esperó la pregunta recelosa: cuáles podían ser esas otras cosas. Pero no llegó. En su lugar, Morandi quiso saber:
—¿Dónde podemos hablar? ¿Quiere que vaya a su oficina?
—No,
signor
Morandi. No deseo que se moleste. Quizá podríamos encontrarnos en algún lugar cerca de donde está usted.
—Vivo detrás de San Marco —dijo, ignorante de que Brunetti sabía mucho más acerca de su casa que su mera situación—. Pero tengo que estar en la
casa di cura
a las cinco y media. ¿Tal vez podríamos reunimos cerca de allí?
—¿En el
campo?
—sugirió Brunetti.
—Bueno. Gracias,
signore
—dijo el anciano—. ¿Dentro de quince minutos?
—De acuerdo.
Brunetti colgó. Quedaba bastante tiempo, de modo que primero bajó al cuarto de pruebas y luego emprendió la marcha hacia el
campo.
El sol de finales de otoño le dio en la parte posterior de la cabeza, como si lo saludara.
El anciano estaba sentado en uno de los bancos frente a la
casa di cura,
inclinado hacia delante, doblado por la cintura, lanzando algo a una reducida bandada de gorriones que danzaba alrededor de sus pies. Oh, Dios, ¿iba a caer Brunetti en la seducción de unas pocas migas de pan arrojadas a unos pájaros hambrientos? Se blindó y se acercó al hombre.
Morandi lo oyó llegar, echó a los pájaros el resto de lo que tenía en las manos, y se puso en pie. Sonrió, borrado o ignorado todo recuerdo de su primer encuentro, y alargó la mano. Brunetti se la estrechó y quedó sorprendido por lo débil del apretón. Bajando la mirada, pudo ver la piel sonrosada de la cabeza brillar a través de los mechones de pelo oscuro pegados a aquélla.
—¿Nos sentamos? —propuso Brunetti.
El anciano se inclinó, apoyándose con una mano, y fue descendiendo despacio hasta sentarse en el banco. Brunetti dejó un espacio entre ambos y también se sentó, y los pájaros se congregaron a los pies de Morandi. Automáticamente se introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó algunos granos, que arrojó al campo. Sobresaltados por el movimiento de su brazo, algunos pájaros emprendieron el vuelo, sólo para aterrizar en medio de los granos, a la vez que llegaban los que habían decidido correr. No rivalizaban ni disputaban, sino que todos se dedicaban a comer cuanto podían.
Morandi miró a Brunetti y dijo:
—Vengo casi todos los días, así que ya me conocen.
—Mientras hablaba, los pájaros empezaron a acercarse, pero él se recostó y cruzó los brazos sobre el pecho—. Basta. Ahora tengo que hablar con este caballero.
Los pájaros piaron en son de protesta, esperaron un momento y luego lo abandonaron en grupo al advertir la llegada de una mujer de pelo blanco al otro lado del
campo.
—Creo que debería decírselo,
signor
Morandi —empezó Brunetti, considerando que era mejor limpiar su conciencia—. No he venido por la pensión.
—¿Quiere decir que no va a tener un aumento? —preguntó, inclinándose adelante y volviéndose hacia Brunetti.
—No había equivocación. Ya está recibiendo su pensión por esos años.
—¿Así que no habrá aumento? —insistió Morandi, negándose a creer lo que oía.
Brunetti negó con la cabeza.
—Me temo que no,
signore.
Los hombros de Morandi cayeron, y luego se enderezó, apoyado en el respaldo del banco. Miró a través del
campo,
veteado por el sol de tarde, pero a Brunetti le pareció como si el anciano mirase a través de un páramo, de un desierto.
—Siento haber despertado sus esperanzas.
El anciano se inclinó a un lado y puso una mano en el brazo de Brunetti. Le dio un leve apretón y dijo:
—No se preocupe, hijo. Las cosas nunca han ido bien desde que empezó a cobrar la pensión, pero al menos esta vez podíamos tener una pequeña esperanza.
Miró a Brunetti y trató de sonreír. Allí estaban las mismas venas rotas, la misma nariz estropeada y el pelo ridículo, pero Brunetti se preguntaba qué se había hecho del hombre al que había visto en la
casa di cura,
pues seguro que no era el mismo. El enojo, el miedo o lo que quiera que fuese había desaparecido. Allí, a la luz del sol, Morandi era un anciano tranquilo en el banco de un parque. Quizá, a la manera de un guardaespaldas, Morandi reaccionaba sólo en defensa de aquello que tenía la misión de proteger, y para el resto se contentaba con sentarse y echar semillas a los pajaritos.
¿Qué hacer entonces con sus antecedentes penales? ¿Cuántos años se necesitaban para que unos antecedentes dejaran de tener importancia? Morandi lo sorprendió al preguntar:
—¿Es usted policía?
