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Authors: Henry Hazlitt

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

La economía en una leccion (21 page)

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Los más sutiles defensores de la inflación son insinceros. No exponen su pensamiento con lealtad y terminan por engañarse a sí mismos. Comienzan de pronto a hablar del papel moneda en términos parecidos a los empleados por los más ingenuos inflacionistas, como si aquél representara una forma de riqueza que pudiera incrementarse a voluntad con sólo disponer de una simple imprenta. E incluso llegan a discutir enfáticamente la cuestión relativa a cierto «multiplicador», que por arte de magia convierte cada dólar impreso e invertido por el Estado en el equivalente de varios dólares que se suman a la riqueza del país.

En una palabra, deliberadamente equivocan y consiguen que la opinión pública no se dé cuenta de las causas reales de cualquier depresión. Las verdaderas causas radican, en la mayor parte de los casos, en el defectuoso ajuste de la estructura salario-costo-precio: desajuste en las relaciones entre precios de primeras materias y productos acabados o entre distintos precios o salarios. En un momento dado, esos desajustes han apartado todo incentivo de la producción o han hecho realmente imposible que la producción prosiga, extendiéndose la depresión debido a la interdependencia orgánica de nuestra economía de mercado. En tanto no se corrijan esos desajustes, será imposible restablecer totalmente la producción y el empleo.

Cierto que en determinados casos pueden corregirse aquéllos mediante la inflación; pero éste es siempre un mecanismo artificioso y lleno de peligros. No lleva a cabo sus reajustes abierta y lealmente, sino mediante engañosas ilusiones. Es como obligar a las gentes a iniciar la jornada una hora antes, haciéndoles creer que son las ocho cuando en realidad son las siete. Probablemente no es simple coincidencia que este mundo que recurre a la ficción de adelantar los relojes una hora para el logro de aquella finalidad haya de valerse de la inflación para obtener análogos resultados en la esfera económica.

La inflación cubre cualquier proceso económico con un velo de ilusión. Confunde y engaña a la inmensa mayoría, e incluso a quienes sufren sus consecuencias. Estamos todos acostumbrados a medir nuestros ingresos y riqueza en términos monetarios. Este hábito mental es tan poderoso que incluso economistas y estadísticos profesionales no pueden deshacerse de él. Es difícil estar atentos siempre en las relaciones económicas a los bienes y bienestar reales que las suscitan. ¿Quién de nosotros no se siente más rico y satisfecho cuando oye decir que la renta nacional se ha duplicado (en dólares, por supuesto), en comparación con la de algún período preinflacionario? Incluso el empleado que percibía 25 dólares y ahora gana 35, cree que ha mejorado de situación, aunque ahora todo le cueste doble que cuando ganaba 25 dólares. No es que permanezca ciego ante el alza experimentada en el costo de la vida. Pero no advierte tan claramente su situación real actual como lo hubiera hecho si, permaneciendo inalterado el actual coste de la vida, le hubiera sido reducido el salario al objeto de asignarle el mismo poder adquisitivo más reducido que ahora posee como consecuencia del alza en los precios y aun a pesar del aumento conseguido en términos monetarios. La inflación es la autosugestión, la hipnosis o anestesia que amortigua el dolor de la operación. Es el opio del pueblo.

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Ese es precisamente el objetivo económico que se pretende alcanzar. Los modernos gobernantes, partidarios decididos de la «economía planificada», acuden con tan encendido entusiasmo a la inflación porque enturbia y trastoca todo el proceso económico. En el capítulo 3, por citar un ejemplo, hicimos ver cómo la creencia de que las obras públicas necesariamente crean nuevos empleos es falsa. Si se obtuvo el dinero mediante impuestos, según allí se expuso, por cada dólar que el Estado gastó en obras públicas se invirtió un dólar menos por los contribuyentes en sus propias necesidades, y por cada empleo proporcionado mediante el gasto público se destruyó otra colocación en la industria privada.

Pero supongamos que no se ha querido afrontar ese gasto mediante imposición fiscal. Imaginemos que se prefirió acudir al mecanismo de las financiaciones deficitarias, es decir, al empréstito estatal o sencillamente a la impresión de papel moneda. En tal caso, el resultado aludido parece que no se registra. Las obras públicas parece que nacieron a impulsos de «un nuevo poder adquisitivo». No cabe afirmar que haya sido éste detraído a los contribuyentes. De momento, pues, el país parece haber sacado algo de nada.

Ahora bien, ateniéndonos a nuestra lección, detengámonos a examinar las consecuencias a largo plazo. El empréstito ha de ser reembolsado algún día. El Estado no puede acumular indefinidamente deuda tras deuda, y si lo intenta, pronto o tarde desembocará en la bancarrota. Tal como Adam Smith señalaba en el año 1766: «Cuando las deudas públicas o estatales han alcanzado cierto grado de acumulación, apenas existe, según creo, un sólo ejemplo en que hayan sido completa y equitativamente pagadas». La liberación de las rentas públicas, si es que alguna vez se ha llevado a cabo, ha sido siempre mediante una bancarrota, rara vez declarada, pero siempre real, aunque frecuentemente se haya querido disimularla con un pago ficticio.

