La escriba (55 page)

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Authors: Antonio Garrido

Observó que Wilfred aún conservaba la muñeca que se habían olvidado sus hijas. El monigote lucía unos curiosos ojos blancos confeccionados con guijarros a los que alguien había pintado un descuidado iris azul.

—¿Cómo hacéis para abrir las puertas? —se interesó el fraile.

—O bien utilizo este gancho —le enseñó una especie de arpón unido a una vara de avellano—, o los animales me acercan. ¿Qué os trae por aquí?

—Un asunto delicado. Comentasteis que Genserico murió apuñalado.

—Así es. Atravesado con un estilo. —Azuzó los perros, que giraron sobre sí mismos para trasladarle junto a una hornacina. Abrió un cajón, sacó un punzón de los utilizados por los escribas y se lo mostró—. Exactamente con éste.

El fraile lo miró con detenimiento.

—Bonito —observó—. ¿Pertenecía a Gorgias?

Wilfred asintió y volvió a guardarlo en el mismo sitio.

Alcuino examinó la mesa que hacía las veces de
scriptoria
. Preguntó si era allí donde escribía Gorgias, y el conde se lo confirmó. Advirtió la presencia de otros estilos perfectamente alineados junto a unos tinteros y un botecito de secante. Una gruesa capa de polvo descansaba sobre los instrumentos, a excepción de dos cercos finos y alargados que lucían algo más limpios. Se calló sus sospechas y continuó el examen con disimulo. Le extrañó no encontrar los textos en griego que sin duda Gorgias habría necesitado para la confección del manuscrito. Cuando planteó el asunto de la exhumación del cadáver de Genserico, Wilfred enarcó una ceja.

—¿Desenterrarle? ¿Y esa ocurrencia?

—Me complacería otorgarle el favor de las santas reliquias —mintió el fraile—. Flavio es custodio del
lignum crucis
, la madera de la cruz de Cristo.

—Sí, ya sé, pero no comprendo…

—Genserico murió inesperadamente, tal vez con algún pecado en su conciencia. Disponiendo de estas reliquias, sería una falta de caridad no emplearlas para santificar su cuerpo.

—¿Y para eso hay que sacarlo de su tumba?

Alcuino le aseguró que era preciso.

Tras unos instantes de indecisión, Wilfred accedió. No obstante, le remitió al gigantón de Theodor para que le condujese hasta el sepulcro de Genserico.

Además de aparentar medio cuerpo más grande que el de cualquier persona, Theodor resultó ser también medio mudo. Mientras extraía paletadas de tierra sin parar, lo único que barruntó fue que la tumba apestaba a estercolero. Alcuino pensó que mentiría si afirmara que Theodor olía mejor. Tras un rato de jadeos, la pala de Theodor chocó contra el ataúd. A Alcuino le alegró comprobar que habían empleado un sarcófago de madera, pues de lo contrario la tierra habría estropeado las posibles huellas dejadas por el asesino. Con la ayuda de otra pala, apartó los últimos restos de tierra y pidió a Theodor que le auxiliara a extraer el ataúd, pero cuando le dijo que abriese la tapa, el gigante de ojos azules respondió que aquello ya no era asunto suyo y se retiró unos pasos, dejando a Alcuino a solas con la sepultura. Al tercer intento, la tapa saltó.

Nada más abrirla, el hedor les hizo vomitar. Theodor se alejó aún más mientras Alcuino se las entendía con el enjambre de bichos que cubría el cadáver de Genserico. El fraile se protegió la nariz con un trapo, al tiempo que apartaba los gusanos que pululaban sobre el rostro medio podrido. Cuando lo logró, buscó sobre el hábito del muerto el sitio donde le habían clavado el estilo. Encontró la abertura de la punzada a la altura del vientre: una hendidura pequeña y limpia. Se fijó en el cerco de sangre reseca a su alrededor. Estimó que la mancha rondaría el diámetro de un cirio. Después observó el rostro carcomido, sin rastro de los espumarajos mencionados por Bernardino. No obstante, sí halló restos en la collera del hábito, de modo que empuñó un cuchillo, cortó un trozo de tela, de la que apartó las larvas, y la guardó en un bolsito. Luego le examinó con cuidado las palmas. La derecha aparecía amoratada, con dos extraños orificios. Después, para disimular, sacó un trozo de madera que anunció como
lignum crucis
y lo depositó en el ataúd mientras rezaba una plegaria. Finalmente cubrió la tapa y pidió ayuda al gigante para enterrar el sarcófago.

Por la noche, en el refectorio les sirvieron unos platos de pescado que parecieron ofender a Flavio Diácono. Wilfred se disculpó por las viandas, pero los víveres suministrados no alcanzaban para celebraciones, y sus propias reservas estaban casi agotadas.

—Es una lástima que parte de las provisiones se hundieran bajo el hielo —se lamentó Wilfred—. La gente anhelaba esa comida.

—¿No son suficientes los víveres desembarcados? —preguntó Flavio.

—¡Ja! —rio Wilfred con desgana—. ¿A un buey medio muerto, seis celemines de trigo y tres sacos de avena lo llamáis provisiones? Con eso no llegaría ni para ensuciar los platos.

