Authors: Antonio Garrido
—Así pues, fue Theodor quien arrastró el cadáver de Genserico y quien le asestó la puñalada con el estilo.
—En efecto. Wilfred le ordenó que cogiera el punzón de Gorgias y simulara el homicidio, inventando así un motivo para encontrarle rápido. A partir de ahí, ya conoces el resto: la travesía en barco, tu «resurrección» y la desaparición de las gemelas.
—Eso sí que no lo entiendo.
—No es complicado de deducir. Con Genserico muerto, Flavio pasó a tentar a Korne, alguien de moral ligera como así lo atestiguan sus amoríos con el ama de cría. A través de Hóos, Flavio debía de enterarse de sus flaquezas, de modo que ofreciéndole títulos, y seguramente tu cabeza, persuadió
al percamenarius
para que secuestrara a las hijas de Wilfred.
—Con la intención de chantajearle para recuperar el pergamino.
—Eso imagino. Flavio juzgó que extorsionando a Wilfred obtendría el documento que tú estabas elaborando, pues el escrito confeccionado por tu padre lo daba por desaparecido. En cualquier caso le sirvió de poco, ya que Wilfred envenenó a Korne con el mecanismo de su silla.
—Pero eso no tendría sentido. ¿Qué ganaría con matarle?
—Supongo que saber dónde estaban sus hijas, a cambio de suministrarle el correspondiente antídoto. Sin embargo, Korne, que desconocía el lugar donde permanecían las niñas, huyó aterrado y murió al poco, durante el coro en los oficios.
—¿Y entonces por qué abandonaron a las crías en la mina?
—A eso no sabría responderte. Tal vez les asustó la extraña muerte de Korne. O quizá supusieron que podrían descubrirlos. No sé. Ten en cuenta que no es fácil custodiar a dos chiquillas, y que para ello contaban con
el percamenarius
, por entonces ya difunto. ¿Cómo retenerlas sin que nadie se extrañase de la ausencia de Hóos o de Flavio? Eso, además de alimentarlas, ocultarlas, custodiarlas… De hecho, creo que las narcotizaron para evitarse problemas.
—Y las condujeron a la mina, no para abandonarlas, sino para simular su encuentro.
—Así debió de ser. Recuerda que al día siguiente organizaron una batida, de la que resultarían como héroes en lugar de como bandidos.
—Culpando a mi padre de paso…
Alcuino asintió. Luego hizo ademán de que esperara. Salió a la puerta y pidió que les trajeran más comida.
—No sé por qué, pero toda esta conversación me abre el apetito —dijo al regresar—. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Ya recuerdo. A tu padre siempre intentaron inculparlo. Verás. Descubrí que Hóos no sólo trabajaba para Flavio. También lo hacía para sí mismo en cualquier cosa que pudiera beneficiarlo. ¿Recuerdas los muchachos que murieron acuchillados? Tuve ocasión de hablar con sus familiares, y me contaron que al amortajarlos encontraron que tenían negros los pies y las manos. ¿Te suena eso de algo?
—¿El grano de Fulda? —aventuró incrédula.
—Así es. El grano envenenado. En Fulda, Lotario no lo confesó, pero tras hacer los pertinentes recuentos, deduje que había logrado escamotear en algún lado una partida de grano. Cuando Hóos desapareció de Fulda, lo hizo herido en un caballo, ¿no es así? —Theresa bajó la cabeza y lo admitió—. Me lo confesó Helga
la Negra
—continuó Alcuino—, pero según Wilfred, Hóos llegó a Würzburg en un carromato. Así pues, parece que alguien más le ayudó en Fulda: Rothaart el pelirrojo, o Lotario.
—¿Por qué decís eso?
Alcuino se hurgó en los bolsillos y sacó un puñado de cereal.
—Porque en el granero donde amputaron el brazo a tu padre encontré grano contaminado.
