Read La economía en una leccion Online

Authors: Henry Hazlitt

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

La economía en una leccion (22 page)

Podemos afirmar, resumiendo, que el ahorro, en la vida moderna, es sólo una forma más de gastar. La diferencia radica de ordinario en que el dinero es transferido a otra persona para que lo invierta en instrumentos o medios dedicados a incrementar la producción. Y en lo que atañe a proporcionar trabajo, el «ahorro» y el gasto de Benjamin, combinados, facilitan tanto corno el exclusivo gasto de Alvin y ponen igual cantidad de dinero en circulación. La principal diferencia consiste en que los empleos proporcionados por el gasto de Alvin cualquiera directamente los percibe; en cambio, precisa considerar el asunto con mayor atención y detenerse a pensar para descubrir que cada dólar ahorrado por Benjamín facilita tanto trabajo como el que derrocha Alvin.

Han transcurrido una docena de años. Alvin está arruinado. Ya no frecuenta clubes nocturnos ni establecimientos elegantes. Aquellos que se beneficiaban de su esplendidez hablan de él desfavorablemente, llegando incluso a calificarle de insensato. Escribe cartas mendicantes a Benjamín. Mientras que éste, que sigue manteniendo idéntica proporción entre gastos y ahorros, proporciona ahora más trabajo que nunca, porque sus rentas, merced a las inversiones, ha n aumentado. Su capital también ha crecido. Es más, debido a sus inversiones, la riqueza y la renta nacionales son mayores; hay más fábricas y más producción.

2

Se han difundido tantos errores acerca del ahorro en los últimos años, que no basta para refutarlos todos nuestro ejemplo de los dos hermanos. Conviene dedicarles más espacio. Muchos arrancan de confusiones tan elementales que resulta inverosímil que alguien las padezca, particularmente cuando incurren en ellas economistas de gran reputación. La palabra «ahorro», por ejemplo, se emplea unas veces como mero atesoramiento de dinero y otras como inversión, sin establecer de manera consistente clara distinción entre ambas acepciones.

El mero atesoramiento de moneda, si se lleva a cabo arbitrariamente sin motivo justificado y en gran escala, resulta perjudicial en muchas situaciones económicas. Pero es en extremo raro. Algo que presenta semejanzas con este tipo de atesoramiento —del cuál, sin embargo, debe ser cuidadosamente distinguido— ocurre a menudo después de iniciada una depresión en la vida mercantil. Se contraen entonces tanto los gastos de consumo como las inversiones. Los consumidores reducen sus compras. Actúan así en parte porque temen perder sus empleos y desean acumular reservas; no han contraído sus compras porque deseen consumir menos, sino porque quieren tener seguridad de que sus recursos han de prolongarse un período mayor, para el caso de que quedaran sin trabajo.

Pero, además, los consumidores disminuyen sus compras por otra razón. Los precios de los bienes y artículos de consumo probablemente han descendido y temen una nueva baja. Al diferir sus compras, confían adquirir más con igual dinero. No quieren invertir sus recursos en géneros cuyo valor desciende, sino en dinero, cuyo valor en relación con aquéllos esperan habrá de experimentar un alza.

La misma expectativa frena sus posibles inversiones. Han perdido su confianza en la rentabilidad de los negocios o al menos creen que aguardando unos meses podrán comprar acciones u obligaciones con menos desembolso. Su actitud puede interpretarse como contraria a adquirir mercancías que pueden desvalorizarse o favorable a retener su propio dinero con la esperanza de una superior revalorización.

Es un equívoco llamar «ahorro» a esta resistencia temporal al gasto. No responde a iguales motivos que el auténtico ahorro. El error alcanza mayores proporciones cuando se supone que este tipo de «ahorro» es la causa de las depresiones. Es, por el contrario, una de sus primeras consecuencias.

Cierto que esta resistencia a comprar puede intensificar y hacer más penosa y duradera una depresión ya iniciada. Pero por sí sola no la origina nunca. Hay ocasiones en que al producirse una arbitraria intervención estatal en los negocios se provoca una situación de incertidumbre, surgiendo la desorientación porque no se sabe lo que el Estado hará más tarde. Elúdese entonces reinvertir los beneficios. Empresas y particulares mantienen inactivas sus cuentas bancarias. Deciden acumular mayores reservas ante posibles contingencias. Este atesoramiento de moneda puede parecer la causa del progresivo estancamiento de la actividad mercantil. Sin embargo, la causa real se concreta en la incertidumbre que origina la intervención estatal. Los mayores efectivos en metálico de las empresas y particulares son simplemente un eslabón en la cadena de consecuencias derivadas de aquella incertidumbre. Culpar a un «excesivo ahorro» de una depresión en los negocios sería como atribuir un descenso en el precio de las manzanas no a una cosecha abundante, sino a que los consumidores resistiéranse a pagar más por ellas.