—Dos navíos aguardan aún río abajo. En caso necesario, podríamos reparar nuestro barco y navegar hasta ellos —sugirió Izam.

—¿Y hasta ahora cómo habéis hecho para alimentaros? —se interesó Alcuino—. Quiero decir… Según comentan, habéis padecido hambruna.

Wilfred confesó que aguantaron hasta agotar sus propias reservas, pero cuando los muertos comenzaron a amontonarse, hubieron de recurrir a los graneros reales.

—Los avituallamientos no llegaban, y la gente seguía muriendo —se justificó—. Como sabéis, el grano real se custodia para alimentar a las tropas en caso de combate, pero la situación se tornó insostenible, así que decidí proceder a su racionamiento.

—En cualquier caso, no parece que vos os encontréis en la indigencia —señaló Flavio—. Hasta un sordo se atronaría con el mugido de vuestras vacas y el cacarear de vuestras gallinas —dijo señalando la zona del patio donde se ubicaban los corrales.

Wilfred retrocedió en su carromato.

—¿Así es como agradece un invitado mi largueza? ¿Desde cuándo los romanos se ocupan de las cuitas de los campesinos? —clamó ofendido—. Encerrados como vivís en vuestras catedrales, ignoráis la escasez de vuestros feligreses. Disponéis de huertos de los que obtener el sustento; de ganado y aves; de tierras que rentáis; de siervos que a cambio de alimento desbrozan los campos y reparan los muros. Obtenéis el diezmo de cuantos os rodean; cobráis impuestos por el uso de vuestros caminos, pero, sin embargo, estáis exentos de pagarlos. ¿Y aún venís a decirme a mí…? Claro que dispongo de comida, no soy ningún necio. Soy clérigo, pero también gobierno. ¿Qué sucederá cuando los ciudadanos no aguanten más; cuando la desesperación y el hambre les dominen, se armen con lo que encuentren y asalten nuestras despensas?

Alcuino se apresuró a intervenir.

—Por favor, aceptad nuestras disculpas. Esta situación nos ha cogido por sorpresa, pero os aseguro que agradecemos vuestra hospitalidad al igual que vuestra largueza. Decidme, ¿en verdad opináis que los suministros transportados en el barco resultan insuficientes?

Flavio se molestó por lo que consideró una intromisión de Alcuino. Sin embargo, admitió que su intervención había resultado de lo más oportuna.

—Echad vos la cuenta —rumió Wilfred—. Sin contar curas y frailes, en Würzburg habitan unas trescientas familias. Pero a este paso, tal vez el mes que viene no quede ninguna.

—¿Y los huertos? —preguntó Alcuino—. Dispondréis de ajo, chalotas, puerros, coles, rábanos, nabos…

—El hielo acabó hasta con los cardos. ¿No habéis visto a esos desesperados? —respondió señalando la turba a los pies de la villa—. Ya no distinguen una cebolla de una manzana.

—Y vuestras reservas…

—En los graneros aún conservamos unos cien modios de trigo. Aparte disponemos de otros treinta de espelta, pero ese grano es pura ponzoña que utilizamos como pienso para los animales que nos quedan. Aun así, hubo insensatos que en su desesperación se atrevieron a asaltar los almacenes y robar un par de talegas. Al día siguiente encontramos a los ladrones delante de la casa de Zenón con las tripas saliéndoles por la boca. Por desgracia, la muerte les sorprendió antes de que pudiéramos ahorcarlos.

Alcuino meneó la cabeza. De ser ciertas las estimaciones de Wilfred, se enfrentaban a un problema.

—¿Y esas reliquias? ¿No nos ayudarían a conseguir alimentos? —preguntó el conde a Alcuino.

—Sin duda, Wilfred. Sin duda.

MARZO
Capítulo 26

Desde su llegada a Würzburg, Hóos Larsson no había gozado de un instante de descanso. Wilfred le había asignado al escuadrón de Izam, quien, en previsión de nuevos ataques, batía cada día los aledaños. A tal efecto, por las mañanas revisaban el perímetro amurallado y al crepúsculo partían expediciones que rodeaban la villa
desde
su extremo oriental hasta el occidental, coronando el peñón sobre el que se asentaba la fortaleza. Hombres, mujeres y niños debían vigilar arroyos y caminos, apuntalar las defensas y reparar los cercados.

En la segunda semana, Hóos encabezó una marcha a las antiguas minas. Al parecer, un pastor con poco trabajo había advertido la presencia de una fogata y Wilfred había resuelto rastrear el lugar hasta convertir las galerías en un auténtico cepo.

Doce hombres partieron temprano, pertrechados con coleto de cuero, escudos y arcos. Izam lucía la cota de malla que había traído en el barco. Hóos nunca las había empleado, pero Izam insistió en su utilidad.

—De acuerdo que en el agua son un peligro, porque si caes te arrastran al fondo. Pero en tierra es como vestir una campana de hierro.

