La escriba (60 page)

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Authors: Antonio Garrido

—Te repito que esa joven es un problema. Si conoce la ubicación de la cripta, puede contárselo a cualquiera. Debemos eliminarla —afirmó el hombre de la sotana.

A Theresa le palpitó el corazón.

—¿Y también a los demás? La muchacha confía en mí y hará cuanto yo diga. No sabe lo de las niñas, ni lo de su padre y la mina —comentó Hóos—. Cuando concluya el documento ya nos desharemos de ella.

El clérigo meneó la cabeza pero se mostró de acuerdo. Al punto, Hóos Larsson dio por concluida la conversación y sin despedirse se encaminó hacia la puerta. Cuando Theresa se percató corrió por el pasillo hasta llegar al exterior, pero al salir tropezó con un saco de grano y cayó al suelo sobre ellos. Al girarse para levantarse, Hóos le tendía un brazo para ayudarla.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó sin soltarla.

—Regresé para decirte que te quería —mintió temblando.

—¿En el suelo? —Hóos se había fijado en la puerta que él había dejado entornada, pero no comentó nada.

—Con la oscuridad me caí.

—Bien. Dímelo.

—¿Que te diga el qué? —preguntó azorada.

—Que me amas. ¿No habías venido a eso?

—¡Ah! Sí. —Tembló mientras forzaba una sonrisa.

Hóos la atrajo hacia él sin soltarle el brazo y la besó en los labios. Ella se lo permitió.

—Ahora vuelve al
scriptorium
.

Cuando por fin la soltó, Theresa odió con toda su alma aquella serpiente tatuada.

No lograba asimilarlo. La sola idea de que Hóos, la persona a quien se había entregado, pretendiera asesinarla, le impedía pensar con claridad. Corrió hacia el
scriptorium
sin mirar por dónde pisaba. Tan sólo vagaba como una proscrita a la que persiguiera una jauría de alimañas. Intentó explicarse cómo podría haber sucedido, pero no encontró ninguna justificación. Las imágenes de su padre en la mina se arremolinaban con las de Hóos haciéndole el amor. Mientras corría, las lágrimas le entorpecían la visión. ¿Quién sería el clérigo a quien había visto de espaldas? ¿Tal vez el propio Alcuino?

Cuando llegó al
scriptorium
lo encontró vacío, pero el centinela le permitió entrar porque gozaba de su confianza. Buscó el documento en que estaba trabajando pero no lo encontró, así que supuso que Alcuino o Wilfred se lo habrían llevado. Sin embargo, bajo unos pergaminos halló la Vulgata esmeralda de su padre. La cogió junto a un par de plumas y se marchó con la intención de escapar de la fortaleza.

Caminó por los pasillos evitando los rincones, como si temiese que alguien pudiese saltar para detenerla. Al pasar junto a la sala de armas, un hombre con sotana se interpuso en su camino. A Theresa se le heló la sangre; sin embargo, el religioso sólo le señaló una pluma que acababa de caérsele. La joven la recogió, se lo agradeció y siguió andando, apresurando cada vez más el paso. Bajó las escaleras y giró por la galería que comunicaba el recibidor con el claustro. Desde allí saldría al patio, y después a las murallas.

Avanzaba con la cabeza baja intentando ocultarse bajo su capa, cuando de repente divisó a Hóos y Alcuino hablando al otro extremo del claustro. Hóos también la vio. Ella esquivó su mirada y continuó caminando, pero Hóos se despidió de Alcuino y se dirigió rápido hacia ella. Theresa casi había ganado la salida. Salió al patio y echó a correr, pero al aproximarse a la muralla comprobó con horror que las puertas se encontraban cerradas. Miró hacia atrás y vio a Hóos avanzando despacio pero con determinación. El corazón le palpitó. Se volvió de nuevo, desesperada, buscando una escapatoria. En ese instante descubrió a Izam montado a caballo junto a las cuadras. Corrió hacia él y le pidió que la subiera. Izam no entendió pero tendió su mano y la izó a la grupa. Entonces ella le suplicó llorando que la sacara de la fortaleza. Izam no le preguntó nada. Espoleó el caballo y ordenó a gritos que abriesen las puertas. Instantes después, con Hóos maldiciendo su suerte, atravesaban las murallas y abandonaban la ciudadela.

