La escriba (50 page)

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Authors: Antonio Garrido

—Estaba seguro de que vendrías. —Sonrió—. Además…

Theresa lo miró desconfiada.

—Además ¿qué?

—Que de haber sido necesario te habría traído a rastras. —Rio y la izó en volandas.

Theresa sonrió feliz entre los sólidos brazos de Hóos. Se dijo que mientras él estuviese cerca, nada malo le sucedería.

Entre los reunidos, Theresa contabilizó unas setenta personas. Diez o doce pertenecían a la delegación papal, unos veinte parecían soldados u hombres de armas, y el resto se dividían entre boyeros, mozos y gentes de la zona. Advirtió que, en efecto, era la única mujer, pero no le preocupó. Además de los hombres, ocho carros tirados por bueyes, y otros tantos más ligeros uncidos a mulas completaban la comitiva.

A una voz de Izam, los látigos restallaron sobre las bestias, que mugieron de dolor y tiraron penosamente en dirección a las murallas. Alcuino avanzaba tras el primer carro acompañado por la delegación papal. Theresa se bamboleaba sobre el segundo, pendiente de Hóos, que abría la marcha. Izam cerraba el convoy con el grueso de la soldadesca.

Dejaron atrás Fulda en dirección a Fráncfort.

Durante el trayecto, Hóos conversó varias veces con Theresa. Le comentó que en Würzburg la gente se moría de hambre, y por ese motivo doce carros transportaban grano. En Fráncfort añadirían las provisiones que pudieran cargar en los navíos. Ella le habló sobre Alcuino y sobre cómo había resuelto el caso del trigo envenenado.

—Te repito que no te fíes de él. Ese fraile es listo como el hambre, pero oscuro como el diablo.

—No sé… Se ha portado bien con Helga. Y a mí me ha proporcionado un empleo.

—Me da lo mismo. Cuando esto acabe y me paguen, ya no necesitarás ningún trabajo.

Theresa concedió sin entusiasmo, y le confió que su único interés consistía en encontrar a su padre vivo. Cuando Hóos le señaló las dificultades de tal anhelo, ella se negó a escucharle y se acurrucó bajo una manta.

La comitiva avanzó cansinamente toda la mañana. Dos jinetes provistos de antorchas abrían el paso, cuidando que los carros superaran las dificultades del camino. A poca distancia, cuatro mozos con guantes se ocupaban de retirar las piedras que obstaculizaban el avance de las carretas, mientras los boyeros, a fuerza de rebenque y juramentos, se afanaban por mantener a los bueyes apartados de los barrancos. Atentos a cualquier peligro, otra pareja bien pertrechada vigilaba la retaguardia.

Tras superar un trecho embarrado en el que los hombres hubieron de tirar tanto como las bestias, Izam ordenó el alto. A su juicio, el camino se abría lo suficiente como para proporcionar una acampada segura, de modo que los hombres dispusieron los carromatos en hilera junto al arroyo, ataron los caballos al primer carro y descargaron el forraje para los animales. Un mozo encendió una fogata sobre la que dispuso varias piezas de venado, mientras Izam congregaba al resto para organizar las guardias. Una vez cumplimentadas, se acomodaron junto a la hoguera y comenzaron a beber hasta que la carne quedó asada. Theresa ayudó a los mozos de cocina, quienes celebraron la presencia de una mujer con habilidad para los pucheros. Un par de oteadores regresaron con unos conejos que hicieron las delicias de los miembros de la delegación papal. Los menos afortunados hubieron de conformarse con gachas de avena y pata de cerdo salada; sin embargo, el vino pasó de mano en mano y los hombres comenzaron a parlotear y reír a medida que se vaciaban las jarras.

Theresa recogía unos cuencos cuando Izam se le acercó por la espalda.

—¿No bebes vino? —le ofreció.

Ella se volvió sorprendida.

—No, gracias. Prefiero agua. —Y dio un sorbo a su vaso.

A Izam le extrañó. Por lo general, durante los viajes la gente ingería vino aguado, o en su defecto cerveza, porque provocaban menos enfermedades que el agua contaminada. De nuevo insistió.

—Este arroyo no es de confianza. Su lecho no es pedregoso, y fluye de oeste a este. Además, un par de millas atrás dejamos un asentamiento de colonos, así que seguramente todos sus desperdicios discurren por el cauce.

Theresa escupió el agua y aceptó la copa de Izam. Era un vino fuerte y caliente.

—Antes intenté saludarte, pero andabas ocupada.

Ella le respondió con una sonrisa de circunstancia. Vio a Hóos comiendo venado y se avergonzó de que pudiera sorprenderla.

—¿Es tu prometido? —preguntó él.

—Aún no. —Se ruborizó sin comprender bien el motivo.

—Es una lástima que yo lo esté —mintió él.

Sin saber por qué, a ella le disgustó.

Hablaron un rato más sobre las dificultades de la ruta. Finalmente, ella cedió a la curiosidad.

—¿Sabes? No creo que realmente estés comprometido —dijo ella sonriendo, y al instante se avergonzó de su descaro.