Cuando el Estado decide, finalmente, satisfacer la deuda contraída a causa de las obras públicas, se ve obligado necesariamente a imponer a la comunidad un gravamen fiscal superior a los gastos presupuestarios que realiza. Por consiguiente, durante este último período se ve forzado a destruir mayor número de empleos del que puede proporcionar mediante el gasto público. El inevitable incremento en la imposición fiscal no sólo detrae de la comunidad más poder adquisitivo; debilita o destruye en los empresarios el incentivo de la producción y reduce la riqueza y la renta total del país.

La única forma de escapar a esta conclusión es presumir (como sin duda hacen siempre los partidarios del «gasto público») que los gobernantes tan sólo realizarán aquellos desembolsos en períodos que de otra suerte habrían sido de depresión o «deflacionarios» y se apresurarán a pagar la deuda contraída en épocas que en caso contrario habrían sido «inflacionarias» o de inusitado auge en los negocios. Esto equivaldría, desde luego, a una ficción fraudulenta; pero a pesar de ello, por desgracia, quienes gobiernan nunca procedieron así. Es tan difícil en economía predecir futuros acontecimientos y son tan influyentes las fuerzas políticas en acción, que existen muy escasas probabilidades de que los gobernantes actúen de esa forma. La financiación deficitaria del gasto público, una vez emprendida, engendra poderosos intereses privados que exigirán su prosecución bajo cualesquiera circunstancias.

Si no se realiza un intento honrado de liquidar la deuda acumulada y, por el contrario, se recurre abiertamente a la inflación, fatalmente se producirán las consecuencias anteriormente descritas. El país, considerado en conjunto, no puede obtener nada sin pagar un precio. La propia inflación no es en el fondo más que una forma singular de tributación. Quizá la peor, ya que de ordinario exige más de quienes cuentan con menores posibilidades económicas. Pero aun suponiendo que la inflación afectase a todos por igual (lo que nunca puede ser cierto, según hemos demostrado), en tal caso equivaldría a un simple impuesto sobre el consumo que gravara con igual porcentaje toda clase de mercancías, lo mismo el pan y la leche que los diamantes y pieles lujosas. Podría ser considerada, igualmente, como el equivalente de un simple impuesto sobre la renta que gravara con idéntico porcentaje y sin permitir exención alguna, los ingresos de todos los miembros de la colectividad. Es más, en su naturaleza está gravar no sólo el consumo de cada individuo, sino también sus ahorros e incluso su póliza de seguro de vida. De hecho puede ser equiparada a una exacción de capital derramada a prorrata igualmente sobre pobres y ricos, sin tolerar exenciones.

La situación que se origina es todavía más grave porque la inflación no afecta a todos en la misma proporción. Hay quienes sufren más que otros, al menos en cuanto a porcentajes. El tributo que la inflación representa escapa a toda suerte de controles por parte de las autoridades fiscales. Golpea a ciegas en todas direcciones. El tipo de gravamen impuesto por la inflación no es fijo: no puede quedar determinado de antemano. Conocemos su cuantía hoy, pero no lo que importará mañana, y mañana desconoceremos su importe para el siguiente día.

Como ocurre con cualquier otro impuesto, la inflación perturba todo cálculo económico e influye poderosamente en nuestra conducta privada y en la orientación que convendrá dar a nuestros negocios. Resta alientos a la previsión y al ahorro. Induce a toda suerte de despilfarros y aventuras económicas. A menudo, incluso hace más provechosa la especulación que el esfuerzo productor. Destruye la normal estructuración de unas relaciones económicas estables. Sus inexcusables injusticias hacen desear a las gentes remedios desesperados. Siembra las semillas del fascismo y del comunismo. Pronto comienza a solicitarse públicamente la implantación de controles totalitarios. Invariablemente conduce a amargos desengaños y finalmente al colapso de la economía del país.

22. LA OFENSIVA CONTRA EL AHORRO
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Desde tiempo inmemorial, la sabiduría popular ha ensalzado las virtudes del ahorro y precavido contra las consecuencias del derroche y la prodigalidad. La sabiduría proverbial reflejó siempre tanto los principios éticos como un prudente sentido del ahorro compartido por toda la humanidad. Ahora bien, nunca faltaron tampoco dilapidadores de riqueza, y como es notorio, teorizantes que se afanaran buscando argumentos en apoyo de sus despilfarros.

Los economistas clásicos, al refutar los errores de su tiempo, mostraron que la política del ahorro, orientada en interés del individuo, sirve al propio tiempo el de la comunidad. Indicaban que el ahorrador consciente, al preocuparse de su propio futuro, no perjudicaba, sino que ayudaba a la sociedad Pero en nuestros días, aquella antigua virtud, así como su defensa por los economistas clásicos, vuelve a ser atacada mediante teorías que pretenden ser moderadas y, en cambio, se ensalza la doctrina actualmente en boga del «gasto público».

