Testamento mortal (15 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #novela negra

Leyó algunos artículos más
y
luego, agotado su interés por el periódico, se levantó, se afeitó, se duchó y fue a la cocina, donde encontró a Paola con
La Repubblica
extendida ante ella en la mesa, y con la barbilla apoyada en las palmas de las manos.

Al oírlo entrar, dijo:

—Nunca fui capaz de leer
Pravda,
pero me pregunto si todos los demás periódicos son simples variaciones de ella.

—Probablemente —admitió él, dirigiéndose hacia el fregadero para volver a llenar la cafetera.

—Cuando estudiaba en Inglaterra —continuó ella— me acostumbré a los periódicos que traían una parte de noticias y otra parte, separada, con los artículos de opinión.

—Advirtió que él le prestaba atención, de modo que cogió el periódico por la parte inferior y sacudió las páginas como si tratara de barrer las migas del mantel—. Aquí no hay diferencia. Todo está editorializado.

—Lo otro no es mejor. Y recuerda que
La Repubblica
tiene buena reputación.

Ella se encogió de hombros y dijo, con verdadera decepción:

—Esperaría algo mejor de ella.

—Eso es una bobada —dijo Brunetti, y puso la cafetera al fuego.

—Ya lo sé, pero eso no me impide tener esperanzas.

—Luego, cerrando el periódico, añadió—: El cazo está en el fregadero.

De este modo le dejaba a él la tarea de calentar la leche para el café. Luego preguntó, mientras el café empezaba a golpetear la tapa de la cafetera:

—¿Has averiguado algo sobre la muerte de esa mujer?

—Según Rizzardi la causa física fue un ataque al corazón —dijo, sabiendo que Paola le pillaría.


Y
La Repubblica
tiene buena reputación.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, aunque sospechaba que lo sabía.

—En lógica, el error se llama Apelación a la Autoridad —respondió ella, provocando su confusión—. Tú me dices que según Rizzardi fue un ataque al corazón, en el mismo tono con que dices que éste es un buen periódico. Estás citando autoridades, pero tú no te las crees.

—Aguardó el comentario de él, pero como no hizo ninguno, añadió—: Hay algo que te preocupa, y yo supongo que es la muerte de esa mujer, lo cual significa que probablemente no crees a Rizzardi o, lo que es más probable aún, que él se muestra más jesuítico que de costumbre, y tú lo sabes.

—Le sonrió y alargó su taza para pedir más café—. Eso es lo que quería decir.

—Entiendo —respondió Brunetti sirviéndole más café y sirviéndose luego él. Añadió leche y azúcar, y luego se sentó frente a su mujer. Cuando vio que había captado su atención, dijo—: Se encontraron morados en la garganta y en los hombros.

Alargó las manos hacia ella para mostrar lo que quería decir.

—Apretarle a alguien el hombro no le causa un ataque al corazón —replicó ella en tono tranquilo, como si se tratara de una conversación normal ante un café y el periódico de la mañana.

—Sí lo causa si esa persona tiene un historial de fibrilación cardíaca y está tomando propafenona.

—¿Y eso qué es?

—Una medicina contra la fibrilación.

—Le dejó unos momentos para considerarlo y añadió—: O sea, que si una persona tomara eso para una dolencia del corazón, y alguien la agarrara y la tratara con brusquedad, podría provocarle la fibrilación. Eso es lo que Rizzardi cree que pudo haber causado la muerte. Y había lesiones en dos vértebras.

—Se dio cuenta de que estaba forzando el argumento, así que dijo—: También cayó y se golpeó la cabeza. Contra un radiador. Ésa pudo haber sido la causa.

—¿Pudo haber sido?

La miró a los ojos y tomó unos sorbos de café.

—El huevo o la gallina —no pudo evitar decir, y luego agregó, de mala gana—: La fibrilación. Lo demás es tan sólo una posibilidad, una elucubración.

—¿Tuya o de él?

—De los dos.

Paola bebió de su taza, luego removió el café unas cuantas veces y se bebió el resto.

—¿Qué dice Patta?

Brunetti tuvo la gentileza de sonreír.

—Nada nuevo. Quiere que el caso quede resuelto, y estoy seguro de que se siente tan feliz como unas pascuas con la explicación obvia: ataque al corazón. Y así acaba la cosa.

—Pero no para ti.

Esta vez fue Brunetti quien jugó con su taza. Vació la cafetera en ella, añadió azúcar y leche y se la bebió.

No lo sé. No puedo decirlo; realmente no puedo. Hay algo en esto que me hace sentir incómodo. Al parecer, daba refugio a mujeres que huían de hombres peligrosos, y la monja de la
casa di cura
en la que trabajaba se mostró demasiado discreta al hablar de ella.

—Guido —dijo ella armándose de paciencia—, no hay ningún eclesiástico, a pesar de lo que crees, capaz de decir la verdad lisa y llanamente.