Pero una vez que las gentes están decididas a censurar una práctica o institución, cualquier argumentación en contra de la misma, por ilógica que sea, se considera idónea. Así, se arguye que las diversas industrias de bienes y artículos de consumo se montan para atender determinada demanda y que si la gente comienza a ahorrar, la imaginada demanda no actúa y se inicia la depresión. El supuesto se apoya fundamentalmente en aquel error, que ya fue examinado, consistente en olvidar que lo ahorrado en bienes de consumo se invierte en bienes de producción y que «ahorro» no significa necesariamente ni siquiera la contracción de un solo dólar en el gasto total. Lo único que hay de verdad en aquel aserto es que todo cambio que se produce súbitamente puede ser perturbador. Igual distorsión se produciría si los consumidores desviasen de pronto su demanda de un artículo de consumo a otro. Mayor perturbación provocaría el hecho de que personas antes ahorradoras cambiasen súbita mente su demanda de bienes de producción por bienes de consumo.

Todavía se esgrime otra objeción contra el ahorro. Calificase ahora de manifiesta tontería. Ridiculízase al siglo XIX por haber propagado el ideario de que la humanidad, mediante el ahorro, debería ir elaborando un pastel cada vez más grande, sin llegar jamas a comerlo. La metáfora en si misma es ingenua y pueril. Seguramente podrá enjuiciarse mejor valiéndonos de una descripción más realista de lo que verdaderamente ocurre.

Imaginemos un país que colectivamente ahorra cada año aproximadamente un 20 por 100 de todo lo producido en igual período. Este porcentaje supera notablemente el importe neto del ahorro registrado en los Estados Unidos a través de su historia
[15]
, pero constituye una cifra redonda fácil de manejar e impide las reservas mentales de aquellos que suponen que hemos ahorrado demasiado.

Pues bien, como resultado de este ahorro e inversión, la producción total del país aumentará cada año. (Para simplificar el problema nos desentendemos por ahora de las alzas y bajas en los negocios y otras fluctuaciones). Supongamos que el aludido incremento anual de la producción se fija en dos puntos y medio por ciento. (Se adoptan los puntos de porcentaje simple en lugar del interés compuesto tan sólo para facilitar las operaciones aritméticas). El resultado que obtendríamos para un período, pongamos por caso, de once años, se desarrollaría, expresado en números índices, aproximadamente, como refleja el cuadro siguiente:

*Se supone, naturalmente, que el proceso de ahorro e inversiones había sido iniciado anteriormente en iguales proporciones.

Lo primero que se observa en el cuadro es que el aumento anual de la producción total se debe al ahorro, sin el cual no habría tenido lugar. (Cabe imaginar, sin duda, que los perfeccionamientos e invenciones de la técnica, aplicados meramente a la sustitución de maquinaria y otros bienes de producción de un valor no superior al antiguo, incrementarían la productividad nacional; pero este incremento sería de poca consideración y tal argumentación presupone en todo caso suficiente inversión anterior que hubiera hecho posible la maquinaria actualmente existente). El ahorro se ha destinado ejercicio tras ejercicio a aumentar la cantidad o mejorar la calidad de la actual maquinaria y de ese modo incrementar la producción nacional de bienes. Cierto que cada año hay un pastel mayor (si es que por cualquier extraña razón se considera ello reprobable). Cada año, es verdad, no se consume todo el «pastel» producido. Pero no existe restricción irracional o acumulativa del consumo. De hecho, todos los años se consume una porción cada vez mayor, hasta que al final de un período de once años (en nuestro ejemplo), la porción anual de los consumidores es por sí sola igual a los pasteles reunidos de los consumidores y productores del primer año. Además, el equipo de capital, la posibilidad de producir mercancías, es un 25 por 100 mayor que inicialmente.

Observemos algunas otras circunstancias. El hecho de que un 20 por 100 de la renta nacional se destine anualmente al ahorro no transforma en lo más mínimo a las industrias de bienes de consumo. Si vendieron solamente las ochenta unidades que produjeron en el primer año (y no hubo elevación alguna en los precios causada por una mayor demanda), no iban a ser tan torpes sus directores como para elaborar los planes de producción sobre la supuesta base de que iban a vender cien unidades en el segundo año. Las industrias de bienes de consumo, en otras palabras, están condicionadas ya al supuesto de que habrá de continuar la pasada situación en lo que respecta al índice de ahorro. Sólo un súbito incremento sustancial, inesperado, en el ahorro podría causar trastornos y acumular mercancías invendidas.