Le explicó que, sin duda, Hóos habría intentado hacer negocio aprovechando la hambruna que padecían en Würzburg. Los jóvenes muertos habían sido contratados por Hóos para diversas tareas. Debió de pagarles con el grano, que él no comió al haber sido advertido por Lotario. Tal vez desconocía que los efectos fueran tan rápidos, pero de repente se encontró con que los muchachos enfermaban y amenazaban con descubrirle, así que sobre la marcha decidió asesinarlos.
—Y culpar de nuevo a mi padre.
—En efecto. Debía encontrarlo, y si lo acusaba de varias muertes todos en Würzburg ayudarían a buscarlo. Realmente ignoro si Hóos averiguó que tu padre se escondía en la mina. Tal vez lo sospechara, o tal vez fuera el destino. El caso es que su presencia ya no convenía a nadie. Flavio y Hóos lo querían muerto, pues si Gorgias se recobraba, podría transcribir otro pergamino.
—Y vos también, para ocultar sus hallazgos.
—¿A qué te refieres? —preguntó el fraile, extrañado.
—A que también le queríais muerto. Mi padre había descubierto la hipocresía de ese documento.
Alcuino frunció el ceño. En ese momento regresó el doméstico con las viandas, que el propio Alcuino las rechazó con aspavientos.
—Te repito que apreciaba a tu padre. Pero, en fin, dejemos ese asunto. Por mucho que hubiera hecho por él, igualmente habría muerto.
—Pero no como un perro.
Alcuino no pestañeó. Cogió una Biblia y buscó el capítulo de Job. Lo leyó en voz alta, como justificando su comportamiento.
—Dios nos exige sacrificios —agregó—. Nos envía desgracias que quizá no comprendemos. Tu padre ofreció su vida y deberías agradecérselo.
Theresa le miró a los ojos con determinación.
—Si algo he de agradecerle, es que viviera lo suficiente para aprender de él que nunca fuera como vos. —Y abandonó la estancia, dejando plantado a Alcuino.
De camino al barco, Izam le explicó el motivo por el cual el fraile la había acusado de robar el pergamino.
—Para protegerte —le aclaró—. De no haberlo hecho, Flavio habría acabado contigo. Fue a Flavio a quien escuchaste en el túnel. Hóos mató al joven centinela, pero era a ti a quien buscaba. Encontró la Vulgata esmeralda y se la llevó creyendo que contenía el pergamino. Luego, al comprobar que era una simple Biblia, la arrojó al claustro para que nadie advirtiera que la había sustraído.
—¿Y por eso me encerró en la fresquera? ¿Y por eso permitió que me azotaran? ¿Por eso pretendió quemarme viva?
—Tranquilízate —le pidió el joven—. Pensó que en la fresquera, pendiente de una ejecución, te encontrarías a salvo. Lo de los azotes fue cosa de Wilfred. El conde desconocía el plan urdido por Alcuino.
—¿Plan? ¿Qué plan? —preguntó ella sorprendida.
—El de retar al propio Alcuino.
Theresa no comprendió, pero Izam continuó.
—Fue él quien me lo propuso —dijo refiriéndose al fraile—. Vino a verme y me informó de cuanto te he dicho. Alcuino no sabía de qué forma protegerte y a la vez desenmascarar a los asesinos, así que me pidió que le retara. Cuando lo hice y Alcuino pidió que lo representara un campeón, Flavio se descubrió al proponer a Hóos Larsson.
—¿Y tú le creíste? ¡Por Dios, Izam! Piensa un momento. Si Hóos te hubiera vencido, a mí me habrían ajusticiado.
—Eso nunca habría ocurrido. Drogo estaba al tanto. Si yo hubiera muerto, igualmente te habrían liberado.
—Pero entonces… ¿por qué luchaste?
—Por ti, Theresa. Hóos mató a tu padre. Merecía ese castigo.
—Podrías haber muerto —se echó a llorar.
