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Authors: Henry Hazlitt

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

La economía en una leccion (20 page)

El hecho de que el incremento de dinero circulante (incluyendo el crédito bancario) repercuta en los precios ha dado lugar al nacimiento de las más variadas teorías. En primer término, como acabamos de ver, aparecen los que imaginan posible aumentar el volumen dinerario en cualquier medida, sin que resulten afectados los precios. Ven sencillamente en tal mecanismo la manera de aumentar «el poder adquisitivo» de toda la población, de suerte que podrán comprar más cosas que antes. O bien son incapaces de comprender que la colectividad no puede adquirir doble cantidad de bienes que antes, a menos que su producción se duplique, o imaginan que lo único que impide el incremento indefinido de la producción no es la escasez de mano de obra y las limitaciones del horario laboral y de los restantes factores de la producción, sino tan sólo la escasez de medios de pago; si la gente —añaden— desea adquirir los productos y dispone de dinero suficiente para comprarlos, los artículos de consumo surgirían casi automáticamente.

Por otra parte, destacan —y entre ellos algunos eminentes economistas— los que propugnan una rígida teoría en relación con los efectos de la oferta de dinero sobre los precios de las mercancías. Todo el dinero de una nación, aseguran, está siendo ofrecido constantemente por sus poseedores a cambio de la totalidad de las mercancías que se producen. Por consiguiente, el valor de la cantidad total de dinero multiplicado por su «velocidad de circulación», ha de ser siempre igual al valor de la cantidad total de mercancías adquiridas. Y en consecuencia (suponiendo que no se produzca ningún cambio en la «velocidad de circulación»), el valor de la unidad monetaria variará en sentido inverso, guardando siempre exacta proporción con la cantidad de dinero puesta en circulación. A doble cantidad de dinero y crédito bancario corresponderá exactamente un «nivel de precios» doblemente elevado; a triple cantidad, nivel de precios triplemente elevado. En una palabra, si multiplicamos por n la cantidad de dinero en circulación, el nivel de precios quedará automáticamente elevado n número de veces.

No nos es posible, en razón a su extensión, desenmascarar aquí todas las falacias contenidas en este razonamiento aparentemente convincente
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. En lugar de ello trataremos de examinar de modo sistemático por qué causas y en qué forma cualquier incremento en el volumen de dinero en circulación eleva los precios.

El aumento del volumen dinerario se origina siempre de un modo específico. De ordinario se produce porque el Estado realiza más gastos de los que puede o desea afrontar mediante impuestos (o emisiones de deuda pública, cubiertas por la gente con sus ahorros). Supongamos, por ejemplo, que el Estado imprime papel moneda para cubrir gastos dimanantes del programa de defensa nacional. El primer efecto de estos gastos consistirá en una elevación del precio de los suministros de aquellas primeras materias que tengan aplicaciones para fines de guerra y en el aumento de las disponibilidades dinerarias de los contratistas de material bélico y de las de sus empleados y operarios. (Así como en el capítulo destinado al estudio de la regulación estatal de precios hubimos de aplazar el examen de algunas complicaciones originadas por la inflación, al considerar ahora la inflación, conviene, por idéntica razón, pasar por alto las complicaciones derivadas de las medidas estatales en su pretensión de fijar los precios. Si reflexionamos sobre esto, veremos que aquéllas no alteran esencialmente nuestro análisis. Simplemente conducen a una especie de inflación contenida que consigue aminorar u ocultar algunas de sus primeras repercusiones tan sólo a expensas de agravar las funestas consecuencias de su potente manifestación final).

Resulta, en definitiva, que los contratistas de material bélico y sus empleados y operarios obtendrán mayores sumas de dinero. Lo invertirán en mercancías o servicios de los cuales deseen disfrutar. La incrementada demanda de estas mercancías o servicios permitirá elevar el precio a sus vendedores. Aquellos que obtienen ahora mayores ingresos en dinero preferirán abonar precios más elevados a quedarse sin lo que desean adquirir, ya que sus actuales disponibilidades dinerarias les inclinarán a conceder un valor subjetivo menor a la unidad monetaria.

Llamemos grupo A a los contratistas del programa de defensa, junto con sus empleados y operarios, y grupo B a aquellos a quienes los primeros efectúan sus actuales adquisiciones de mercancías y servicios. Los componentes del grupo B, como resultado del aumento conseguido en precios y ventas, comprarán ahora, a su vez, mayor cantidad de mercancías y servicios a un nuevo grupo C. También éstos podrán elevar sus precios, obtener más ingresos y adquirir mayor cantidad de mercancías y servicios a otro grupo D, y así sucesivamente hasta que la elevación de precios e ingresos monetarios se haya extendido virtualmente por todo el país. Cuando se haya cerrado el círculo, casi todos contarán con mayores ingresos dinerarios. Pero (suponiendo que no se haya verificado un aumento equivalente en el volumen de mercancías y servicios producidos) se habrá provocado un alza correlativa en los precios en general y la nación no será ahora más rica que antes.

