La esclava de azul (4 page)

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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

—¿Quién tuvo ocasión de acercarse al odre?

—¿Puedo medir el mar o contar sus arenas? —declamó de nuevo en griego—. Es de Heródoto, la respuesta de la sibila a Creso.

—Resulta muy instructivo hablar contigo, pero si quieres que lleguemos pronto a alguna conclusión procura prescindir de las citas literarias —aconsejé.

—Quiero decir que antes de un festival pasa mucha gente por el vestuario. Mis compañeros, sus entrenadores, los visitantes, los apostadores, la servidumbre del anfiteatro... Más de cien personas.

—Deberemos enfocar el problema desde otro punto de vista, ¿Quién puede tener motivos para matarte?

—No lo sé. Nunca he dañado a nadie.

—Dado tu oficio, me parece una afirmación muy discutible.

—Bueno, en la arena he despachado a algunos adversarios, pero son las reglas del juego. Yo no me enfadaría con otro gladiador que me matase.

—¿A cuántos, exactamente?

—No lo recuerdo bien. Treinta, quizá, o cuarenta.

—Será más provechoso emplear tu memoria en esto que en recitar fragmentos de Heródoto. Deberemos hacer una lista.

—Sólo sé el nombre de dos o tres. Los gladiadores profesionales somos pocos y valemos mucho, de modo que raramente nos arriesgan unos contra otros. Casi siempre lucho contra esclavos o condenados a muerte, que prefieren elegir un modo de ejecución honroso y que les da una remota oportunidad de sobrevivir. Luego, en la arena, mueren tan deprisa que no hay tiempo de conocerles.

—Me parece un caso complicadísimo.

—Creía que habías resuelto otros más enrevesados —indicó Siderobros, dirigiéndome una mirada desconfiada.

—Los casos complicados cuestan mucho dinero —era el momento oportuno para discutir los honorarios. Con aquel tipo de clientes había que evitar cuidadosamente los malentendidos.

—He traído cien denarios. ¿Es suficiente por ahora?

—Sólo por ahora —afirmé, calculando mentalmente cuántas libras de carne podrían comprarse con cien denarios. Al menos una ternera completa. Siderobros alargó una inmensa palma rugosa, con una bolsita en su centro que me apresuré a tomar—. Discúlpame un momento. Tengo que dar algunas órdenes a mi esclava.

—¿Qué tal va? —se interesó Baiasca, que aguardaba en el vestíbulo.

—Estrena tus coturnos corriendo al mercado —dije, tendiéndole la bolsa—. Cuando acabe con ese oso de las espeluncas quiero una cocina rebosante de provisiones. Y tira esos repugnantes guisantes duros. Si los antiguos romanos comían semejante cosa no deseo terminar como ellos —mientras la esclava se alejaba regresé al consultorio.

—¿Conociste a Númitor? —preguntó el gigante.

—Muy superficialmente —esquivé, en espera de más noticias sobre la identidad del personaje.

—Era un reciario formidable, el mejor con el tridente. Todos creían que yo era el único capaz de derrotarle y aguardaban con impaciencia nuestro combate, pero el dueño del anfiteatro no tenía ninguna intención de quedarse sin uno de los dos. Lástima, porque habría sido un gran espectáculo. Como carniceros leones o indomables jabalíes... —empezó en griego.

—De acuerdo —le interrumpí—. ¿Qué querías decirme de Númitor?

—Le mató un siervo gálata, un jovencito muerto de miedo que pisaba la arena por primera vez. Númitor lo tenía a su merced y retrasaba el golpe definitivo para que el público se divirtiera un poco. De pronto empezó a vacilar, dio un paso atrás y quedó agarrotado. Entonces el gálata, comprendiendo que era su única oportunidad, se lanzó sobre él y le rebanó la garganta sin que Númitor hiciera un solo movimiento de defensa. El pobre infeliz salvó la vida, pero el éxito se le subió tanto a la cabeza que pidió pelear conmigo en el festival siguiente, para proclamar su supremacía absoluta. Lo despaché como a un pollo capón. Después de lo del otro día, creo que sé lo que le sucedió a Númitor.