Izam se echó a reír. En ese momento llegó Alcuino para felicitarles.

—A ti por tu cocina, y a ti por tu destreza dirigiendo la comitiva —dijo.

Izam agradeció el cumplido, y se despidió porque un par de soldados reclamaban su presencia. Theresa interrogó a Alcuino sobre Izam de Padua.

—Pues realmente no sé si tiene doncella —respondió el fraile sorprendido por una cuestión como aquélla.

Arribaron a Fráncfort al día siguiente de madrugada. Hóos e Izam emplearon la mañana en deambular por el puerto en busca de los navíos más apropiados. En el embarcadero encontraron sólidos veleros francos, navíos daneses de amplio calaje y naves frisonas de panza ancha. Izam apostó por la fortaleza y capacidad de los cascos, mientras que Hóos apostaba por la ligereza.

—Si encontramos hielo, tal vez tengamos que remolcarlas —observó el amante de Theresa.

Finalmente se decidieron por dos barcos pesados, bien pertrechados de remos, y un navío liviano capaz de remontar el río a rastras.

A mediodía comenzaron las labores de estiba. Comieron todos juntos en un almacén cercano, y un par de horas después, las tres embarcaciones surcaban el Main repletas de animales, soldados y curas.

Capítulo 23

Alcuino de York jamás imaginó que de la boca de un prelado pudiera salir tal sarta de blasfemias; sin embargo, cuando Flavio Diácono escuchó crujir el casco, no paró de maldecir hasta que el navío quedó encallado en el hielo.

—¡Jamás debimos emprender esta travesía! —espetó Flavio mientras descendía del barco con los brazos llenos de bártulos—. Pero ¿qué pretende este condenado? ¿Matarnos?

Izam de Padua lo miró con desdén mientras escupía el trozo de carne que llevaba rato mascando. Bastante tenía él con tratar de liberar el casco, como para, además, preocuparse de las quejas de un par de curas remilgados. Miró al frente y se maldijo. Ante él se abría un río totalmente congelado.

Desde que zarparan de Fráncfort, la travesía había transcurrido sin incidentes, a excepción de los carámbanos de hielo que les habían ido avisando. Por fortuna, las naves que les secundaban habían logrado evitar el choque y flotaban mansamente a sus espaldas. Enseguida dispuso un par de vigías sobre el frente helado, ordenó a la tripulación que desalojase la bodega y se aseguró de que víveres y animales fueran ubicados sobre la zona más sólida del témpano. Hóos encabezó un grupo que a través del hielo se encaminó hacia la orilla.

—¡Que me corten las manos si adivino lo que está pasando! ¿Y ahora qué hace ese hombre? —preguntó Flavio.

—No lo sé. Supongo que sacarnos de aquí, que para eso le pagamos —respondió Alcuino sin dejar de ordenar sus libros—. Por favor, sujetadme esta Biblia con cuidado. Es un ejemplar muy valioso.

Flavio agarró la Biblia y la soltó descuidadamente sobre una pila de fardos. Le irritaba la presencia de Theresa y la tranquilidad con que Alcuino afrontaba la situación.

—Tal vez estén organizando el regreso —aventuró Theresa.

—No lo creo. Es más, aseguraría que pretende elevar el barco del agua y arrastrarlo sobre el hielo.

—¿Os habéis vuelto loco? ¿Cómo va alguien a arrastrar un barco hasta Würzburg? —terció de nuevo el romano.

—Querido Flavio, fijaos a vuestro alrededor —dijo sin alzar la vista—. Si quisiese retroceder, emplearía otro navío para remolcarnos. Sin embargo, ha enganchado las sogas en el tajamar de proa, no en la popa, y a continuación ha uncido los bueyes, lo cual sólo puede significar que pretende elevarlo.

—Pero eso es demencial. ¿Cómo van a tirar treinta hombres de un barco?

—Treinta y uno, paternidad —dijo Theresa, que los había contado.

—¿Y vos participaréis de esa insensatez?

—Si pretendemos llegar a Würzburg, desde luego que sí —dijo Alcuino mientras protegía unos frascos—. Y ya que vos no pensáis empujar, al menos ayudadme con estas plumas. Aseguradlas ahí, junto a los tinteros.

—Pero si es que es imposible —insistió mientras sujetaba los instrumentos—. Treinta hombres arrastrando un barco… o treinta y uno, si es que os place morir empujando… Fijaos en el tamaño del casco: supera los veinte pasos. ¿Y los víveres?… ¿Qué pasará con los víveres?

—Quizá deberíais preguntárselo al comandante.

—¿A Izam de Padua? Tal vez ese presuntuoso haya hablado con vos, pero desde que zarpamos de Fráncfort no me ha dirigido la palabra. —Dejó de acarrear bártulos y se plantó mirando a Alcuino—. ¿Sabéis lo que pienso? Que deliráis. Majaderías de un viejo fraile que cree saber más que un prelado. Lo que deberíamos hacer es continuar a pie, siguiendo el curso del río. Tenemos bueyes, y hombres bien armados.

—Pues lo que yo creo es que, si hablaseis menos y ayudaseis más, ya habría terminado de bajar estos trastos.