Izam guió la montura por el hormiguero de callejuelas hasta alcanzar unas chozas abandonadas en el arrabal de extramuros. Allí desmontó junto a una suerte de establo que parecía abandonado, condujo el caballo al interior, y lo ató a una baranda. Luego amontonó un poco de paja que ofreció a Theresa para que se aposentara. Cuando le pareció que se sosegaba, le preguntó qué le sucedía. Ella intentó responder, pero el llanto se lo impidió. Por más que lo intentó, Izam no logró consolarla. Al cabo de un rato, Theresa agotó las lágrimas y se abandonó a la melancolía. Él, sin saber por qué, se atrevió a abrazarla, y a ella le reconfortó pensar que alguien la protegía.

Cuando por fin se calmó, le refirió el episodio del túnel. Le contó que había escuchado a Hóos amenazar con matarla, y también que éste conocía el paradero de su padre. Hubo de explicarle que Gorgias no era un asesino, y que debían localizarle porque sin duda se encontraba en peligro. Sin embargo, Izam la persuadió para que continuara su relato. Ella le contó cuanto sabía, a excepción de lo del documento de Constantino. El joven la escuchó con atención y se interesó sobre el papel de Alcuino, sin que Theresa acertara a responderle. Izam lo meditó con detenimiento y finalmente decidió que la ayudaría.

—Pero habrá de ser mañana. Está anocheciendo, y adentrarnos ahora en la mina supondría un regalo para los bandidos.

Theresa maldijo una y mil veces a aquellos sajones a quienes odiaba con toda su alma. Recordó la agresión sufrida tras huir de Würzburg, el cruento asalto durante la travesía en barco, y cómo, para una vez que podían haber acertado, habían dejado con vida al cabrón de Hóos Larsson. Le extrañó escuchar cómo Izam la corregía.

—No creo que sean sajones. Si acaso algunos proscritos. El populacho no los distingue porque identifican al pagano con el mal, y al mal con el sajón, pero los sajones que aún resisten se refugian en el norte, más allá de la frontera del Rin.

—Da igual bandidos que sajones. Todos son nuestros enemigos.

—Desde luego, y yo los combato con todas mis fuerzas, pero por extraño que te parezca, nunca he odiado a los sajones. Al fin y al cabo, esa gente defiende su territorio, a sus hijos, sus creencias. Son toscos, sí. Y crueles. Pero ¿cómo te comportarías tú si una mañana, al levantarte, encontraras a un ejército arrasando cuanto tuvieses? Esos paganos luchan por lo que han mamado desde niños, por una forma de vida que unos extraños venidos de lejos intentan arrebatarles. He de confesar que en ocasiones he admirado su valor y ambicionado su energía. Incluso creo que realmente odian a Dios, porque a menudo combaten como diablos. Pero te aseguro que sólo son culpables de haber nacido en el lugar equivocado.

Theresa lo miró desconcertada. Aunque como cualquier humano, los sajones también fueran hijos de Dios, ¿cómo guiarles hacia la Verdad si se negaban a aceptarla? Y en cualquier caso, ¿a quién demonios le importaban los sajones? Hóos sí que era un verdadero diablo, y de la peor calaña que alguien pudiera echarse a la cara. El único hombre que la había hecho estremecer no era más que un embaucador al que, ahora, odiaba con tal fuerza que sería capaz de despedazarlo con sus propias manos. Se lamentó por haber sido tan ingenua; por haber deseado casarse con él y entregarle su vida a una alimaña como aquélla.