Esto no significa, sin embargo, que la riqueza absoluta o relativa de cada individuo y su renta conserven las mismas proporciones anteriores dentro de la economía general. Por el contrario, con toda certeza el proceso inflacionario afectará de distinta forma a los diferentes grupos de intereses económicos. Los primeros grupos en recibir dinero adicional serán los que obtendrán mayores ventajas. Los ingresos en dinero del grupo A, por ejemplo, habrán aumentado antes de que se produzca el alza en los precios, permitiéndoles adquirir una cantidad de mercancías casi proporcional al nuevo incremento dinerario de que ahora disponen. Los ingresos en dinero del grupo B aumentarán más tarde, cuando ya se había iniciado la elevación de precios; pero no obstante, también ellos obtendrán ventajas en cuanto al mayor número de mercancías que podrán adquirir. En tanto que los restantes grupos, cuyos ingresos en dinero no han experimentado avance alguno, se verán forzados a abonar precios más elevados por los mismos bienes que necesiten adquirir, significando para ellos tener que conformarse con un nivel de vida inferior al que anteriormente disfrutaban.

Podemos aclarar ideas haciendo uso de una serie de cifras hipotéticas. Supongamos que la población se halla arbitrariamente dividida en cuatro grupos principales de intereses económicos: A, B, C y D, que obtienen, por ese mismo orden, las ventajas iniciales de unos mayores ingresos dinerarios. Cuando los ingresos en dinero del grupo A han aumentado ya en un 30 por 100, todavía no se ha iniciado ningún alza en los precios. En el momento en que los ingresos del grupo B han aumentado en un 20 por 100, los precios no han subido, por término medio, más que un 10 por 100. En tanto que cuando los ingresos del grupo C han ascendido solamente en un 10 por 100, los precios han sido elevados ya en un 15 por 100. Y cuando los ingresos del grupo D no han experimentado aún aumento alguno, los precios que ha de pagar por los bienes que normalmente compra han sido elevados ya en un promedio del 20 por 100. En otras palabras, las ventajas logradas por el grupo primero, derivadas del aumento de precios o salarios provocadas por el proceso inflacionario, se obtienen necesariamente a expensas de las pérdidas sufridas (como consumidores) por los componentes de los últimos grupos en conseguir elevar sus salarios o el precio de sus mercancías.

Es posible que si se consigue detener la marcha ascendente de la inflación al cabo de unos pocos años, el resultado final sea un incremento medio, pongamos por caso, del 20 por 100 en los ingresos dinerarios y una elevación de igual magnitud en el nivel general de precios, distribuidos ambos equitativamente entre los diferentes grupos de intereses económicos. Pero este nuevo equilibrio no dejará canceladas las ganancias y pérdidas experimentadas durante el período de transición. El grupo D, por ejemplo, aun cuando haya conseguido finalmente un aumento del 25 por 100 en el precio de las mercancías que ofrece o servicios que presta, tal aumento en sus actuales disponibilidades dinerarias no le permitirá comprar mayor número de mercancías o servicios del que normalmente adquiría antes de iniciarse el proceso inflacionario. Nunca le serán compensadas las pérdidas que tuvo que soportar durante el período de transición, cuando sus ingresos permanecían estacionados y se veía forzado a abonar un aumento del 30 por 100 en los precios de los servicios y mercancías que compraba a los otros grupos A, B, y C.

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De lo expuesto se desprende que la inflación es un mero ejemplo adicional de nuestra lección central. Puede, en efecto, beneficiar durante breve período a los sectores favorecidos, aunque sólo a expensas de otros grupos. Y a largo plazo engendra consecuencias desastrosas para la comunidad entera. Basta una inflación relativamente suave para desarticular la estructura de la producción, favoreciendo la expansión excesiva de unas industrias a expensas de las restantes. Todo ello implica malinversión y derroche de capital. Cuando la inflación se derrumba o es detenida, la equivocada inversión de capital —en máquinas, factorías o edificios— aparece incapaz de producir beneficios suficientes y pierde la mayor parte de su valor.

Tampoco es hacedero detener la inflación de manera suave, evitando de tal suerte la subsiguiente depresión. Una vez embarcados en la nave de la inflación, ni siquiera es posible detenerla con arreglo a previsores planes, ni cuando los precios alcanzan el nivel preestablecido, pues las fuerzas políticas y económicas escaparían fatalmente a cualquier clase de control. No cabe argumentar en pro de la subida del 25 por 100 en los precios, sin que alguien alegue que tal razonamiento doblemente induce a un aumento del 50 por 100 y otro asegure que es cuatro veces más convincente para llevar a cabo un incremento del cien por cien. Los grupos políticos influyentes que se beneficiaron de la inflación se opondrán a que se le ponga término.