Estimo que si se desea proyectar la mayor claridad posible sobre tema tan importante, nada mejor que actualizar, para iniciar su estudio, el ejemplo clásico que empleara Bastiat. Imaginemos, pues, dos hermanos, uno malgastador y otro prudente, cada uno de los cuales ha heredado un capital líquido, en dinero o valores, que les rinde una renta anual de 50 000 dólares. Prescindiremos en la exposición del impuesto sobre la renta y de si ambos hermanos se hallan moralmente obligados a trabajar para vivir, por ser cuestiones que carecen de relevancia en orden al problema que ahora nos ocupa.

Uno de los hermanos, Alvin, es irremisiblemente pródigo en el empleo de su dinero. Gasta no sólo por temperamento, sino por principio. Es un discípulo (por no ir más lejos) de Rodbertus, quien declaraba a mediados del siglo XIX que los capitalistas «deben gastar sus rentas hasta el último céntimo en comodidades y lujos», puesto que «si deciden ahorrar… las mercancías se acumulan y parte de los trabajadores quedan sin trabajo»
[13]
. Alvin acostumbra frecuentar clubs nocturnos; da espléndidas propinas; mantiene un tren de vida pretencioso, con multitud de sirvientes, dispone de dos choferes y no ha señalado límite al número de sus automóviles; sostiene una cuadra de caballos de carrera; posee un yate; viaja continuamente; recarga a su esposa de pulseras de diamantes y abrigos de pieles y hace a sus amigos carísimos e inútiles regalos.

Para atender estos continuos desembolsos se ve obligado a consumir parte de su capital. Pero ¿qué importancia puede tener esto? Si el ahorro es pecado el derroche debe ser una virtud; en todo caso, no hace sino compensar el daño que ahorrando causa su avaro hermano Benjamín.

Innecesario decir que Alvin es excepcionalmente simpático a encargadas de guardarropas, camareros, propietarios de restaurantes, peleteros, joyeros y empleados de toda clase de establecimientos de lujo. Considéranle un bienhechor público. Para todos resulta incuestionable que proporciona trabajo y dinero a cuantos le rodean.

Comparado con él, su hermano Benjamín es bastante menos popular. Raras veces se le ve en joyerías, peleterías o clubes nocturnos y nunca llama a los camareros por su nombre de pila. En tanto que Alvin gasta anualmente no sólo sus 50 000 dólares de renta, sino también una porción de su capital, Benjamín vive mucho más modestamente y sólo destina a sus gastos familiares unos 25 000 dólares anuales. Evidentemente, para quienes sólo ven lo que tienen delante de los ojos, no proporciona ni la mitad de empleos que Alvin, y además, los otros 25 000 dólares, piensan, son tan improductivos como si no existieran.

Ahora bien, analicemos lo que Benjamín hace con los otros 25.000 dólares. Por término medio, 5000 los destina a obras caritativas, incluyendo ayudas a amigos necesitados. Las familias atendidas con estos fondos los gastan, a su vez, en provisiones, ropas o alquileres de viviendas. De esta manera esos fondos crean tanto empleo como si Benjamín los hubiese gastado directamente. La diferencia estriba en que se hace feliz a más gente como consumidores y en que la producción oriéntase más hacia artículos necesarios y menos hacia lujos y frivolidades.

Esto último preocupa a menudo a Benjamín. Su conciencia le atormenta incluso por los 25.000 dólares que gasta. La vulgar ostentación y derroche tan del agrado de Alvin, piensa, no sólo contribuye a sembrar la insatisfacción y la envidia en quienes se esfuerzan por mantener una vida decorosa, sino que además aumenta realmente sus dificultades. En cualquier momento dado, razona Benjamín, la actual capacidad productiva del país siempre es limitada. En consecuencia, cuanto mayor parte se aplique a la producción de frivolidades y lujos, menores serán las posibilidades de abastecer de artículos necesarios a aquellos que más necesitados se hallan
[14]
. Cuanto menos tome del caudal de riqueza existente para su propio uso, más dejará para el prójimo. La moderación en los gastos de consumo, piensa, mitiga el problema que originan las desigualdades de riqueza y rentas. Reconoce que esta prudencia en el consumo puede llevarse demasiado lejos; pero considera que debiera practicarse, en parte al menos, por aquellos cuyos ingresos son sustancialmente superiores al término medio.

Veamos ahora, prescindiendo de sus ideas, lo que ocurre con los 20.000 dólares de Benjamín que ni gasta en bienes ni dilapida en dádivas. En lugar de acumularlos en su cartera, caja de caudales o lugar semejante, los deposita en un banco o los invierte. Si los ingresa en un banco comercial o de ahorro, el banco los prestará a corto plazo a empresas mercantiles en explotación para facilitar sus operaciones, o bien adquirirá valores. En otras palabras, Benjamim invierte su dinero directa o indirectamente. Ahora bien, cuando el dinero se invierte, se emplea en la adquisición de bienes de producción —edificios comerciales, oficinas, factorías, barcos, camiones, maquinaria, etc.—. Cualquiera de estas inversiones pone tanto dinero en circulación y proporciona tanto trabajo como la misma cantidad gastada directamente en bienes o artículos de consumo.

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