La escriba (64 page)

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Authors: Antonio Garrido

—Los dos eran hombres. Vivían en Würzburg…

—Y los dos tenían pies y cabeza. Intenta ser más sagaz, ¡por el amor de Dios!

Theresa no estaba para adivinanzas, y así se lo hizo saber.

—De acuerdo —concedió él—. Ambos trabajaban para Wilfred. Ya sé que en Würzburg todo el mundo trabaja para Wilfred, pero Genserico era su coadjutor, su mano derecha, al tanto de cuanto concernía a su superior, y Korne,
el percamenarius
, era íntimo de Genserico. Quizás esta relación resulte demasiado simple como para inferir un ansia de asesinato, pero sigamos especulando… Si tal como convinimos, el motivo de la desaparición de las gemelas fue el chantaje, y damos por asegurado que su secuestrador fue el propio
percamenarius..
.

—¿Los pelos rizados que encontramos? —sugirió Theresa.

—Y este ojo de juguete que hallé en la celda que le cedieron tras el incendio. —Extrajo de una cajita un pequeño guijarro que le mostró ufano—. Pertenece a la muñeca con que jugaban las gemelas el mismo día del secuestro.

Theresa lo examinó con admiración. La pintura azul resaltaba torpemente sobre el blanco del guijarro.

—Colegiríamos, pues —siguió Alcuino, arrebatándoselo—, que
el percamenarius
deseaba algo que juzgaba imposible obtener de otro modo, pues en caso contrario, y antes de asumir el riesgo de un secuestro, sin duda lo habría intentado. Algo de tal valor que no le importó arriesgar su propia vida, e incluso acabar con la de su pobre amante.

—¿El documento de Constantino?

—Efectivamente: de nuevo el documento. Y si ambos, Genserico y Korne, murieron del mismo modo, recuerda que envenenados, sería lógico deducir que les mató la misma mano.

Theresa estrelló un tintero contra el suelo, haciendo que la tinta salpicara a Alcuino. Y no se arrepintió.

—¿Sabéis lo que creo? —le espetó al fraile—. Que en realidad vos sois el culpable. Vos conocíais la importancia del pergamino; sabíais cómo Genserico y Korne fueron asesinados; os revelé las líneas ocultas entre los versículos de la Vulgata y poco después matabais al centinela con tal de recuperarla. —Señaló el códice esmeralda—. Os vi hablar con Hóos Larsson.

—¿Con Hóos? ¿Cuándo? ¿En el túnel? Te aseguro que no era yo.

—Y luego también en el claustro.

—Creo que estás desvariando. —Le acercó la mano al hombro, pero Theresa la apartó con violencia.

—Dejad de tomarme por necia —le advirtió.

—Te repito que nunca me encontré con Hóos en el túnel, de modo que olvida ese dato. Es cierto que lo vi en el claustro, al igual que a Wilfred, a un par de domésticos y a otros dos prelados. Pero de ahí a conjeturar que yo estoy implicado… ¡Por Dios, muchacha! Cuando murió Genserico, nosotros aún navegábamos. Además, ¿por qué te habría contado cómo fueron asesinados?

—¿Y por qué no liberáis de una vez a mi padre? —gritó—. ¿O es que aún me ocultáis algo?

Alcuino la miró con tristeza, se atusó las canas y apretó los dientes. Luego le pidió que se sentara, en un tono que jamás había empleado. La joven no obedeció, aunque presintió que él iba a confesarle lo que estaba sucediendo.

—Está bien. Pero siéntate —insistió mientras se enjugaba el sudor con un paño. Se tomó un tiempo de silencio—. Creo estar en disposición de afirmar que Wilfred mató a Korne, al igual que a Genserico.

—No os creo. Wilfred es un impedido.

—Así es, y su propio mal es su mejor aliado. Nadie sospecharía de él… ni de ninguno de sus mecanismos.

—¿Qué queréis decir?

