Authors: Antonio Garrido
—Su mujer y sus hijos también pueden trabajar —argumentó.
—A ellos no los venderá. O pedirá más dinero. Más del que podemos pagar. Además, tú necesitas un esclavo, no una familia completa.
—Fuisteis vos quien me advirtió que eran preferibles los casados, con vínculos que les impidieran huir.
—¡Pero por todos los diablos! ¿Cómo va a huir si es cojo?
Theresa se dio la vuelta y se acercó a Fior, quien aguardaba divertido con un vaso de vino en la mano.
—De acuerdo, nos los llevamos —dijo señalando a los chiquillos y la mujer que permanecían tras una carreta escuchando.
—¡Ah! No. La mujer y los hijos no van incluidos. Si los quieres tendrás que pagar otros cincuenta denarios.
—¿Cincuenta denarios por una familia de esqueletos? —replicó indignada.
—No, no. ¡Cincuenta por cada uno! En total, ciento cincuenta denarios.
Theresa lo miró a los ojos. Si se creía un buen negociante, aún no sabía con quién estaba tratando. Sacó su
scramasax
y de un tajo segó la cinta que sujetaba los bártulos del buey, haciéndolos caer estrepitosamente. El hombre la miró sorprendido.
—Cuarenta denarios por toda la familia. Lo tomáis, o aquí os quedáis con vuestro cojo, vuestro buey enano y vuestros aperos estropeados.
El hombre apretó los dientes, miró los cacharros y rompió a reír hasta mostrar las encías.
—¡Maldita negociante! A todas las mujeres os debería llevar el diablo.
Volvió a reír y cogió la bolsa que la joven le tendía. Luego brindaron por el trato y poco después Theresa y Alcuino emprendían el regreso, con Olaf cojeando, su mujer tirando del buey y los dos chiquillos jaleando al animal, sentados sobre su grupa.
De camino a la catedral, Olaf se reveló como mal caminante pero hábil conversador. Su vida había sido difícil, aunque no más que la de cualquier nacido esclavo. Sus padres ya lo eran, y para él, ése era su estado de vida natural. No echaba de menos la libertad pues no la había conocido, y la mayoría de sus amos le habían tratado bien porque siempre había trabajado duro.
En realidad, lo único que añoraba Olaf era la pierna que le faltaba. Ocurrió dos años atrás, mientras talaba un enorme abeto. El árbol cayó antes de lo esperado y le aplastó la rodilla, rompiéndole los huesos. Por fortuna, un carnicero logró amputarle el miembro machacado antes de que la podredumbre lo mandara a la tumba. Desde entonces, su vida y la de los suyos se había ido deteriorando hasta transformarse en un infierno.
Al principio, su amo Fior lo había atendido con la esperanza de mantenerle trabajando igual que antes del accidente; sin embargo, pronto comprobó que la falta de una pierna había convertido a Olaf en una carga difícil de justificar. Durante la convalecencia, el conocimiento de los campos y su destreza con las manos le permitieron suplir su invalidez, pero en cuanto Fior instruyó al nuevo capataz, relegó a Olaf a tareas propias de mujeres, y de esa forma pasó de gobernar al resto de los esclavos a arrastrarse por los almacenes en busca de desperdicios con que alimentar a sus pequeños y a su esposa Lucilla.
—Pero aún puedo trabajar —insistió Olaf mientras aceleraba el paso con la muleta—. Sé montar a caballo, y conozco el campo como la palma de mi mano.
—Pues no compres caballos, o se largará encima del primero que tengamos —le susurró Alcuino a Theresa.
Una vez en Fulda, Alcuino propuso que Olaf y su familia se alojaran en la abadía hasta que la cabaña del bosque estuviese acondicionada. Encerraron al buey en las cuadras y acudieron a la cocina del monasterio, donde unos monjes les suministraron sopa de cebolla y unas manzanas que los niños celebraron como si fueran pastelillos. Después de cenar les permitieron acostarse cerca del fuego, cosa que todos agradecieron. Los niños y la madre cayeron pronto rendidos, pero Olaf apenas durmió porque nunca antes lo había hecho sobre un jergón de lana.
A la mañana siguiente, Theresa acudió al monasterio para conducirles hasta sus nuevas tierras. En el establo les cedieron un carro para transportar el grano, algo de comida y unos aperos viejos que habrían de devolver en el plazo de una semana. Theresa agradeció a Alcuino que aquel día la excusara de sus tareas, así como su mediación en el préstamo de las herramientas. Aunque utilizaron la senda más corta, emplearon casi media mañana porque los niños se detuvieron varias veces a orinar, y Olaf se empeñó en hacer el camino a pie para demostrarle a Theresa su suficiencia.
Cuando llegaron a la cabaña, los zagales se mostraron encantados. Subieron al tejado como si fueran ardillas y corrieron por los surcos hasta caer rendidos. Olaf les llamaba por apodos como «enanos», «gritones» o «pihuelos», pero a su mujer siempre la llamaba «querida Lucilla».