Pero igual trastorno, según hemos observado ya, causaría la súbita y sustancial reducción del ahorro. Si el dinero que previamente habría sido destinado al ahorro se invirtiera ahora en la compra de bienes y artículos de consumo, no incrementaría los empleos, sino que simplemente provocaría un aumento en el precio de los bienes de consumo y una baja en el de los bienes de producción. En primer término alteraría la situación de los empleos, reduciéndolos temporalmente al repercutir sobre las industrias dedicadas a crear bienes de producción. Sus consecuencias a largo plazo serían reducir la producción y situarla a nivel inferior del que en caso contrario hubiese alcanzado.

3

Los enemigos del ahorro no se dan por vencidos ni cejan en sus acometidas. Comienzan ahora estableciendo una distinción, en cierto modo acertada, entre «ahorro» e «inversión». Pero pronto razonan como si se tratara de dos variables independientes y fuera mera casualidad el que llegaran a igualarse entre sí. Estos autores describen una situación portentosa. A un lado sitúan a quienes automáticamente, sin objeto, de manera estúpida, continúan ahorrando; luego aluden a las limitadas «oportunidades de inversión» incapaces de absorber tal ahorro. El resultado, por desgracia, es la paralización de la vida mercantil. La única solución, proclaman, consiste en que el Estado expropie estos estúpidos y nocivos ahorros y articule proyectos que permitan utilizar aquel dinero y proporcionar empleo, aun cuando tales proyectos versen sobre inútiles fosos o pirámides.

Son tantos los sofismas que este razonamiento y la «solución» que se nos brinda encierran que sólo podemos destacar ahora algunos de los más fundamentales. El «ahorro» sólo puede exceder a la «inversión» en las cantidades que realmente hállense atesoradas en metálico
[16]
. Hoy son escasas las personas que en una moderna comunidad industrial como los Estados Unidos de América atesoran monedas y billetes en medias o debajo de un ladrillo. Aun así y todo, a pesar de La insignificancia de su repercusión, es un hecho que ha sido tenido en cuenta por los empresarios al establecer sus planes de producción y ha influido también en el nivel de precios. Generalmente, ni siquiera resulta acumulativo: cesa el atesoramiento cuando muere la persona excéntrica que ha vivido recluida y se descubren y dispersan sus ahorros, compensándose probablemente de tal suerte todo nuevo atesoramiento. Por tanto, la cantidad total afectada por este proceder es de hecho insignificante en sus efectos sobre la actividad mercantil.

Si se ingresa el dinero en bancos comerciales o de ahorros, según hemos visto ya, rápidamente lo prestan o invierten, pues no les conviene poseer fondos inactivos. Lo único que generalmente obliga a las gentes a aumentar sus reservas en metálico y a los bancos a mantener fondos inactivos y perder intereses es como ya vimos, o el temor de que los precios desciendan o el deseo de las instituciones bancarias de evitar mayores riesgos a su capital. Ahora bien, ello indica que han comenzado a aparecer los síntomas de una depresión, causa del atesoramiento, no que tal atesoramiento haya dado origen a la depresión.

Dejando a un lado este despreciable atesoramiento de moneda (caso excepcional que incluso cabría considerar como «inversión» directa en dinero), el equilibrio entre «ahorro» e «inversión» se alcanza mediante un mecanismo similar al de fijación del precio de cualquier mercancía por el libre juego de las fuerzas de la oferta y la demanda. «Ahorro» e «inversión» podrían definirse, respectivamente, como la oferta y demanda de nuevo capital. Y de manera análoga que la oferta y la demanda de otro artículo se igualan en el precio, la oferta y la demanda de capital se igualan en los tipos de interés. El tipo de interés es meramente la denominación especial dada al precio del capital prestado. Es un precio como otro cualquiera.

Esta materia ha quedado tan embrollada en años recientes, como consecuencia de complicadas retóricas y desastrosas políticas estatales en ellas basadas, que uno casi desespera de un retorno al sentido común y a la sensatez. Existe un temor patológico a los tipos de interés «excesivos». Se afirma que si el interés es demasiado alto, la industria no obtendrá beneficio alguno al disponer de anticipos para su inversión en nuevas instalaciones y máquinas. Esta dialéctica ha sido tan eficaz en las últimas décadas que los gobiernos han seguido en todas partes una política artificial de «dinero barato». Ahora bien, quienes así razonan, movidos por su única preocupación de aumentar la demanda de capitales, se desentienden de las consecuencias que tal política pueda provocar sobre la oferta de capital. Es un ejemplo más del error de prestar atención tan sólo a los resultados de una política sobre un grupo de intereses determinado, menospreciando sus repercusiones sobre los restantes sectores.

Other books

Day of the Bomb by Steve Stroble
Hillbilly Rockstar by Lorelei James
Empire Builders by Ben Bova
A Pattern of Blood by Rosemary Rowe
Island of Graves by Lisa McMann
Her Shameful Secret by Susanna Carr
The Dislocated Man, Part One by Larry Donnell, Tim Greaton