—Hará unos cuatro días, Wilfred me obsequió con el funcionamiento de uno de sus artilugios. Ocurrió al interesarme por la forma en que sujeta los perros a la silla. En ese instante accionó un resorte que liberó sus riendas como por ensalmo. Antes ya me había fijado en la bacinilla de sus excrementos, resuelta igualmente con un hábil mecanismo, de modo que me dirigí al herrero que, según me confesó, se los había incorporado. Al principio el hombre se negó a hablar, pero unas monedas bastaron para que me contara que había instalado en los agarraderos traseros de la silla un sorprendente artefacto. Concretamente, dos pequeños clavos curvados enrasados en el agarradero, que al ser accionados desde los brazos se elevan como dos dardos. El herrero juró que nunca había entendido su propósito, algo comprensible por lo insólito de su cometido.

—Y Wilfred utiliza ese mecanismo…

—Para inocular el veneno. Los clavos deben de estar bañados en alguna solución maligna. Tal vez ponzoña de serpiente. Imagino que así fue como mató a Genserico, e igualmente al
percamenarius
.

—Pero ¿por qué perpetraría Wilfred los crímenes? Él tenía acceso al documento. ¿Y los muchachos asesinados? ¿Por qué acusan a mi padre de haberlos acuchillado?

—Aún no tengo todas las respuestas, si bien espero hallarlas pronto. Y ahora que sabes la verdad, y dando por sentado que tu padre no es un asesino, te pido por favor que regreses al trabajo.

Theresa se fijó en el documento, a falta de tres párrafos para darlo por terminado. Luego clavó sus ojos en los de Alcuino.

—Lo concluiré cuando liberéis a mi padre.

El fraile miró hacia otro lado. Luego se revolvió.

—¡Tu padre, tu padre! ¡Hay cosas más importantes que tu padre! —gritó—. ¿No entiendes que quienes buscan el pergamino aún pueden conseguir sus propósitos? Para poder atraparlos necesito que crean que ya tengo un culpable. Tu pobre padre es inocente, sí, pero también lo fue Jesucristo, ¿y acaso no dio Él su vida para salvarnos a todos nosotros? Ahora responde a esto, muchacha: ¿piensas que Gorgias es mejor que Jesucristo? ¿Es eso lo que crees? ¿Acaso le has preguntado si no acepta su sacrificio? Seguro que si pudiera hablar, me estaría agradecido. Además, dejémonos de naderías. Los dos sabemos que va a morir sin remedio. ¿Cuánto le queda? ¿Dos? ¿Tres días? Qué más da que muera en una cama o en el calabozo.

Theresa se alzó como un resorte y le cruzó el rostro de una bofetada.

Alcuino aguantó inmóvil mientras el rubor le palpitaba en la mejilla. Luego reaccionó como si acabaran de despertarlo. Se levantó y se acercó a la ventana, llevándose la mano a la cara.

—Perdona, no debí decir eso —se disculpó—. Pero aun así, recapacita. Es duro de escuchar, lo admito, pero tu padre morirá de todas formas. Zenón me lo ha confirmado, y nada de lo que hagamos podrá alterar ese hecho. De nosotros depende el futuro de ese documento. Ya te he explicado su trascendencia, y por ello te exijo que aceptes mis planteamientos.

Theresa se aguantó las lágrimas.

—¿Sabéis? —rompió a llorar—. Me da igual lo que hagáis. Me da lo mismo que os roben el pergamino y que acabemos todos en el infierno, pero no consentiré que mi padre perezca en ese agujero.

—No lo entiendes, Theresa. Estoy a punto…

—Estáis a punto de matarlo; y tarde o temprano haríais lo mismo conmigo. Pero ¿de veras pensáis que soy estúpida? Ni mi padre ni yo os hemos importado nunca.

—Te equivocas.

—¿Sí? Entonces decidme: ¿de dónde habéis sacado su Vulgata? ¿O acaso ha llegado aquí volando?