—Eso no es cierto —rechazó Brunetti, tajante. Luego, más despacio—: Ha habido algunos.

—Algunos.

—De todos modos, tú nunca te fiaste de ellos.

—Pues claro que no me fío. Pero no los cuestiono en situaciones en las que la gente podría mentir: personas muertas o que podrían haber sido asesinadas. Recuérdalo, por favor. Yo hablo del tiempo con ellos cuando me los encuentro en casa de mis padres. La lluvia es un tema fascinante: demasiada o poca. Les gustan los absolutos. Pero esto no es lo mismo.

—¿Y te fías de ellos cuando hablan del tiempo?

—Sólo si estoy cerca de una ventana y miro fuera —respondió Paola, que se puso en pie y dijo que debía irse a la universidad.

Una vez se hubo marchado, Brunetti echó un vistazo al periódico que ella había dejado en la mesa de la cocina, pero fue incapaz de concentrarse en nada de lo que leía. Meditó sobre lo que acababa de decirle a Paola, consciente de que sus observaciones, fruto de su instinto, reflejaban sus sentimientos sobre la muerte de la
signora
Altavilla. La monja sabía más de lo que había dicho, y él necesitaba averiguar más acerca de Alba Libera.

Se dirigió a la sala de estar y marcó el número del despacho de la
signorina
Elettra. Pero entonces recordó que era martes, y que ella estaría aún en el mercado de Rialto, seleccionando las flores para el despacho del
vicequestore
Patta y para el suyo. Así que marcó el número de su
telefonino.
Ella contestó con un lánguido
«Sì, Commissario?»,
y Brunetti fue acometido de nuevo por el sentimiento de que era una injusta ventaja psicológica ver quién le estaba llamando.

—Buenos días,
signorina
—dijo con suavidad—. Me gustaría pedirle que haga algo por mí.

—Desde luego,
signore
, en cuanto esté de regreso en el despacho.

—Oh, ¿no está usted allí? —preguntó, con falsa sorpresa.

—No, señor, estoy en el mercado. Es martes, ¿sabe?

Él era su superior, ella no estaba en su puesto de trabajo y no era previsible que volviera a él antes de una hora, en el mejor de los casos. Probablemente había requisado una lancha de la policía para que la llevara al mercado a comprar flores, o había acordado que una pasara a recogerla y la transportara —junto con las flores— de regreso a la
questura,
en clara violación de las disposiciones reglamentarias. A él le correspondía la responsabilidad de reconvenirla y de velar porque esa extralimitación no se repitiera.

—Si estoy ahí dentro de cinco minutos, ¿podría llevarme a un sitio por motivos de trabajo?

—Desde luego. O puedo decirle a Foa que atraque al final de su calle y lo recoja allí.

A Brunetti le costó un segundo recuperar el aliento, y se limitó a decir:

—No, es demasiada molestia. Me reuniré con usted en los puestos de flores.

Colgó el teléfono, regresó al dormitorio para coger su chaqueta y abandonó el piso.

Sólo necesitó unos minutos para llegar al mercado, dejando los puestos de pescado a un lado, con su penetrante olor, algo que siempre le había gustado. Cuando alzó la vista de un voluminoso calamar, vio a la
signorina
Elettra de pie, sosteniendo unas flores en los brazos, frente al puesto, que realmente no era tal, sino una hilera de grandes macetas de plástico, cada una repleta de flores. Comprar las flores en ese puesto y no en la floristería Biancat era la contribución de la
signorina
Elettra a la última demanda del
vicequestore
Patta, de que debía cesar todo gasto innecesario en la
questura.

Brunetti nunca había destacado por recordar los nombres de las flores. Los lirios los conocía porque a menudo se los llevaba a Paola, y los claveles y las rosas eran fáciles de reconocer. Pero aquellas pequeñas, con los pétalos brillantes y rizados... había olvidado su nombre, como también el de aquellas otras redondas, llamativas, del tamaño de naranjas, con miles de pétalos picudos. Reconocía los gladiolos, pero nunca le habían gustado, y la fragancia de las azucenas siempre le hacía sentirse ligeramente enfermo.

—Buenos días,
commissario
—dijo la
signorina
Elettra con una luminosa sonrisa cuando lo vio aproximarse.

Llevaba una chaqueta de seda azul cobalto, y contra las flores rojas y amarillas aún parecía, de algún modo, más brillante. Le alargó tres ramos, que pronto fueron reemplazados en los brazos de ella por otros que le entregó la vendedora. Mientras Brunetti esperaba, la
signorina
Elettra apartó un brazo lo suficiente como para entregar unos billetes a la mujer. A cambio no se le dio recibo alguno: segunda infracción de la mañana.

—¿Equipamiento de oficina? —preguntó, señalando con un gesto de la cabeza las flores de ella e ignorando las que llevaba él.