—Será una tarea larga y laboriosa —dictaminé.

—Tu tarea terminará esta tarde —me corrigió el gladiador—. Al mismo tiempo que el festival del anfiteatro. Es mi última pelea y solamente quiero que estés presente y vigiles para que no pase nada. Con ella cumpliré los veinte combates que me obligué a entablar para el dueño del anfiteatro, como condición de mi manumisión. Regresaré a Ancio y envejeceré felizmente, cultivando coles y lechugas.

—¿Contra quién peleas?

—Contra dos reciarios nubios, que han actuado con mucho éxito en Pompeya.

—¿Tú contra los dos?

—Haré pareja con otro mirmillón, un tal Glauco. Es un chico nuevo, que lleva algunos días entrenando conmigo. En los combates dos a dos me suelen aliar con algún novato, para equilibrar la balanza y que corran las apuestas, pero así y todo casi nadie arriesga el dinero contra mí. Tú debes estar muy atento para evitar que nadie me haga jugarretas como la de la poción. Y vigilar a los lagartos —esta última recomendación me pareció indescifrable. Traté de recordar si sería una cita de Eurípides.

—¿Qué lagartos? —indagué al fin.

—Además de preparar bebedizos Proelia lee el porvenir en el brasero sagrado de Ishtar. Siempre me ha pronosticado victorias. Pero ayer, cuando fui a por más poción, le consulté casi por rutina. Atizó las brasas, se puso muy seria y me dijo lo siguiente: el lagarto matará al león.

—Parece muy enigmático.

—La mitad de la frase tiene una explicación muy sencilla. Utilizo un escudo que lleva un león grabado. Fue un regalo de mi lanista, al que en sus años activos llamaban el león de Nemea, aunque en realidad era capuano. Ya sabes cómo funcionan estas cosas.

—La solución es simple: Cambia de escudo.

—Eso mismo propuse a Proelia. Entonces volvió a mirar el brasero, palideció y me rogó que no lo hiciera.

—¿Por qué?

—No lo sé. Lo decían las cenizas y sus poderes se limitan a leer en ellas.

—¿Y el lagarto?

—Eso es lo que me desconcierta. No hay ningún gladiador que se apode así.

—¿Alguno combate vestido de verde, con un rabo largo?

—Ya sé que es difícil hacer entender esto a un incrédulo griego —protestó Siderobros—. Claro que así os ha ido. Pero Proelia no se ha equivocado nunca y yo tengo una gran fe en sus profecías. ¿Me guardarás un secreto?

—La discreción es una de las normas de mi oficio —el titán me asió el brazo y, estrujándolo como un espárrago hervido, se me aproximó en un gesto confidencial y dijo:

—Tengo miedo.

—¿Tú?

—También mi cuerpo es vulnerable al puntiagudo hierro... Está bien —asintió ante mi mirada—. Llevo ocho años en esta profesión y no hay demasiadas personas en el mundo que puedan contarlos. He visto morir a muchos amigos míos y cada vez yo sabía que podía ser el siguiente, lo que, a decir verdad, no me preocupaba mucho. ¿Qué más da un poco antes o un poco después? Pero ahora he llegado al final y, tras ver correr tanta sangre por la arena, quiero ver saltar el agua entre mis coles y mis lechugas en Ancio. Sólo he de resistir un combate más y todo habrá terminado. Por eso me inquieta la profecía del lagarto. Vigila bien y cuando concluya el festival otros trescientos denarios serán para ti. Y ahora debo irme a comer. Es malo pelear con el estómago lleno. Llega pronto al anfiteatro y di a los porteros que te estoy esperando. Y que los dioses nos ayuden.

