La escriba (66 page)

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Authors: Antonio Garrido

Al intentar acercarse a ella, los guardias se lo impidieron. Wilfred azuzó a los perros, que ladraron como posesos. A continuación ordenó a los soldados que encendieran la pira, pero Izam sacó su puñal y lo lanzó. El arma surcó el aire hasta hundirse en la silla bajo las partes pudendas de Wilfred. Sacó otra daga de su cinto y le apuntó.

—Os aseguro que si tenéis corazón, puedo acertarle —lo amenazó.

—Izam, no seáis necio —le advirtió el
missus
—. Esta joven ha robado un documento de vital importancia. No sé qué es lo que os guía, pero ya he resuelto que pague con su vida.

—Ella no ha sustraído nada. Permaneció a mi lado desde que salió del
scriptorium
—replicó el ingeniero sin bajar el arma.

—No es lo que Alcuino me ha contado.

—Pues Alcuino miente —afirmó tajante.

—¡Hereje! —bramó el fraile.

El tableteo de la lluvia resonó insistente mientras los hombres aguardaban. Izam inspiró con fuerza porque era el momento de su última jugada. Se adelantó unos pasos, apretó entre sus manos el crucifijo que pendía de su cuello y cayó de rodillas ante Drogo.

—¡Reclamo el Juicio de Dios!

Todos callaron estupefactos. Los juicios de Dios se pagaban con la vida.

—Si lo que pretendéis es salvarla… —le advirtió Wilfred.

—¡Lo exijo! —Se arrancó el crucifijo y lo elevó hacia el firmamento.

Drogo carraspeó. El
missus
miró a Wilfred, luego a Flavio, y finalmente al propio Alcuino. Los dos primeros se negaron. Sin embargo, Alcuino aseguró que era imposible sustraerse a la petición de una ordalía.

—¿De modo que un Juicio de Dios…? Acercaos —ordenó Drogo—. ¿Sabéis a lo que os exponéis?

Izam asintió. Lo habitual era que obligaran al acusado a caminar descalzo sobre una reja calentada hasta el rojo: si sus pies se quemaban resultaría culpable, pero si por mediación divina sanaban, entonces se proclamaría su inocencia. También podía suceder que le arrojaran al río atado de pies y manos: si flotaba, sus faltas le serían redimidas. No obstante, su propósito era acogerse a la contienda, opción posible cuando existían dos oponentes. No tenía más que retar a Alcuino.

—No es a él a quien se acusa —replicó Wilfred al oírlo.

—Alcuino asegura que Theresa le robó, pero yo afirmo que es él quien enarbola la mentira. En tal caso, sólo Dios puede discernir cuál es la oveja descarriada.

—¡Pero qué necedad más grande! ¿Acaso olvidáis que Alcuino es el pastor y Theresa la oveja?

En ese instante, Alcuino se acercó a Izam, le miró fijamente a los ojos y le arrebató el crucifijo.

—Acepto la ordalía.

Regresaron al edificio después de acordar que se encontrarían al amanecer junto a la pira. Izam volvió al navío con la promesa del
missus
de que nada le sucedería a Theresa. Por su parte, Wilfred, Flavio y Alcuino permanecieron en cónclave para abordar los detalles de la ordalía.

—No deberíais haber aceptado —repitió indignado Wilfred—. No había razón para…

—Creed que sé lo que hago. Pensad que lo que ahora juzgáis como locura, en realidad resulta la forma perfecta de justificar una ejecución que, a ojos de la plebe, resultaría comprometida.

—¿A qué os referís?

—La muchedumbre idolatra a Theresa. Creen que esa joven ha resucitado. Ajusticiarla ahora no tendría sentido, y menos aún, acusarla de un crimen del que no podemos hablar demasiado. En cambio, un Juicio de Dios lo justificaría.

—Pero vos no sabéis de armas. Izam os mandará al infierno.

—Bueno, ésa es una posibilidad, pero Dios está conmigo.

—¡No seáis necio, Alcuino! —intervino Flavio Diácono—.

Izam es un soldado experto. Al primer envite vuestros intestinos rodarán por el precipicio.

—Confío en Dios.