—Era el Juicio de Dios. Eso no habría sucedido.
Tres días después de las exequias, un cónclave exculpó a Wilfred de los crímenes cometidos. Drogo, como juez supremo, dictaminó que las muertes de Korne y Genserico respondían con ecuanimidad a la infamia de sus actos, y todos los presentes aplaudieron el veredicto. Aun así, Alcuino condenó la ambición que había guiado a Wilfred: un apetito cristiano, pero un apetito asesino, dijo.
A la salida de la asamblea, Alcuino se encontró con Theresa, rodeada de ropa y libros agrupados en varios hatillos. Habían quedado para despedirse. Alcuino volvió a proponerle que escribiese de nuevo el pergamino a cambio de dinero, pero ella se negó en redondo. Finalmente, el fraile lo admitió.
—Entonces… ¿seguro que quieres marcharte? —le preguntó.
Theresa dudó. La noche anterior, Izam le había pedido que le acompañara a Aquis-Granum, pero ella aún no había respondido. Por un lado, deseaba emprender una nueva vida; olvidarlo todo y seguirle en el barco que zarparía al día siguiente, pero por otro, un sentimiento le impelía a permanecer junto a Rutgarda y sus sobrinos. Era como si de repente todas las enseñanzas de su padre, su afán por convertirla en una mujer culta e independiente, también hubieran perecido. Por un instante se vio siguiendo los consejos de Rutgarda, casándose en Würzburg y pariendo hijos.
—Aún puedes quedarte y trabajar conmigo. Yo permaneceré una temporada en la fortaleza para ordenar el
scriptorium y
ultimar ciertos asuntos. A Wilfred lo recluirán en un monasterio, de modo que podrías ayudarme, y más adelante decidir sobre tu futuro.
Ella no lo pensó. Trabajar entre pergaminos era lo que siempre había anhelado, pero ahora añoraba un mundo distinto. Izam le había hablado de él y ella deseaba descubrirlo. Alcuino lo advirtió. Mientras la ayudaba a cargar los bártulos, él le preguntó de nuevo por el documento de Constantino.
—La primera transcripción —le aclaró—. Mientras estaba cautivo, tu padre debió de concluirla.
—Nunca la vi —mintió la muchacha.
—Sería vital. Si apareciera, aún podríamos presentarla en el Concilio —insistió.
—Os repito que nada sé. —Reflexionó antes de añadir—: Y aunque supiera de su paradero, jamás os la entregaría. En mi pensamiento no cabe la mentira, ni la muerte, ni la ambición, ni la codicia, por más que la esgrimáis en nombre del cristianismo. Quedaos pues con vuestro Dios, que yo me quedo con el mío.
Theresa se despidió cortésmente sin pensar en el pergamino. No le importaba. Ya lo había destruido.
Mientras caminaba hacia el embarcadero recordó los extraños signos que su padre había dibujado en la fresquera y se preguntó por qué habría grabado aquellas vigas repetidas.
Encontró a Izam en la orilla, ayudando a sus hombres a calafatear el navío. En cuanto él la vio, soltó el cubo de brea y con las manos ennegrecidas corrió a ayudarla con los bártulos. Ella rio cuando los dedos de él le tiñeron el rostro hasta dejárselo como el de una carbonera. Se limpió con un paño y lo besó, extendiéndole la brea por su cabello oscuro y limpio.
La singladura transcurrió sin incidentes, con los graznidos de los ánades acompañando a los navíos y los bancos de flores festoneando la ribera como dispuestos por un comité de bienvenida. Desembarcaron en Frankfurt, donde se separaron de Drogo para unirse a una caravana que partía pronto hacia Fulda. Allí encontraron a Helga
la Negra
con la barriga más oronda que Theresa jamás hubiese visto. Al reconocerlos, la mujer dejó caer el fardo de heno que portaba y corrió hacia su amiga bamboleándose como un cántaro. La estrechó con tanta fuerza que Theresa pensó que le reventaría la tripa. Cuando Helga supo que se establecerían en Fulda, dio tantos saltos que a punto estuvo de parir allí mismo.