Entre Lucilla y Olaf edificaron un cercado rudimentario alrededor de la cabaña, limpiaron los aledaños y acumularon piedras en forma de túmulo, donde poder cocinar sin que el viento apagara la fogata. Luego prepararon un guiso de tocino y nabos que los críos devoraron antes de llegar al plato. Después, Olaf construyó unas trampas simples que dispuso repartidas por los alrededores. Así atraparía conejos y ratones que añadir a las legumbres con las que él y su familia deberían subsistir hasta la primavera.
A media tarde, los chiquillos anunciaron al unísono la presencia de un hombre a caballo. Se trataba de Izam de Padua, el ingeniero de Carlomagno.
Olaf acudió a atender la cabalgadura, pero el hombre no desmontó. Se acercó a Theresa y le ordenó que subiera al caballo. La joven obedeció extrañada. Luego Izam espoleó el animal hasta separarse un trecho de la cabaña.
—Alcuino me habló de esta insensatez —dijo entonces—, pero veo que es peor de lo que había imaginado. ¿Cómo se te ocurre comprar a un tullido? Menuda manera de arruinar tu campo.
—Pues no parece que lo haga tan mal —respondió Theresa señalando al esclavo. En ese instante, Olaf regresaba con un conejo en la mano.
—Éste es un terreno para dejarse la piel, las manos y las dos piernas, no una obra de caridad. Aquí llueve, graniza, nieva; hay que abrir surcos, talar árboles, manejar una yunta, construir una vivienda, segar, limpiar, y mil cosas más. ¿Quién va a hacer todo eso? ¿Un cojo y tres esqueletos?
Theresa desmontó del caballo y emprendió el regreso a pie a la cabaña. Izam giró la cabalgadura y la siguió al paso.
—¡Serás testaruda! Por mucho que te des la vuelta no solucionarás nada. Tendrás que venderlos de nuevo.
La muchacha se revolvió.
—Pero ¿quién os habéis creído…? Las tierras son mías, y haré con ellas lo que me plazca.
—¿Seguro? Pues entonces dime cómo harás para devolver el dinero que te han prestado.
La joven se detuvo en seco. Por un momento había imaginado que aquellas tierras le pertenecían por derecho propio, pero en realidad no era así. Además estaba su responsabilidad con respecto a los esclavos: como ya le adelantara Alcuino, debía velar por ellos, y si no trabajaban lo suficiente, tal vez aquella tierra acabara convirtiéndose en la tumba que los acogiera.
Cuando preguntó a Izam de qué opciones disponía, éste aseguró que, de las pocas que él contemplaba, todas pasaban por revenderlos.
—No digo que no sirvan para nada, pero no para este campo. Regresemos al mercado; tal vez aún podamos devolverlos sin perder demasiado.
Theresa reconoció que Izam llevaba razón. Sin embargo, cuando contempló a los dos pequeñuelos jugando en la cabaña fue incapaz de aceptarlo.
—Esperemos una semana —propuso—. Si en ese tiempo no han rendido lo necesario, yo misma los conduciré al mercado.
Izam rezongó entre dientes. Era perder una semana, pero al menos aquella loca vería por sí misma cuan equivocada estaba. Bajó del caballo y entró en la cabaña a calentarse. En el interior, se sorprendió por el aspecto que había adquirido la estancia. Se veía pulcra y ordenada, como si llevara tiempo habitada.
—¿Quién ha reparado las paredes? —preguntó incrédulo.
—El inútil del tullido —respondió Theresa, y lo apartó de un empujón para enderezar una tabla que había quedado mal asentada. Olaf la vio y se aprestó a ayudarla.
—Toma, utiliza esto —dijo Izam de mala gana.
Olaf cogió el cuchillo que le tendía y lo empleó para asegurar la tabla.
—Gracias. —Se lo devolvió e Izam se enfundó el arma.
—Ahí fuera hace frío. Dile a tu mujer que entre. ¿Disponéis de herramientas? —preguntó el ingeniero.
Olaf le mostró las que les habían prestado en la abadía: un hacha corta, una piqueta y una azuela. Le dijo que por la tarde haría un buen mazo de madera, y tal vez un rastrillo. No mucho más, porque tenía que reparar el arado que habían adquirido.
—Es de madera —le informó—. La reja habrá que cambiarla.
Izam comentó que sin una reja de hierro ni una buena vertedera, no lograrían abrir los surcos. Luego miró la muleta de Olaf.
—¿Me la prestas?
Examinó el palo con detenimiento. Era una vara de cerezo toscamente tallada con un soporte de madera forrado de cuero en su extremo superior. Comprobó su flexibilidad y se la devolvió.
—Bien. He de irme —anunció.
Se levantó y salió de la cabaña seguido por Theresa. Ya fuera, ella le agradeció su comprensión.
—Sigo pensando que es una locura… Pero en fin. Si encuentro tiempo, miraré de fabricarle una pierna de madera.
El joven montó a caballo y se despidió de ella. Antes de desaparecer, Theresa advirtió que él volvía la cabeza.