—¡Maldita sea! Pues no confiéis tanto.

Alcuino pareció meditarlo. Pasado un rato se levantó entusiasmado.

—Un campeón. Eso es lo que necesitamos —les recordó que en una ordalía, el ofendido podía designar un valedor que le defendiera—. Tal vez Theodor —sugirió—. Es fuerte como un toro y le saca una cabeza a Izam.

—Theodor es un inútil. Si tuviera que pelar una cebolla, al primer tajo se quedaría sin dedos —sentenció Wilfred—. Habrá que pensar en otro.

—¿Y Hóos Larsson? —propuso Flavio Diácono.

—¿Hóos? —se extrañó Wilfred—. De acuerdo con que es hábil, pero ¿por qué se ofrecería a ayudarnos?

—Por dinero —sentenció Flavio.

Alcuino coincidió en que el joven mencionado gozaba del ímpetu y la maestría necesaria para el duelo, pero no confiaba tanto en que quisiera asumir el riesgo. En cambio, Flavio no sólo no lo dudó, sino que se ofreció para tratar de convencerlo. Wilfred y Alcuino se mostraron de acuerdo.

Antes del amanecer, un emisario se presentó en el barco de Izam para informarle que debía personarse en la muralla de la fortaleza. Lo confirmaba una tablilla con el sello de Drogo, de modo que Izam tomó su ballesta junto a varios dardos, se ciñó su
scramasax
, se protegió de la lluvia con una pelliza y siguió al enviado hasta el acceso a las murallas. Ya en el interior, el emisario le condujo por el foso hasta alcanzar, a pie de precipicio, el punto más cercano al patio de armas. Desde allí, los restos del andamio empleados para apuntalar la torre trepaban de forma inverosímil hasta alcanzar el tronco que hacía de sustentáculo entre el torreón y la muralla. Cuando el doméstico le informó que debía ascender por el andamio, Izam no le creyó.

—¿Por qué habría de subir?

El emisario se encogió de hombros y señaló hacia lo alto. Izam siguió la indicación para, a considerable altura, reconocer a Drogo en el patio de armas. Mediante gestos, el magistrado le ordenó que trepara por el andamio pegado a la muralla. Antes de obedecer, el emisario le pidió que le entregara la ballesta. Izam se la dio. Luego se santiguó y comenzó la escalada.

Al principio parecía sólido, pero conforme ascendía, el armazón de palos y cuerdas comenzó a crujir como si fuera a hundirse, así que continuó el ascenso procurando apoyarse en las uniones más trabadas. La pierna herida le molestaba, pero sus manos se aferraban a los salientes igual que si fueran zarpas. Cuanto más subía por la estructura, ésta más se bamboleaba. A dos tercios de la cúspide se detuvo para recuperar el resuello, con la lluvia y el viento azotándole la cara. Abajo, en el foso, el lecho de roca parecía aguardar a que las fuerzas le fallaran. Tomó aire y continuó el ascenso hasta coronar el andamiaje, justo donde se apoyaba el tronco que unía la muralla con la torre de vigilancia.

No esperaron a que se recuperara. Al otro extremo aguardaban Wilfred en su silla, Flavio Diácono, Drogo y Alcuino. Más alejada, Theresa permanecía custodiada por dos soldados. La distinguió sin capucha pero aún amordazada. Pese a la distancia pudo advertir sus ojos de terror, y junto a ella, un hombre alto con un hacha. El corazón se le encogió. En ese instante Drogo se adelantó y le pidió a Izam que jurara.

—En el nombre del Señor, santiguaos y preparaos para el combate. Alcuino presenta a un campeón —le gritó señalando al hombre del hacha—. Por ser él el ofendido, se encuentra en su derecho. Ahora jurad lealtad a Dios y que Él guíe vuestras armas.

Izam juró. Luego Drogo se volvió hacia el hombre del hacha y le indicó que se preparara.

—¡Honor para el vencedor, e infierno para el que caiga!