—Contra los mandatos del destino nadie te matará, pero ningún mortal puede sustraerse al hado —dije en griego. Era el único fragmento de la Ilíada que había aprendido, por haberlo copiado mil veces, a instancias de mi preceptor, después de que descubriera que era yo quien había untado de miel su asiento. Siderobros sonrió de oreja a oreja y agregó:

—Los hombres somos como las hojas del bosque, que el viento esparce y la primavera hace renacer —y, tras tan poética despedida, encorvó la espalda para pasar bajo el dintel y abandonó la casa.

Le acompañé hasta la salida y permanecí junto al porche cavilando sobre las incógnitas del caso, con resultado tan mínimo que mi atención no tardó en desviarse hacia los transeúntes. Entre la multitud albivestida destacaba el vivo color rojo de la túnica de un hombre grueso, adornado con una barba rizada y un pendiente de oro en cada oreja. Un oriental, sin duda, sirio o armenio. En Atenas no solía simpatizar con los asiáticos, pero en aquellos momentos los dos éramos igual de extranjeros en el mar de litocéfalos y no puedo negar que le miré con cierta benevolencia.

Al otro lado de la plaza la monocromía era igualmente rota por la túnica azul de Baiasca, que regresaba cargada de provisiones. El apetito agudizó mi vista hasta tal extremo que aún no se hallaba a cincuenta pasos y ya había completado el inventario de sus adquisiciones, con la consiguiente secreción de jugos gástricos. Contestando al saludo del herrero de la esquina no reparó en el oriental hasta casi topar con él. Y al punto se puso seria y aceleró su marcha. Advertí con sorpresa que el barbudo daba media vuelta y la seguía.

La esclava cruzó a toda velocidad ante la casa e intentó alejarse hacia el templo de Pomona. Salí a su encuentro y la retuve por el brazo.

—¿Se puede saber adonde vas? La cocina está por ahí.

—Voy a dejar todo esto —asintió muy nerviosa—. He gastado quince denarios. Ahora te daré la cuenta detallada —se zafó suavemente y se adentró en el pasillo. El oriental se había detenido junto al porche.

—¿Es ésa tu esclava? —preguntó.

—En cierto modo. Quiero decir, sí, ¿por qué?

—Te la compro —tardé unos instantes en reaccionar.

—¿Cuánto ofreces? —fue la continuación evidente.

—Quinientos denarios.

—Es poco —aseguré por instinto, con un desconocimiento absoluto sobre el precio de una esclava en Roma—. Baiasca vale por lo menos mil.

—De acuerdo. Tómalos —consintió el barbudo, echando mano a su bolsa. La rapidez de la transacción me estaba desconcertando.

—¿Para qué la quieres? —el hombre me miró intrigado.

—Si te la pago al contado, ¿a ti qué más te da? —su planteamiento era muy lógico. No obstante, el sirio siguió explicando:— Soy propietario de un conjunto de bailarinas y estoy buscando nuevas adquisiciones. Pasé por el depósito de esclavos y me interesé por esa joven, pero el encargado me dijo que debía esperar a que llegase su amo y me dio esta dirección.

—Baiasca no sabe bailar.

—Deja eso de mi cuenta. Nuestros métodos de aprendizaje son muy rápidos y efectivos. Vamos, ¿tomas los mil denarios o no?

—¿No preferirías comprar esta casa? —ni siquiera se dignó mirarla, lo que a fin de cuentas era lo mejor que podía hacer.

—Voy buscando esclavas, no casas. Mi grupo está en Roma contratado por Cornelio Balbo y regresamos a Siria la semana que viene. ¿Para qué quiero una casa aquí? No soporto esta ciudad por más de quince días. —Hice cálculos mentales. Mil denarios eran mucho dinero, suficiente para costear la mayor parte del viaje a Atenas. Era probable, además, que mi visitante estuviera dispuesto a pujar por encima de esta cantidad.

—¿Seguro que solamente haces bailar a tus esclavas?