De camino a las tierras de Theresa, Helga le preguntó a escondidas si se casaría con Izam. La muchacha rio nerviosa. Él no se lo había pedido, pero ella confiaba en que algún día se decidiría. Le habló de sus planes para roturar más tierras y construir una casa segura y amplia, como las que edificaban en Bizancio, con varias estancias y un cuarto aparte con letrina. Izam era un hombre resuelto y disponía de ciertos ahorros, así que imaginó que sin duda lo conseguirían.
Cuando Olaf vio aparecer a Theresa e Izam, corrió hacia ellos como un mozuelo. A Izam le sorprendió el manejo que el esclavo hacía de su pierna de madera y enseguida se interesó por el funcionamiento de la articulación. Mientras ellos se enfrascaban hablando de artilugios, caballos y terrenos, Theresa y Helga se dirigieron a la cabaña que Olaf y los suyos habían transformado en un hogar. Los niños habían ganado peso y Lucilla disponía de comida sobre la mesa.
Aquella noche durmieron mal, apretados unos contra otros pese a que Olaf pernoctó fuera. Al día siguiente exploraron los sembrados, que ya comenzaban a germinar, así como las tierras aún incultas. Por la tarde bajaron a Fulda para comprar madera y herramientas, y en los días siguientes iniciaron la construcción del que sería el hogar de la familia.
Al cuarto día, Izam aprovechó que Olaf y Lucilla habían bajado al pueblo para hablar a solas con Theresa. Dejó la leña que acarreaba y se acercó a ella por la espalda para abrazarla con ternura. Ella dejó que su sudor la humedeciera antes de volverse para besar sus labios gruesos y dulces. Izam le acarició las manos, ahora cubiertas de ampollas.
—Antes eran delicadas —se lamentó.
—Antes no te tenía a ti —repuso ella, y le besó.
Izam miró alrededor mientras se apartaba el resudor de las cejas. La casa avanzaba despacio, y no sería tan grande como habría deseado Theresa. Además, las tierras vírgenes requerían más esfuerzo del calculado; quizá demasiado para los pobres rendimientos que esperaba obtener de ellas. Sin embargo, admiró el pundonor con que Theresa abordaba cualquier faena.
Pasearon junto al arroyo. Izam pateó algún guijarro. Cuando Theresa le preguntó qué estaba pensando, él le espetó que no quería aquello para ella.
—¿A qué te refieres?
—A este tipo de vida. No es lo que mereces —respondió él.
Theresa no comprendió. Le dijo que se conformaba con sentir que él la quería.
—¿Y tus libros? Te he visto cada noche releer en tu tablilla.
Ella intentó ocultar las lágrimas que afloraron a sus ojos.
—Podríamos ir a Nantes —propuso Izam—. Allí poseo tierras fértiles heredadas de un pariente. El clima es suave, y en verano las playas se llenan de gaviotas. Conozco a su obispo, un hombre bueno y sencillo. Seguro que te presta libros y podrás escribir algún texto.
El rostro de Theresa se iluminó. Le preguntó qué sucedería con Olaf y su familia, pero para su asombro, Izam ya lo había resuelto. Viajarían con ellos y les servirían en su nuevo hogar.
Durante los días siguientes ultimaron los preparativos. Vendieron las tierras, enviaron una parte de lo obtenido a Rutgarda y cedieron varios arpendes a Helga
la Negra
. El primer domingo de mayo emprendieron el viaje junto a unos comerciantes que cubrían el trayecto hasta París. De camino hacia Nantes, cogida a su prometido, Theresa observó que el cielo se volvía cada vez más limpio y recordando a su padre, celebró con un beso las asechanzas del destino.