Izam comprendió que el duelo se celebraría sobre el vacío, así que mientras su oponente llegaba, estudió el tronco donde se batirían. Advirtió que su contorno superior estaba torpemente tallado, como si en algún momento lo hubieran empleado de puente entre la torre y la muralla. Aun así, mantener el equilibrio resultaría complicado porque la lluvia no cesaba. Se fijó en que a mitad del madero, asegurados sobre la superficie más plana, aparecían dispuestos varios odres de piel pequeños. No imaginó ni su propósito, ni el contenido que los abultaba.

En ese momento alzó la mirada y observó cómo su oponente salvaba el pretil de la torre para erguirse sobre el tronco auxiliándose con el hacha. Protegía su torso con un coleto de cuero y lucía botas claveteadas. Sin duda era Hóos Larsson. Los tatuajes le delataban.

Izam desenfundó su puñal y se dispuso para el combate. Desde el patio de armas, Drogo ordenó a Hóos que dejara el hacha. Hóos Larsson la clavó en el tronco y desenfundó su
scramasax
. Luego avanzó hacia Izam sin cuidar dónde pisaba. Éste también progresó, notando con preocupación que la herida le aguijoneaba.

Se aproximaron el uno al otro como dos fieras acorraladas. La cara de Izam, perlada por la lluvia; la de Hóos, impávida, como si anduviera de caza. El tronco crujió cuando ambos se acercaron a la parte central. Hóos lanzó el primer amago, pero Izam aguantó la acometida sin retroceder una pisada, y respondió con una puñalada que Hóos detuvo con facilidad.

Hóos sonrió. Era experto con el cuchillo, y sus botas claveteadas le aferraban al tronco como si tuvieran garras. Arremetió de nuevo contra Izam haciéndole retroceder. Izam se preparó, pero de pronto Hóos también se echó atrás, como si quisiera disfrutar del episodio que se avecinaba. En ese instante, Drogo ordenó a sus arqueros que dispararan y una nube de dardos surcó el aire hasta clavarse en los pequeños odres que separaban a los contendientes.

—¿Qué? —rio Hóos—. ¿Crees que las piedras de abajo dolerán cuando te caigas?

Esta vez Hóos atendió dónde pisaba, porque los odres perforados habían vertido aceite hasta convertir el madero en una auténtica trampa. De repente Hóos lanzó otro envite, y aunque Izam logró esquivarlo, resbaló y perdió su arma. Por fortuna recuperó el equilibrio antes de que Hóos le apuñalara. Rápidamente, Izam se desprendió de su cinturón y lo empleó a modo de látigo para evitar que Hóos se le acercase.

En ese momento el tronco crujió a espaldas de Izam, quien comprobó horrorizado cómo el andamio cedía y una lluvia de listones comenzaba a caer al abismo. No le dio tiempo a reaccionar. De repente el tronco se hundió por el extremo de la muralla al tiempo que el andamiaje crujía y chasqueaba. Los contendientes comprendieron que iba a desprenderse y se desplazaron hacia el extremo contrario. Pese al desnivel del tronco, Hóos alcanzó el torreón con relativa facilidad, pero Izam resbaló al franquear la zona engrasada. Por un instante su cuerpo pendió en el aire, pero logró aferrarse al saliente de una rama.

Theresa chilló y su grito llegó hasta Izam, quien desesperadamente buscaba dónde asirse. Por suerte, sus dedos encontraron una flecha que había atravesado un odre y permanecía profundamente clavada. El dardo y el saliente le permitieron asegurarse mientras Hóos presenciaba la escena agarrado a su hacha. Se carcajeó al comprobar que Izam se debatía como un pájaro en un cepo.

—¿Necesitas ayuda? —ironizó.

Izam pendía del tronco sin terminar de encaramarse. Hóos desprendió el hacha y comenzó a voltearla.

—¿Sabes, Izam? Me gusta clavarla —le gritó—. A Theresa le encantaba —añadió rozándose la entrepierna.

Iba a lanzarle el hacha cuando inesperadamente el tronco cedió por el extremo alojado en el torreón. El estertor hizo que Hóos cayera hacia atrás, rebotara en la piedra y saliera repelido hacia delante, a escasa distancia de donde Izam colgaba. Por fortuna, el tronco se enderezó, lo que permitió a Izam engancharse al saliente de otra rama.

Hóos sonrió. Bajo la lluvia, su rostro parecía el de la fiera que conoce la impotencia de su presa.