Durante toda la semana, Theresa alternó su trabajo en el obispado con la supervisión de sus nuevas tierras. Así, comprobó que Olaf había excavado una pequeña acequia que desviaba el agua del arroyo hasta las inmediaciones de la cabaña para evitar el continuo trasiego al río, había construido una puerta con la que asegurar el cercado, y cuatro taburetes en los que sentar a la familia. Pero no sólo se había ocupado de los campos: entre él y su esposa habían transformado la vieja cabaña en una auténtica vivienda. Helga
la Negra
les había cedido un arcón y una mesa pequeña, además de unas telas que Lucilla había empleado para evitar que el viento se colara por las rendijas. Olaf había excavado un hogar en el centro de la cabaña, y dispuesto a ambos lados sendos sacos de paja donde descansar por las noches. Respecto al arado, aunque lo había reparado, le había resultado imposible manejarlo. Lucilla también lo había intentado, pero al tercer día las ampollas le habían cubierto las manos. Olaf se lamentó ante Theresa.
—Es por culpa de esta maldita pierna —se la golpeó—. Antes habría abierto los surcos en dos días, pero Dios sabe que esto no es trabajo de mujeres.
Theresa respiró hondo al tiempo que torcía el gesto. Miró a los dos chiquillos que correteaban entre las patas del buey, riendo y disfrutando, sucios como el tizón, aunque con algo más de carne sobre los huesos. Le apenaba aquella situación, pero si Olaf no conseguía arar todo el suelo, se vería obligada a revenderlos.
Lo miró con disimulo mientras se esforzaba en limpiar la collera del buey. Iba a comentarle algo, cuando él pareció adivinar sus pensamientos.
—Estoy modificando la collera para que tenga el tiro más bajo. Así el buey bajará el testuz y apretará el arado contra la tierra.
Theresa denegó con la cabeza ante lo inútil de sus esfuerzos. Olaf no lo comprendió.
Iban a levantarse cuando oyeron ruido de cascos. Nada más salir se encontraron a Izam de Padua montado en su caballo, y tras él, un borrico cargado de maderos. El ingeniero desmontó y entró en la cabaña sin dar los buenos días, con una cuerda midió el muñón de Olaf y volvió a salir con la misma determinación con que había entrado. Al poco regresó cargado hasta la barbilla.
—Un hombre cojo es como una mujer sin pechos —anunció.
A Theresa le molestó la comparación; sin embargo, siguió atenta la diligencia con que Izam rasgaba la pernera vacía de Olaf y dejaba a la vista un muñón terriblemente cosido.
—En Poitiers tuve ocasión de examinar una pierna de madera de extraordinaria valía. Nada que ver con esos palos atados al muñón que utilizan los tullidos para caminar como caracoles. —De nuevo midió el diámetro del muñón y trasladó la medida a una pieza de madera—. La pierna de la que os hablo era un prodigio del ingenio, una pieza articulada que, según decían, perteneció a un general árabe muerto en la terrible batalla. Afortunadamente un fraile se la arrancó al cadáver y la guardó en la abadía. —Midió la pierna buena y volvió a trasladar las medidas. Luego sacó un extraño mecanismo que a Theresa le pareció una especie de rodilla—. Me ha llevado dos días fabricarlo, así que espero que sirva.
Olaf se dejó hacer. Mientras, Lucilla apartó a los niños, que se peleaban por ensamblar cuantas piezas caían en sus manos. Theresa continuó mirando ensimismada.
Izam escogió un madero cilíndrico, lo ajustó por un extremo a la articulación de madera y lo situó al lado de la pierna buena. Luego cortó el otro extremo hasta enrasarlo con el talón de Olaf.
—Ahora la parte del muslo.
Tomó una especie de cazuela de madera y la encasquetó sobre el muñón. Nada más soltarla cayó al suelo, pero la recogió como si nada hubiera sucedido y la horadó hasta ajustaría al miembro. Luego la extrajo para vaciarla un poco y forrar el interior con un trozo de paño y cuero.
—Bueno, creo que ya está. —Engastó la caperuza en el muñón y la aseguró a la cadera con los correajes que portaba. Después calculó el tramo de madera que debía cortar para ocupar el espacio entre la caperuza y el mecanismo de la rodilla.
—¿Cómo funciona? —preguntó Olaf.
—No sé si lo hará.
Levantó al esclavo, que se tambaleó al verse sobre el extremo de la madera.
—Aún falta el pie, pero antes he de ver si el fleje aguanta. Ahora prueba a andar.
Olaf avanzó titubeante sin soltarse de la mano de Izam, pero para su sorpresa, la pierna de madera se dobló por la rodilla y al dar el paso inmediatamente recuperó la rigidez como por arte de magia.
—Incorpora una lama de tejo, la misma madera con que se fabrican los arcos buenos. Cuando recibe el peso, flecta, permitiendo la articulación; luego hace tope y retorna a su posición para iniciar el siguiente paso. Observa estos orificios. —Señaló cuatro agujeros taladrados en la rodilla—. Con este pasador podrás seleccionar el grado de dureza. Y si lo quitas —se lo demostró—, el mecanismo quedará loco. Así podrás cabalgar con la pierna flexionada.