Incapaz de discernir entre la rabia y el frío, olvidó cuanto se refería a Hóos y se recostó sobre el pecho de Izam. Su calidez la reconfortó. Cuando le preguntó dónde pernoctarían, se sorprendió al escuchar que permanecerían en el cobertizo porque él no confiaba en nadie de la fortaleza. El joven la cubrió con su capa y sacó un poco de queso que guardaba en su talega. Cuando se lo ofreció, Theresa rehusó, pero Izam separó una porción y la obligó a comer. La boca de ella rozó sus dedos.

Mientras la joven lo paladeaba, Izam lamentó no disponer de más queso para volver a rozar sus labios. Seguidamente recordó el día en que se conocieron. En aquella ocasión le había atraído su aspecto cortés, sus ojos almibarados y su cabello revuelto, tan distinto al de las sonrosadas mozas rellenitas que poblaban Fulda. Pero después había sido su carácter atrevido e impetuoso lo que le había cautivado. Curiosamente, el que ella supiera leer, algo que contrariaría a cualquier hombre normal, a él le fascinaba. Le encantaba el afán con que ella le escuchaba, y a su vez él disfrutaba oyéndola contar vibrantes historias de su natal Constantinopla.

Y ahora se encontraba junto a ella, protegiéndola de no sabía qué extraña historia, de la que desconocía cuánto era verdad y cuánto fantasía.

Capítulo 28

Cuando las voces despertaron a Gorgias, ya anochecía en la mina. Sólo tuvo tiempo de cubrirse con el jergón y echarse a un lado para ocultarse. Al caer sobre el muñón, el dolor le atravesó. Se agazapó como pudo y aguardó en silencio mientras rogaba a Dios que la noche le protegiera. Luego, resguardado por las sombras de los barracones, escuchó que las voces se aproximaban hasta transformarse en un par de individuos que portaban unas teas. Uno de ellos era alto y rubio; el otro parecía un cura. Los extraños se separaron y husmearon por el barracón, apartando los utensilios a patadas. Por un instante, el rubio se acercó a su escondrijo mientras el otro aguardaba. Gorgias pensó que le descubriría, pero finalmente el rubio se giró, le hizo una seña al clérigo y ambos depositaron dos bultos a escasos pasos de donde él se escondía. Después dieron media vuelta y, tal como habían venido, desaparecieron en la negrura.

Gorgias aguardó agazapado hasta cerciorarse de que no regresaban. Pasado un rato, asomó la cabeza y detuvo la mirada en los fardos abandonados. De repente uno de ellos se movió, haciendo que Gorgias diera un respingo. Mientras esperaba, pensó si no se trataría de alguna fiera herida, de modo que cuando cesaron los movimientos decidió asegurarse. Con dificultad abandonó su escondrijo y se arrastró hacia los dos bultos.

Casi no podía avanzar. La última semana su brazo había empeorado tanto que había pasado varios días tumbado sin probar bocado. La fiebre le decía que se estaba muriendo. De haber encontrado fuerzas habría regresado a Würzburg, pero hacía tiempo que los temblores le habían robado el aliento.

Alcanzó el primer fardo y lo tanteó con una vara. Al apretarlo, advirtió que cedía y se agitaba, y retrocedió cuando exhaló el primer lamento. Guardó silencio para al instante volver a percibirlo, esta vez entrecortado, casi como un gemido. Asustado, se acercó despacio para descubrir el envoltorio y, atónito, hizo lo propio con el otro. Cuando terminó, sus ojos eran dos enormes platos. Ante él, amordazadas con paños de cocina, yacían las dos gemelas de Wilfred.