—Sí. ¿Cómo lo ha sabido?
Morandi se encogió de hombros.
—Cuando lo vi en la habitación fue lo primero que pensé, y ahora que me dice que no estaba allí por lo de la pensión, lo he vuelto a pensar.
—¿Por qué creyó usted que era policía? —quiso saber Brunetti.
El anciano lo miró.
—Pensaba que ustedes vendrían. Tarde o temprano —dijo, expresándose en plural. Volvió a encogerse de hombros y apoyó las manos abiertas en los muslos—. Pero no creí que les llevara tanto tiempo.
—¿Por qué? ¿Cuánto ha durado?
—Desde que ella murió.
—¿Y por qué creía usted que vendríamos?
Morandi se miró el dorso de los dedos, luego miró a Brunetti y después otra vez sus manos. Con una voz mucho más baja, dijo:
—Por lo que hice.
Dicho esto, tensó los codos, adelantó los brazos y se agarró los muslos. No se disponía a ponerse en pie. Brunetti pudo ver que miraba al suelo. De pronto los pájaros volvieron, se lo quedaron mirando y piaron insistentemente. Brunetti pensó que el hombre no los veía.
Con visible esfuerzo, el anciano se incorporó y luego se apoyó de nuevo en el respaldo del banco. Miró el reloj y, bruscamente, se levantó. Brunetti lo imitó.
—Es hora. Tengo que ir a verla. Su médico llega a las cinco, y las hermanas me dijeron que podría verla después de que él hablara con ella. Pero sólo unos pocos minutos. Así ella no tendrá que preocuparse por nada de lo que él le diga.
Se volvió y caminó en dirección a la
casa di cura,
al otro lado del
campo.
El edificio sólo disponía de una puerta, la principal, de modo que Brunetti podía esperar fácilmente en el
campo,
pero echó a andar junto a Morandi, el cual pareció no darse cuenta; o si se dio, no se preocupó.
Esta vez, por deferencia a la edad del otro, Brunetti tomó el ascensor, aunque los odiaba y se sentía atrapado en su interior. La tolteca esperaba frente al ascensor, sonrió a Morandi, dirigió una inclinación de cabeza a Brunetti y tomó al anciano del brazo para conducirlo a través de la puerta de la residencia, pasillo adelante.
Brunetti se dirigió a una salita de espera desde la que se veía la puerta principal. Se sentó en una silla precaria y cogió la única revista —
Famiglia cristiana
— que había en una mesa. En un momento dado se encontró ante la necesidad de elegir entre leer la lección semanal de catecismo del papa o la receta de una empanada de queso y jamón. En el momento en que los ingredientes se ponían en el horno, oyó unos pasos que entraban en la habitación.
Un mechón de cabello de Morandi colgaba suelto y serpeaba hasta la hombrera de su chaqueta. Se quedó mirando a Brunetti con ojos aturdidos.
—¿Por qué tienen que decir la verdad? —preguntó mientras entraba, con voz áspera y desolada.
Brunetti se apresuró a ponerse en pie y tomar al hombre por el brazo. Sosteniéndolo, lo condujo hacia el sofá, que tenía un relleno excesivo. Morandi se sentó en el centro, cerró el puño derecho y golpeó con él varias veces el asiento junto a él.
—Médicos. Al infierno con todos ellos. Hijos de perra todos.
Con cada frase su rostro se volvía más veteado y el puño golpeaba el mullido asiento, y con cada frase se iba pareciendo más al hombre que Brunetti había visto en la habitación de la
signora
Sartori.
Finalmente, agotado, se recostó en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Brunetti regresó a su silla, cerró la revista y la volvió a colocar en la mesa. Esperó, preguntándose qué Morandi sería el que abriera los ojos, el san Francisco de corazón tierno o el enfurecido enemigo de los médicos y de los burócratas.
Pasó el tiempo, y Brunetti lo dedicó a construir un escenario. Morandi esperaba que la policía se presentara y diera con él tras la muerte de la
signora
Altavilla: ¿y por qué razón que no fuera la culpa? Recordando aquellos morados, Brunetti dirigió la mirada a las manos de Morandi: anchas y gruesas, las manos de un obrero. Si la visión de un extraño en la habitación de la
signora
Sartori o la idea de que un médico le dijera la verdad lo catapultaba a semejante acceso de ira, ¿cómo era probable que respondiera a..., a qué, exactamente? ¿Qué forma había adoptado la peligrosa honradez de la
signora
Altavilla? ¿Lo animó a que confesara su intervención en el engaño a Madame Reynard, sin considerar su efecto sobre la
signora
Sartori?
La mente de Brunetti se desplazó a una pared.