Avanzó observando a Izam debatirse sobre la sima. Cuando se supo cerca, lanzó un mandoble que Izam esquivó, apartando la pierna que le mantenía enganchado, y de nuevo pendió sobre el abismo. Hóos desclavó el hacha mientras Izam aprovechaba para volver a encaramarse. Por un instante ambos se miraron: Hóos agazapado, empuñando su arma, disfrutando de la caza, e Izam desarmado, intentando defenderse. De repente, el hacha silbó hasta enterrarse a un palmo de la cara de Izam y éste supo que era su oportunidad. Aferrándola del mango, tiró con violencia de ella, y sin pensarlo lanzó un envite que Hóos sorteó con agilidad felina. En ese instante una sucesión de crujidos dio paso al estruendo que anunciaba el inminente derrumbe. Sin tiempo para más, el extremo del tronco del lado de la muralla comenzó a desplomarse. El otro extremo aguantó. Izam y Hóos se aferraron como pudieron, pero una nueva sacudida hizo que Hóos perdiera su asidero y se precipitara al vacío. Ya caía cuando, en el último instante, Izam le sujetó. El tronco volvió a estremecerse y se inclinó aún más. Izam trató de elevar a Hóos mientras éste le suplicaba que le salvara. Para poder izarlo, arrojó el hacha al foso y se agarró a unas ramas. En un último esfuerzo, tiró de Hóos y consiguió que se afianzara.

Ahora Hóos estaba tras él, y ambos debían trepar hacia el torreón si no querían que el tronco les arrastrara cuando se desgajara de la piedra que lo sujetaba. Izam emprendió el ascenso y Hóos le secundó. Sin embargo, durante el avance, Hóos arrancó una de las flechas clavadas, avanzó con ella, y cuando Izam se disponía a alcanzar la torre, se la enterró en la espalda.

Theresa gritó de desesperación. Llevaba un rato intentando soltarse, pero ahora la lluvia había lubricado sus muñecas y humedecido las ligaduras. Los guardias, pendientes de la lucha, no la vigilaban. Theresa tiró con toda su alma y liberó un brazo. El otro le siguió de inmediato. Se frotó las muñecas, que apenas notaba. Luego agarró un madero de la pira y descendió por detrás hacia los guardias. Justo a sus espaldas descansaba la ballesta de Izam. Iba a apoderarse de ella cuando un soldado se volvió, pero Theresa le golpeó con el madero y cayó al suelo conmocionado. Cogió un dardo y corrió hacia el torreón. Al advertirlo, el otro guardia intentó detenerla, pero Theresa alcanzó la puerta y la atrancó tras franquearla. Luego subió las escaleras de dos en dos, con el corazón saliéndosele por la boca. Cuando alcanzó la ventana, vio que Hóos golpeaba a Izam con el propósito de arrojarlo al vacío.

La ballesta ya estaba cargada. Apuntó y disparó, pero el dardo hendió el aire y se perdió en la lejanía. Se maldijo por su precipitación. Hóos volvió a golpear a Izam, quien se aferró al tronco para salvar la vida. Entonces Theresa lo intentó con el único dardo de que disponía. Enganchó la palanca que tensaba la ballesta, pero sólo consiguió lastimarse la mano. Miró a Izam y advirtió que iba a caer. Enganchó de nuevo la palanca y miró a Hóos. Pensó en sus falsas caricias y estiró… Pensó en su padre y estiró… Pensó en Izam y estiró hasta que la madera cedió y tensó el arma. Colocó el dardo en la acanaladura y apuntó, a sabiendas de que sólo dispondría de esa oportunidad. Hóos se disponía a acabar con Izam. Theresa empuñó la ballesta hasta que sus brazos dejaron de temblar. Luego guiñó un ojo y, con calma, disparó. Hóos iba a descargar su puñal cuando sintió un escalofrío atravesándole la espalda. Bajó la mirada hacia su pecho y, mientras se le nublaba la visión, observó incrédulo cómo un dardo ensangrentado asomaba por su casaca. Lo último que vio antes de caer al vacío fue el rostro de Theresa demudado por la venganza.

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