Al instante desenlazó las ligaduras que las retenían, incorporó a la que respiraba y palmeó con nerviosismo la cara de la que dormía. Esta última no reaccionó. Supuso que estaba muerta, pero al levantarle la barbilla la chiquilla tosió y comenzó a llorar, pidiendo entre balbuceos que viniera su padre. Gorgias se dijo que si aquellos hombres las oían, regresarían y les matarían, así que agarró como pudo a las niñas y se arrastró hasta una de las galerías, donde se refugió confiando en que la piedra amortiguase el llanto de las pequeñas. Sin embargo, una vez dentro, se sumieron en un extraño letargo que las mantuvo dormidas.

Como en los días precedentes, Gorgias apenas concilió el sueño. Aunque la fiebre le devoraba, la presencia de las chiquillas le había devuelto un punto de lucidez del que hacía tiempo carecía. Se levantó y las contempló a su lado. Sus rostros se veían ligeramente amoratados, así que las despertó meciéndolas con timidez, como si temiera hacerles daño. Cuando lo consiguió, incorporó a la más espabilada, a la que arregló los rizos y sentó como a un muñeco de trapo. La cría se tambaleó un poco, pero conservó el equilibrio tras darse un coscorrón contra la vagoneta en que la había apoyado. A Gorgias le pareció atolondrada, porque no se quejó. Sin embargo, la otra pequeña continuaba abotargada. Casi no le percibía el pulso. Vertió sobre su cabeza un poco del agua que conservaba en la galería, pero tampoco reaccionó. Ignoraba si por ese motivo las habrían abandonado, pero si no las conducía a Würzburg, perecerían sin remedio.

Con el sol despertando, decidió sacarlas al exterior. Fuera sintió frío, presagio de tormenta. Se preguntó cómo haría para trasladarlas, si él apenas se mantenía en pie. Deambuló por los alrededores hasta encontrar un arcón de madera al que ató una cuerda, anudó el extremo a su cintura y luego lo arrastró por el fango hasta donde había dejado a las chiquillas. Con cuidado las acomodó en su interior, explicándoles que era una pequeña carroza, pero las crías continuaron aturdidas. Les acarició el cabello y tiró de la cuerda. El arcón no se movió. Apartó las piedras que lo entorpecían y volvió a tirar. Entonces la caja se deslizó pesadamente, siguiendo a Gorgias camino de Würzburg.

No había avanzado ni media milla cuando se hundió en el barro. La primera vez se levantó. A la segunda, cayó desfallecido.

Permaneció tumbado de bruces hasta que el llanto de una pequeña le impulsó a continuar, pero no encontró fuerzas para incorporarse. Tan sólo jadeó como un animal herido. Como pudo, se arrastró hasta un recodo apartado del camino. Luego, mientras recuperaba el resuello, se dio cuenta de que nunca lograría su propósito. El muñón volvió a dolerle punzándole hasta el pulmón, aunque ya no le importó. Se apoyó contra la pared de roca y lloró de desesperación. No le preocupaba su vida, pero ansiaba proteger la de aquellas dos pequeñas.

Desde el recodo donde se encontraba, contempló Würzburg en la lejanía. Allá en el valle admiró el enjambre de casuchas apiñadas tras las murallas, vigiladas desde la cima por las torres de la fortaleza. Añoró el cielo limpio surcado por las columnillas de humo que emergían de los hogares, y los primeros verdores guarneciendo unos campos que le parecieron inalcanzables. Le consoló pensar que bajo aquella tierra descansaba ya su hija, con quien pronto se reuniría.

De repente, al reparar en las fumarolas, tuvo una idea. Sacó a las chiquillas de la caja y las apartó a un lado. Luego, con sus últimas fuerzas, pateó el arcón hasta reducirlo a un montón de astillas. A continuación extrajo su eslabón y sujetó con los pies el pedernal para dirigir las chispas hacia el paño seco con que había cubierto las tablillas. Después rascó el acero, rogando a Dios que el lienzo prendiera, pero ninguna súplica logró su propósito. Aun así, insistió una y otra vez hasta que las fuerzas le abandonaron. Luego, hastiado, arrojó el eslabón maldiciendo su mala fortuna.

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