Alcuino la miró con gesto contrariado.

—La encontró Flavio Diácono tirada en medio del claustro. —La cerró y se la ofreció—. Si no me crees, puedes ir y preguntárselo.

—¿Entonces por qué no liberáis a mi padre?

—¡Diablos! ¡Ya te lo he explicado! Necesito descubrir a cuantos persiguen el documento.

—Un documento falso como Judas —replicó ella sin concesión.

—¿Falso? ¿Qué quieres decir? —Su tono cambió.

—Que sé bien lo que habéis tramado. Vos, Wilfred y los Estados Pontificios… Todo un ejército de farsantes y de engaños. Lo sé todo, fray Alcuino. Ese documento que tanto alabáis; en el que habéis depositado esperanzas, ambiciones y anhelos… Mi padre descubrió su falsedad. Por eso pretendéis que muera, y con él, vuestro secreto.

—Desconoces de lo que hablas. —Titubeó.

—¿Estáis seguro? —Sacó las tablillas de su bolsa y las arrojó delante de él sobre la mesa—. Son las copias de los renglones interlineados. No os molestéis en buscarlos en la Vulgata porque los raspé con un escalpelo.

—¿Qué dicen? —le exigió él endureciendo el gesto.

—Lo sabéis tan bien como yo.

—¿Qué dicen? —repitió como si lo consumiera el fuego.

Theresa le acercó aún más las tablillas. Alcuino las contempló y luego la miró.

—Mi padre conocía la diplomacia bizantina. Sabía de epístolas, de discursos, de exordios y panegíricos. Tal vez por eso le contratasteis, pero también por ser un buen cristiano. Y como tal, descubrió que Constantino jamás redactó ese documento. Que ninguna de las donaciones es legítima y que esos territorios pertenecen a Bizancio.

—¡Guarda silencio! —bramó el fraile.

—O si no, decidme, Alcuino, ¿cómo es posible que el documento haga referencia a Bizancio como provincia, cuando en el siglo cuarto sólo era una ciudad? ¿Cómo menciona Judea si en esa fecha ya no existía ese lugar? Eso sin contar el empleo de términos como
synclitus
en lugar de
senatus, banda
en lugar de
vexillum, censura
en vez de
diploma, constitutum
en lugar de
decretum, largitas
en vez
depossessio, cónsul
en lugar
áepatricus..
.

—¡Calla, mujer! ¿Esos detalles qué demuestran?

—Y no es todo —continuó ella—: en la
introductio
y la
conclusio
se imitan con pobre acierto las escrituras del período imperial, pero también las
formule
de otros tiempos. ¿O cómo explicaríais en un documento del siglo cuarto que el pasaje de la conversión de Constantino esté basado en los
Acta o Gesta Sylvestri
, o las reminiscencias de los decretos del Sínodo Iconoclasta de Constantinopla contra la veneración de imágenes, que como sabéis se celebró varios siglos después?

—Que el documento ostente errores no prueba que la donación sea incierta —repuso él, golpeando la mesa—. La diferencia entre lo verdadero y lo genuino es tan liviana como la existente entre lo falso y lo espurio. ¿Cómo pretendes tú, descendiente de la pecadora Eva, juzgar
la pia fraus
realizada
cum pietate?
¿Cómo osas condenar lo cumplido bajo
instinctu Spiritus Sancti?

—¿De veras creéis que eso dirán en Bizancio?

—Estás jugando con fuego… —le advirtió—. Yo nunca te habría causado daño, pero hay muchos que no piensan de igual manera. Recuerda a Korne.

El tañido de las campanas llamando a rebato les interrumpió.

—Liberad a mi padre y acabaré el documento. Inventad lo que queráis: otro milagro, o lo que se os ocurra. Al fin y al cabo, ideando mentiras sois todo un experto.