—Oh,
commissario
—replicó la
signorina
Elettra con un inequívoco tono de sorpresa—, usted sabe que nunca me permitiría la menor irregularidad que afectara a las cuentas de la
questura.

—Cuando se dio cuenta de que Brunetti no iba a adoptar el papel de hombre recto, dijo—: Resulta que tengo el recibo de unos cartuchos de color para una impresora. Los presentaré: el importe es más o menos el mismo.

Él no quiso saber. No quiso saber. De este modo, la florista no pagaba impuestos por la venta. Alguien le había dado a la
signorina
Elettra el recibo de alguna compra particular, y la
questura
pagaba por unas flores mágicamente transformadas en cartuchos de color. Antes de subir a la embarcación y hacer también un uso inadecuado de ella, Brunetti decidió dejar de llevar la cuenta de las infracciones.

Foa apareció por la izquierda y se hizo cargo de las flores de la
signorina
Elettra. Al otro lado del mercado, una lancha de la policía estaba amarrada en la
riva,
con el motor en marcha y con otro oficial uniformado al timón. Foa le pasó las flores a su colega, saltó a la embarcación y ayudó a la
signorina
Elettra a ocupar su sitio, luego se adelantó, tomó las flores de Brunetti, y dejó que éste subiera a bordo por sus propios medios.

Brunetti abrió la puerta de la cabina y se reunió con la
signorina
Elettra. Cuando estuvieron sentados y la embarcación pasaba bajo el Rialto, dijo:

—Signorina,
¿sabe usted algo de una organización llamada Alba Libera?

La
signorina
Elettra abrió mucho los ojos, dando a entender que ya sabía por dónde iba.

—Desde luego, desde luego. Pero me coge usted por sorpresa.

Brunetti asintió a modo de respuesta y comentó:

—Ella era miembro de la organización; bien, al menos, colaboradora. Y por lo que contó su vecina, acogía a mujeres.

—Eso explica lo de la ropa interior.

Brunetti dejó pasar unos instantes antes de preguntar:

—¿Sabe usted algo acerca de esa gente?

Lo miró a los ojos y luego dejó que los suyos se desplazaran hacia los edificios ante los que estaban pasando. Finalmente volvió a mirarlo y dijo:

—Un poquito.

—¿Puedo preguntarle en qué consiste ese poquito?

—En lo que usted acaba de decir,
signore:
proporcionan lugares seguros a mujeres para que se alojen en ellos.

—¿Mujeres en peligro?

—Todas las mujeres que se ponen en contacto con ellos están necesitadas.

—¿Eso es todo lo que la interesada tiene que decir?

—Estoy segura de que le piden pruebas.

—¿Y en qué consistirían? —indagó Brunetti con voz serena.

—Informes policiales.

—Una prolongada pausa—. O informes del hospital.

—Comprendo. Usted parece familiarizada con ellas.

Brunetti trató de emplear un tono diplomático y neutro. Ella sonrió.

—Cada año les doy dinero. Pero como trabajo donde trabajo, nunca me he ofrecido para acoger a ninguna mujer, de modo que no estoy mezclada en eso.

Brunetti asintió y dijo:

—Probablemente eso es lo más sensato.

—Y luego preguntó—: Pero ¿usted sabe quién es esa gente?

—Sí —respondió, como si no mostrara el menor entusiasmo al reconocerlo.

—¿Podría...? —empezó, nada seguro de cómo formular su petición—. ¿Podría presentármelos?

—¿Y avalarlo a usted? —preguntó con una sonrisa.

—Algo así.

—¿Ahora?

—Cuando lleguemos a la
questura
—contestó. Luego preguntó—: ¿Saben dónde trabaja usted?

—No —dijo, rechazando la pregunta con un gesto de la mano—. Sólo que trabajo para un organismo público.

—Mejor así.

—Sí.

14

Cuando llegaron a la
questura,
Foa y su compañero parecieron felices por ayudar a la
signorina
Elettra con las flores, y Brunetti se fue directamente a su despacho. Había algunos informes
y
papeles en su escritorio, la mayoría de carácter burocrático, y pasó algún tiempo hojeándolos.

Lo único que captó su interés fue una solicitud de información sobre una mujer rumana, uno de cuyos nombres Brunetti reconoció. La habían detenido al menos una docena de veces, cada una bajo un seudónimo distinto y con un lugar
y
una fecha de nacimiento diferentes. Al parecer, ahora se la localizaba en Ferrara, donde había sido detenida en la estación del ferrocarril mientras trataba de robar el bolso de una policía fuera de servicio. Se negó a dar cualquier información aparte de su nombre, pero llevaba en el bolsillo el tique de un café en un bar de Castello, de modo que la policía de Ferrara contactó con ellos para darles el nombre que usaba la mujer, su foto y sus huellas dactilares.

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