—¡Alcuino! Recordad el respeto que merezco.

—Y vos que yo merezco un descanso. Que como bien decís, no soy ya ningún muchacho. Si pretendo empujar el navío, necesitaré reposo.

—Pero ¿aún seguís con eso? Treinta y un hombres no…

—Tal vez más: Mientras vos hablabais, diez tripulantes del segundo barco han tendido una escala para trasladarse a este lado —señaló Theresa.

Flavio ni la miró.

—Pues permitid que os diga que no sois el único que sabe conjeturar. Si no desencallamos el barco, lo que ocurrirá será que trasladaremos nuestro equipaje al otro navío y regresaremos a Fráncfort a esperar que termine el deshielo. Esos hombres que están cruzando habrán venido para ayudar al traslado.

—¿Armados con sus pertrechos? Desde luego que ayudarán, pero del modo que os he explicado. Por cierto, que si tan mala idea os parece, deberíais subir al otro barco.

—Sabéis tan bien como yo que necesitamos llegar a Würzburg.

—Pues entonces, dejad de protestar y bajad vuestro equipaje. Theresa, ayúdame con este volumen. Mirad. —Señaló a los tripulantes—. De los hombres que se dirigieron a la orilla, dos han marchado río arriba, sin duda para comprobar la magnitud de la helada; los restantes han comenzado a cortar troncos y aparejarlos.

—¿Madera para reparar la nave? —sugirió la joven.

—Más bien parece que estén fabricando palancas para el traslado del barco. Si observas el terreno, comprobarás que en esta zona el río se arremansa, y esa circunstancia, unida a la sombra de esa gran montaña —la señaló—, apuntan a la causa de esta inesperada helada. Sin embargo, allá arriba, donde la sombra desaparece y la pendiente se pronuncia, seguro que el agua fluye tranquila.

En ese instante regresó Hóos con cara de buenas noticias. Dejó las armas sobre el hielo y se dirigió a Izam.

—Tal como sospechaba, tendremos que remontar un par de millas. Más allá, el hielo comienza a quebrarse y podremos continuar la travesía.

—¿Y la ribera? —preguntó el comandante.

—Hay dos o tres lugares donde se estrecha, pero el resto no presenta dificultades.

—De acuerdo. ¿El vigía?

—Arriba apostado, como ordenasteis.

—Pues entonces sólo nos queda desencallar a este bastardo y arrastrarlo sobre el hielo hasta que navegue río arriba.

Envueltos en cordajes, los tripulantes apretaron los dientes y tiraron al unísono. Al primer intento el barco sólo crujió. Luego el crujido se transformó en un lamento y finalmente, tras un último esfuerzo, la quilla se elevó en el aire hasta desplomarse sobre la superficie helada. Poco a poco, el navío comenzó a arrastrarse por la capa de hielo como un animal agonizante. Encabezados por los bueyes, doce remeros tiraban de las maromas de proa auxiliados por otros ocho que, situados a ambos lados del casco, se esforzaban en guiarlo. Los cuatro hombres restantes habían recibido orden de permanecer junto a la tripulación del segundo barco, custodiando los víveres y el equipaje.

A cada voz, un trallazo sacudía la nave haciendo que avanzase en un estertor casi inapreciable. Poco a poco, conforme el casco progresaba, los tirones se fueron uniformando y finalmente el navío comenzó a deslizarse dejando tras de sí una profunda cicatriz helada.

A media tarde, tras un rosario de maldiciones, se oyó con nitidez el hielo quebrándose bajo el casco.

—¡Parad! ¡Parad, malditos bastardos, o el hielo cederá y moriremos ahogados!

Los hombres soltaron rápidamente las maromas y retrocedieron unos pasos. A partir de aquel punto la capa de hielo se adelgazaba, y algo más lejos comenzaba a disgregarse en un laberinto de carámbanos.

—Recoged las sogas y los animales. Haced un agujero en el hielo y dadles de beber un poco. Vosotros dos, en cuanto los bueyes se recuperen regresad a por los víveres —ordenó Izam.

Flavio, que no había participado en el remolque, se apartó unos pasos del barco. Al poco aparecieron Theresa y Alcuino con el rostro congestionado. El fraile intentó decir algo, pero sólo pudo emitir un gemido. Luego se dejó caer y cerró los ojos mientras intentaba recuperar el resuello.

—Hicisteis mal en ayudar —le recriminó Flavio—. Me miran como a un bicho raro.

—Un poco de ejercicio físico alivia al espíritu —adujo Alcuino jadeando.

—Ahí os equivocáis. Dejad el trabajo para quienes tienen la obligación de hacerlo. Los
oratores
nos debemos al rezo, que es lo que Dios nos ha encomendado. —Y le ayudó a mover el bulto más ligero.

—Ah, sí… las reglas que rigen el mundo: los
oratores
rezan por la salvación de los hombres, los
bellatores
luchan por la iglesia, y los
laboratores
se encargan de trabajar por todos los demás. Perdonad, lo había olvidado —sonrió Alcuino con ironía.

—Pues no deberíais —alzó la voz Flavio.

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