Hóos miró a Izam con desdén. Luego comprobó la distancia que aún quedaba para llegar a la mina. Se dijo que si aparecían bandidos, Izam no tendría tiempo ni de contar los flechazos.

—Tal vez nos tropecemos con Gorgias —aventuró Izam—. La mina no sería un mal refugio.

—En tal caso, ya oísteis a Wilfred: «si lo encontráis, acribilladlo». No sólo mató a Genserico, sino que también asesinó a unos muchachos con un estilo.

—Parece que al conde le afectó bastante la muerte de su coadjutor, pero Alcuino no piensa igual. No sé… Creo que si le viésemos, deberíamos capturarlo vivo.

Hóos siguió cabalgando. Pensó que llegado el caso, no le temblaría la mano.

Arribaron a la mina a media mañana. Los vigías que se habían adelantado comunicaron que el lugar parecía desierto, pero por precaución, Izam distribuyó a sus hombres en dos grupos. El primero se dirigió a los barracones de los esclavos y el segundo a las galerías. Durante el registro, Hóos descubrió en una barraca raspas de pescado fresco y cascaras de huevos. Los desechos se veían recientes, pero en lugar de comunicárselo a Izam los dispersó con el pie para ocultarlos. Escrutaron cada rincón sin hallar nada relevante, de modo que tras un último vistazo, Izam y sus hombres se unieron a los que exploraban la mina.

En la primera galería la oscuridad era auténtica brea. Conforme avanzaban, los túneles se angostaban más y más obligándoles a caminar encorvados. En uno de los túneles, un hombre tropezó y se lo tragó la tierra. Sus compañeros sólo lograron escuchar los tumbos de su cuerpo golpeando durante la caída. Dudaban entre continuar o abandonar aquella ratonera cuando un ensordecedor desprendimiento estuvo a punto de sepultarles. El polvo amenazó con embozarles los pulmones. Uno de los hombres corrió hacia la salida y los demás le siguieron medio asfixiados. Ya fuera, con los cuerpos magullados y el ánimo vencido, decidieron cancelar la búsqueda y regresar a la ciudadela.

Cuando se hizo el silencio en la galería, Gorgias retiró las vagonetas desvencijadas tras las que había permanecido oculto, y entre toses y esputos dio gracias al cielo por haberle ayudado.

Luego, con dificultad, salió de su escondrijo y apartó las maderas del desprendimiento que él mismo había provocado.

Se alegró de haber previsto aquella situación.

Días atrás, durante una de sus exploraciones había descubierto en aquella misma galería una viga mal apuntalada. Al principio le preocupó, pero pronto ideó cómo sacarle provecho derribando el pilar que la sustentaba. Para ello socavó la base del pilote y sustituyó la tierra por pequeñas piedras. La última, la que finalmente sostendría el pilar, la escogió larga y delgada. Con mucho cuidado logró situarla en posición vertical, entre la base de la viga y el hueco resultante. Luego retiró las piedrecitas que hasta el momento habían sujetado el pilar, y todo su peso recayó sobre la piedra alargada. Después ató una cuerda a aquella piedra, cubrió su rastro con arena y retrocedió hasta una oquedad cercana. Desde allí comprobó que si estiraba de la cuerda, la piedra se desplazaría provocando la caída de la viga y el techo de la galería.

Recordó los momentos previos a la llegada de los soldados.

Aquella mañana se encontraba en los barracones cuando oyó el relincho de un caballo. Apuró el pescado y salió fuera. Nada más asomarse, comprobó que un grupo de hombres se acercaban a la mina. A toda prisa cogió a
Blanca
y corrió hacia la galería, donde permaneció agazapado rogando a Dios que no entraran. Sin embargo, cuando distinguió la primera tea, huyó a la oquedad cercana a la trampa, movió una vagoneta para ocultarse y esperó a que los hombres se encontraran lo suficientemente cerca. Pronto les vio avanzar. Si continuaban un poco más acabarían descubriéndole. Uno de los hombres
se acercó
hacia la vagoneta. Gorgias asió la cuerda y se preparó. Debía intentarlo ya. Se enrolló la cuerda al brazo y tiró con todas sus fuerzas. La piedra se desplazó y el pilar cayó al suelo ocasionando el derrumbamiento.

Tras el desplome examinó el túnel en busca de heridos, deseando que entre los escombros se encontrase el hombre de la serpiente tatuada.

No tuvo suerte.

Cuando alcanzó la salida, no quedaba rastro de los hombres que le buscaban. Se alegró por su fortuna, pero se lamentó por
Blanca
, a la que hubo de estrangular para que no cacareara.

De regreso a Würzburg, una doméstica informó a Hóos de que Theresa había salido en compañía de su madrastra; esta última a recoger algo de ropa, y la joven, a vagabundear por los jardines de la fortaleza. Hóos dejó las armas, se lavó la cara y salió al encuentro de Theresa.

La descubrió sentada sobre un tocón en uno de los huertos. Se acercó por la espalda y rozó suavemente su cabello. Ella se volvió sorprendida, mostrando en su semblante una triste sonrisa. Cuando le confesó que necesitaba encontrar a su padre, él le prometió ayudarla.

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