—Naturalmente. Si hacen algo más es por su cuenta —su bolsa tintineaba tentadoramente ante mi vista. Iba a alargar la mano hacia ella, pero algo me contuvo. Pese a nuestra afinidad de expatriados no me resultaba simpático aquel barbudo.

—Debo pensármelo —dije—. Tengo otras ofertas por Baiasca.

—Como quieras. Si te decides manda aviso a casa de Balbo. Estoy alojado allí —respondió, iniciando la retirada. Había dado ya unos pasos cuando se volvió y agregó:— Puedo llegar a dos mil denarios.

Le vi alejarse, mientras me preguntaba por qué había dejado escapar semejante ocasión. Me dije que el sirio seguiría una semana en Roma y que en ese tiempo podría comprobar la evolución de mi nuevo negocio. En una sola mañana había producido cien denarios, susceptibles de convertirse en cuatrocientos unas horas después, e intuía que vender a la cémpsica era empezar a liquidarlo. En el fondo, aunque no acabase de explicarme el motivo, me disgustaba imaginar a Baiasca transformada en bailarina siria.

Me encaminé a la cocina, donde la esclava habría preparado la mesa y me aguardaba con el semblante muy serio.

—Ese hombre quiere comprarte —informé—. Adivina cuánto ofrece por ti.

—Prefiero no saberlo.

—Dos mil denarios. Y estoy seguro de poder sacarle tres mil —no varió el gesto, pero su brillo ocular osciló negativamente.

—Es mucho dinero —admitió.

—Al fin y al cabo, solamente piensa dedicarte a las danzas orientales. Puede ser una buena salida para ti. Muchas bailarinas se casan ventajosamente. ¿Qué opinas?

—Tú debes decidir —contestó mirando al suelo. Su pie izquierdo, suspendido en el aire, se movía a gran velocidad.

—Por el momento no tengo prisa en venderte —le tranquilicé—. Dejemos pasar unos días y comprobemos cómo evoluciona este negocio —las pupilas de la esclava recobraron parte de su brillo habitual.

—Verás como irá bien.

—Pero antes aclaremos una cuestión. Tú no estás jugando limpio.

—¿Yo? —se admiró Baiasca.

—Intentabas despistar al sirio. Y cuando ayer hablamos de tu venta me ocultaste que conocías a un posible comprador.

—No me gustan los sirios —se defendió Baiasca. Eché un vistazo al contenido de la mesa y resolví que tiempo habría de más explicaciones.

—Ya hablaremos de eso con calma —anuncié, abalanzándome sobre el lechón asado.

Asolé minuciosamente todos y cada uno de los platos, con la modesta colaboración de Baiasca. Entre bocado y bocado le expliqué los pormenores de mi conversación con Siderobros. Los escuchó con interés, pero sin mostrarse demasiado comunicativa, como si siguiera pensando en el oriental y en su conjunto de baile. Estábamos terminando cuando Publio Antonio irrumpió en la casa y con su vozarrón jupiterino manifestó su intención de invitarme al anfiteatro. Llevaba bajo el brazo una pequeña garrafa de vidrio verdoso.

—Casualmente pensaba asistir —señalé—. ¿Qué tal el juicio?

—Muy bien, gracias. Aunque apenas pude pasar del exordio. Estaba ilustrando al tribunal sobre lo que hizo el padre de Luciano con el trigo de la flota de Pompeyo cuando levantaron la sesión hasta mañana. Los días de anfiteatro todo el mundo tiene prisa por comer pronto.

—¿Y el parricida?

—¿Qué parricida? ¡Ah, sí! Finalmente resultó que defendía a una adúltera. Creo que por allí andaba. Bien, y ahora —continuó Antonio, blandiendo la garrafa— debo realizar un acto solemne. En calidad de albacea y tú como heredero testamentario, te hago entrega de las cenizas de tu tío —así el recipiente y contemplé con cierta emoción el montoncito terroso que contenía.

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