Es imposible, además, controlar el valor del dinero en épocas de inflación, pues como hemos visto, en este orden de cosas la relación de causa a efecto no responde a leyes meramente mecánicas. No cabe, por ejemplo, predecir que un aumento del cien por cien en el volumen de dinero en circulación implicará un descenso del 50 por 100 en la cotización de la unidad monetaria. El valor del dinero depende, según ya hemos visto, de las valoraciones subjetivas de quienes lo poseen. Y estas evaluaciones no son consecuencia tan sólo de la cantidad de dinero que cada persona tiene a su disposición, sino también de la calidad de ese dinero. En tiempo de guerra, la cotización de las divisas de una nación subirá en el extranjero con la victoria y descenderá con la derrota, independientemente del aumento o disminución de su volumen. La valoración actual dependerá a menudo del volumen que la gente imagine existirá en el futuro. Y como ocurre en la especulación mercantil, la evaluación asignada por cada persona a una divisa monetaria queda influida no sólo por lo que ella estima debe ser su valor actual, sino también por lo que supone va a ser la evaluación que todos los demás le asignarán en el futuro.

Ello explica por qué tan pronto queda abiertamente implantada la superinflación, el valor de la unidad monetaria desciende a un ritmo muy superior al de la cantidad de billetes emitidos o que puedan adicionarse a los ya en circulación. Cuando se inicia esta etapa, el desastre es casi completo y la bancarrota se anuncia.

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Aun así y todo, jamás se extingue el entusiasmo por la inflación. Parece como si ningún país fuera capaz de aprovechar la experiencia de otros y ninguna generación de escarmentar ante las adversas enseñanzas legadas por sus antepasados. Cada generación y cada nación son víctimas de idéntico espejismo. Todos pugnan por alcanzar el mismo fruto del Mar Muerto, que luego se torna polvo y ceniza en sus bocas. Pues característica esencial de la inflación es infundir aliento a miles de engañosas ilusiones.

En nuestros tiempos, la argumentación más persistente presentada en favor de la inflación consiste en afirmar que «pondrá en movimiento las ruedas de la industria», evitará las irreparables pérdidas que se derivan del ocio involuntario provocado por la paralización mercantil e industrial y facilitará «pleno empleo». Esta argumentación, en su más elemental exposición, se apoya en la inmemorial confusión existente entre dinero y riqueza. Da por supuesto que mediante tan burdo mecanismo se puede crear «nuevo poder adquisitivo» y que sus efectos se expandirán en círculos cada vez más anchos, como las ondas que produce una piedra al caer en un estanque. Es evidente que quienes así arguyen no se han detenido a considerar que lo único que tiene verdadera capacidad de compra para «adquirir» mercancías es el ofrecimiento de otras mercancías a cambio de aquéllas. Lo que fundamentalmente ocurre en una economía de mercado es que las mercancías producidas por A son canjeadas por las que produce B
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.

Lo que la inflación realmente hace es provocar mutaciones en las relaciones entre precios y costos. Se persigue a través de ella principalmente una elevación del nivel general de los precios de las mercancías con relación al nivel general de los actuales salarios, al objeto de restaurar los decaídos beneficios de las empresas, y de esta forma, al haber restablecido un equilibrio viable en la relación entre precios y costos, estimular la recuperación de la producción en aquellos sectores de la economía donde existan actualmente recursos ociosos.

Debería quedar fuera de toda discusión que tal objetivo podría ser alcanzado de modo más directo y honesto mediante la reducción de salarios. Pero los más sutiles partidarios de la inflación opinan que tal medida no puede ser adoptada hoy en día por razones políticas. En ocasiones van más lejos y aseguran que toda propuesta, cualesquiera que sean las circunstancias concurrentes para reducir directamente los salarios al objeto de aminorar el paro, es «antilaboral». Pero lo que ellos proponen, expuesto con toda crudeza, es defraudar a los trabajadores, reduciendo los salarios reales (es decir, expresados en términos de capacidad de compra) mediante un alza en los precios.

Olvidan que el propio sector laboral ha mejorado mucho sus conocimientos en la materia; que los grandes sindicatos disponen de economistas especializados en asuntos laborales que vigilan con atención las variaciones en los números índices y a quienes no se engaña fácilmente. Es muy improbable, por tanto, que en las actuales circunstancias la inflación consiga alcanzar ninguno de sus objetivos políticos o económicos. Son precisamente los sindicatos más poderosos, cuyos salarios más elevados habrían de ser necesariamente minorados para que tuviera éxito la medida, los que primeramente insistirán en que aquéllos sean elevados, cuando menos en proporción con los aumentos del índice del costo de vida. Si prevalece la demanda de los sindicatos, el actual equilibrio en la relación entre estos salarios clave y los costos, considerado poco viable para la pronta reanudación de los negocios, permanecerá inalterado. Es muy probable, sin embargo, que se originen aún mayores distorsiones en la estructura de los actuales salarios, pues el alza de precios hará que la gran masa de trabajadores no sindicados, cuyas retribuciones, aun antes de iniciarse la inflación, no rebasaban los tipos normales de salario (e incluso es posible que estuvieran indebidamente deprimidos por efecto del exclusivismo sindical), sufra mayores menoscabos todavía durante el período de transición.

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