A continuación recogió las tablillas y le dijo que enviara su respuesta al barco de Izam. Y se marchó sin permitir que Alcuino la contradijera.

De camino al embarcadero, se vio rodeada por una multitud de lugareños que al grito de «provisiones» corrían saltando y bailando. Sorprendida, siguió a una familia cercana hasta advertir que el revuelo obedecía a la presencia de cuatro barcos que en aquel momento atracaban en el amarradero. Uno de ellos, de color rojo y pertrechado con escudos, destacaba por su tamaño, que convertía en chalupas al resto de las embarcaciones. Buscó a Izam entre los recién llegados, descubriéndolo finalmente a bordo del último barco. Intentó subir al navío, pero no se lo permitieron. Sin embargo, en cuanto Izam la divisó, descendió para saludarla.

Mientras se acercaba, Theresa advirtió que cojeaba de una pierna.

—¿Qué te ha sucedido? —preguntó alarmada. Y sin pensarlo se echó en sus brazos. Él le acarició el cabello mientras la tranquilizaba.

Se apartaron del gentío hasta una roca solitaria. Izam le explicó que había salido al encuentro del
missus dominicas
porque un explorador le había avisado de su llegada.

—Por desgracia, parece que también avisaron al dueño de esta flecha —bromeó señalándose la pierna.

Theresa la miró. Habían cortado el extremo del dardo, de forma que sobresalía un palmo de vara. Le preguntó si era grave, aunque no se lo pareció.

—Si una flecha no te mata al principio, casi nunca ocurre nada. Curioso, pero todo lo contrario que con una espada. ¿Y tú? ¿De dónde vienes? Ordené a Gratz que permanecieras en el barco.

Theresa le relató el episodio de Alcuino. Cuando terminó, Izam le mostró su desazón haciéndolo coincidir con el instante en que se extraía la flecha. Dejó a un lado las tenazas con la punta ensangrentada y taponó la herida con unas hierbas.

—Siempre las llevo encima. Son mejores que las vendas.

Las sujetó con los dedos mientras le preguntaba por qué le había desobedecido. Ella le dijo que temió que no regresara.

—Pues casi lo adivinas —sonrió mientras arrojaba el trozo de flecha al fondo de las aguas. Sin embargo, cuando Izam conoció los detalles de la conversación con Alcuino, dejó de sonreír para mostrarle su preocupación. Insistió en que el fraile inglés gozaba del favor de Carlomagno, y que llevarle la contraria era un suicidio.

Cuando el alboroto remitió, regresaron al primer barco para que le cauterizaran la herida. Él cojeaba un poco, así que ella le ayudó a subir rodeándole los hombros. Mientras preparaban el hierro al rojo, Izam le confesó que le había hablado al
missus
de ella.

—Bueno, no de ti. De tu padre y de cómo se encuentra. No se comprometió a nada, pero me dijo que hablaría con Alcuino para saber de qué se le culpaba.

Le explicó que los
missi dominio
eran una suerte de magistrados a los que Carlomagno enviaba por sus tierras para administrar justicia. Solían viajar por parejas, pero en esta ocasión se había desplazado uno solo. Se llamaba Drogo, y parecía un hombre cabal.

—Seguro que él accederá a nuestras demandas.

Capítulo 30

El hombre encargado de aplicar el hierro previno al herido. Luego hundió el extremo candente mientras Izam mordía un palo. Tras retirar el hierro le aplicó un ungüento oscuro, y finalmente cubrió la herida con vendas nuevas.

Izam y Theresa comieron pescado fresco y salchichas de cerdo mientras los marineros descargaban las bodegas. En total, cuatro bueyes, un grupo de cabras, otro pequeño de gallinas, decenas de piezas de caza y pesca, varias partidas de trigo, cebada, garbanzos y lentejas, que cargaron en carros para transportarlos a la fortaleza. Cuando terminó la desestiba, una turba de campesinos escoltó a Drogo y sus hombres entre las retorcidas callejuelas.

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