Oddio!,
¿y si el testamento de Madame Reynard no hubiera sido falsificado? ¿Y si la caligrafía fuera sin duda la suya, y realmente hubiera querido dejárselo todo a su abogado quien, ciertamente, se había mostrado tan cortés y servicial como el mismo Lucifer? El hecho de que Cuccetti fuera un embustero y un ladrón a los ojos de media Venecia no significaba nada si, con sinceridad, la anciana hubiera querido legarle sus bienes. ¿Acaso tan sólo el bien debe ser recompensado?
¿Por qué, entonces, el piso, y de dónde procedían el Dillis, los Tiepolos y el Salathé? Brunetti miró al anciano, que parecía haberse quedado dormido, y a él lo invadió el deseo de agarrarlo por los hombros y zarandearlo hasta que dijera la verdad.
Silenciosamente, como para no molestar al durmiente, Brunetti sacó del bolsillo el llavero de la
signora
Altavilla, que había recogido en el cuarto de pruebas antes de abandonar la
questura.
Lo sostuvo entre las manos, utilizó la uña del pulgar para abrir el anillo metálico, y luego deslizó la tercera llave —la que no encajaba en ninguna cerradura— hacia la estrecha abertura. Tiró de ella despacio, despacio, hasta que se soltó sobre su mano. Inclinándose, depositó la llave en el muslo derecho de Morandi, y luego volvió a guardarse el llavero en el bolsillo, cruzó los brazos y se recostó en la silla.
Consideró impertinente mirar al hombre dormido, de modo que volvió la vista hacia la ventana y al muro en la orilla opuesta del canal, mientras pensaba en los monos. Recientemente había leído un artículo que trataba de unos experimentos ideados para estudiar el sentido innato de la justicia en una especie de mono que Brunetti no podía recordar. Cuando cada miembro del grupo se acostumbraba a recibir la misma recompensa por la misma acción, los demás monos se enfadaban si uno recibía más que sus iguales. Aunque la causa de su agitación no era más que la diferencia entre un trozo de pepino y un grano de uva, a Brunetti le pareció que reaccionaban de una manera muy humana: la recompensa inmerecida era ofensiva incluso para los que no perdían nada con ella. Añádase a esto la presunción de engaño o robo por parte del ganador del grano de uva, y el sentimiento de agravio se reforzaba. En el caso del
avvocato
Cuccetti, sólo se contaba con la presunción de robo; nada más, aunque había sido recompensado con algo que superaba considerablemente un grano de uva. Había pasado bastante tiempo, sin embargo, y no habría consecuencias legales aun en el caso de que la presunción se confirmara. Aunque se pudiera probar que había robado el grano de uva, no había que devolverlo.
Morandi no se sorprendió por la llegada de un policía: pensaba que la policía debía presentarse por lo que había hecho. ¿Debido al testamento de Madame Reynard? ¿Porque fue a ver a la
signora
Altavilla? ¿Porque trató de razonar contra su tremenda honradez? ¿O porque la agarró por los hombros y trató de hacerla entrar en razón? ¿O la derribó, habiendo visto o no el radiador?
De vez en cuando pulsaban el timbre, y la tolteca iba a abrir la puerta, pero quienes llegaban estaban preocupados por otras cosas y no se molestaban en mirar hacia la habitación. De haberlo hecho, ¿qué hubieran visto? A otro de los residentes en el establecimiento, rendido a causa de las preocupaciones del día. ¿Y era su hijo el que estaba sentado con él?
—¿Qué es lo que desea? —preguntó el anciano con voz mortecina.
Brunetti miró a Morandi y vio que estaba completamente despierto y que tenía la llave en una mano. La frotó entre el pulgar y el índice, como si fuera una moneda y comprobara si era o no falsa.
—Me gustaría que me hablara de la llave.
—O sea, que la tenía ella —dijo Morandi con tranquila resignación.
—Sí.
El anciano sacudió la cabeza con un gesto de evidente contrariedad.
—Estaba seguro de que la tenía, pero me dijo que no estaba allí.
—Y no estaba.
—¿Qué?
—Se la había dado a otra persona.
—¿A su hijo?
—A una amiga.
—Oh —exclamó Morandi, resignado, y luego añadió—: Debió habérmela dado.
—¿Usted se la pidió?
—Desde luego. Por eso fui allí, para recuperarla.
—¿Pero?
—Pero no quiso dármela. Dijo que sabía lo que era y que no era justo que yo la tuviera, ni que los tuviera.
—Comprendo. ¿Se lo dijo a ella la
signora
Sartori?
Al anciano le sobrevino un estremecimiento como los que Brunetti había visto en los perros. Empezó por la cabeza y, gradualmente, afectó a los hombros y los brazos. Otros dos mechones de pelo se desprendieron de la cabeza y cayeron sobre la solapa de la americana. Brunetti no supo si trataba de sacudirse la pregunta que le había formulado o la respuesta a ella. Dejó de moverse, pero siguió sin hablar.