La esquina del infierno (39 page)

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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

—Contamos con visión por infrarrojos en toda la escena —‌dijo Ashburn‌—. Ha salido del taxi y se dirige al muro que delimita la zona de aparcamiento.

—¿Hay otro vehículo? —‌preguntó Stone‌—. No he visto ninguno cuando hemos pasado de largo.

Ashburn se quedó confundida y habló por el auricular:

—Bueno, ¿cómo va a quedar con alguien? ¿Acaso vienen en avión? —‌Se estremeció‌—. Acabo de ver una luz en el bosque, cerca del muro.

—Pueden haber escalado desde la orilla del río —‌dijo Stone.

—Hay una buena subida —‌dijo Ashburn. Habló por el auricular‌—. Todos preparados. No intervengáis. Repito, no intervengáis. Esto es un …

El sonido del disparo les hizo dar un respingo. Stone agarró al chófer por el hombro.

—¡Vamos! ¡Vamos!

El todoterreno dio media vuelta, tiró por la mediana y aceleró hasta el área de descanso.

—¡Intervenid! —‌gritó Ashburn por el auricular‌—. ¡Que intervengan todos los agentes!

Una avalancha de todoterrenos llegó a la zona de aparcamiento. Stone y Chapman bajaron del vehículo antes de que parara. Stone corrió hacia la silueta inmóvil que yacía en el asfalto. Se arrodilló al lado de Turkekul. Chapman se colocó junto a él.

—Está muerto —‌dijo Stone‌—. Orificio de salida por delante. Estaba de cara al río. Eso significa que el disparo procedía del otro lado de la carretera.

Ashburn ya estaba vociferando órdenes a los agentes. Un grupo de ellos corrió hacia el bosque situado al otro lado de la carretera, donde se había originado el disparo. Otros dos agentes sacaban al taxista aterrorizado de su vehículo. Chapman se acercó al muro y miró hacia abajo.

—La luz procedía de un farol con batería y temporizador —‌dijo. Se acercó de nuevo a Stone y bajó la mirada hacia Turkekul‌—. ¿Es posible que hubiera una fatua contra él? —‌preguntó.

Stone se limitó a negar con la cabeza.

—Nos han manipulado. Otra vez —‌añadió con amargura.

—¿Qué pasará ahora?

—Estamos jodidos —‌musitó‌—. Eso es lo que pasa. Estamos completa y absolutamente jodidos.

77

No quedó títere con cabeza después de que el jefe del NIC se enterara de la existencia de una operación no autorizada en la que había perdido a su única baza en la mayor investigación de contrainteligencia de su breve carrera como jefe de los espías del país. Si Weaver hubiera podido ordenar la ejecución de Stone, Chapman y Ashburn y quedar indemne, lo habría hecho. Ni siquiera James McElroy, quien confesó de inmediato su participación en el fiasco, se salvó de la quema.

Stone y Chapman se reunieron con él más tarde en la embajada británica. McElroy parecía mayor y más frágil que nunca. La chispa que solía iluminar su mirada se había apagado. Chapman estaba desconsolada por haberle decepcionado. La expresión de Stone era insondable. Pocas personas eran capaces de atisbar la ira ardiente que le consumía.

—¿No tenemos ninguna pista sobre el francotirador? —‌preguntó McElroy con voz queda mientras se sujetaba el costado con fuerza.

—Ni una —‌respondió Chapman‌—. Para cuando llegó el FBI, el tirador hacía rato que se había marchado. Hay una carretera cerca de allí. Apenas se tarda un minuto en desaparecer en coche por alguna de la docena de direcciones posibles.

—Bueno, el MI6 ha sido oficialmente apartado del caso —‌dijo McElroy. Miró a Chapman‌—. Me marcho en el siguiente vuelo. ¿Me acompañas?

Chapman miró a Stone, que contemplaba la pared absorto en sus pensamientos.

—Necesitaría un poco de tiempo, señor, más que nada para rematar ciertos asuntos.

—¿Nos disculpas un momento, Mary? —‌dijo McElroy.

Chapman dedicó otra mirada a Stone y salió de la estancia rápidamente.

La puerta se cerró y Stone observó al británico.

—Menuda cagada —‌dijo McElroy.

—Pues sí.

—Pero sigo pensando que valió la pena. El statu quo estaba permitiendo que muriera gente a diestro y siniestro.

—Bueno, no hemos hecho más que añadir otro nombre a la lista.

—Ahora que Turkekul está fuera de circulación a lo mejor el asunto queda cerrado.

Stone se sentó delante de él.

—¿Y eso?

—Turkekul era como su guardagujas.

—Si es así, ¿por qué lo mataron?

—Lo desenmascaraste.

—¿Cómo saben que lo hice?

McElroy abrió las manos.

—¿Cómo se ha enterado esta gente de todo? Se enteran y ya está.

—Mi encargo ha sido revocado —‌dijo Stone‌—. La lealtad del presidente tiene sus límites. No me extraña.

—¿Y nuestra agente del FBI?

—¿Ashburn? Un par de puntos negros y trabajo de oficina durante una temporada. Fue lo bastante lista como para conseguir cierto respaldo de sus superiores antes de que todo esto saliera a la luz. Su caída será relativamente suave, pero de todos modos no es lo que ella quería.

—Por supuesto que no. —‌McElroy dio una palmada a Stone en el hombro‌—. No vale la pena lamentarse de cosas que no se pueden cambiar. Algunas misiones salen según lo planeado y todo el mundo contento. Otras no, desgraciadamente.

—Bueno, no estoy convencido de que esta misión haya terminado.

—Para nosotros sí, Oliver. No me ha importado ir a contracorriente en ciertas ocasiones. Anoche fue un ejemplo de ello. Pero también sé cuándo llega el momento de tirar la toalla. De lo contrario, no habría durado tanto.

Se levantó, apoyándose en la mesa para sostenerse. Stone alzó la mirada hacia él.

—Quizá sea cierto. Aunque fuera yo quien lo dijo, no terminaba de creérmelo.

—¿El qué?

—Que no soy lo que fui.

—Ninguno de nosotros lo es, Oliver. Ninguno de nosotros.

Cuando McElroy se marchó, Champan volvió a entrar y se sentó al lado de Stone.

—Me pareció que valía la pena intentarlo y, por si te interesa, lo volvería a hacer —‌dijo ella‌—. Es mejor que quedarse de brazos cruzados esperando que los demás hagan algo.

—Gracias —‌dijo Stone con sequedad‌—. ¿Y qué tienes que rematar que te impide tomar el avión con tu jefe?

—No estoy segura. Pensaba que tú me lo dirías.

Stone ladeó la cabeza.

—No te sigo.

—Supongo que no te darás por vencido.

—¿Y qué puedo hacer? Oficialmente ya no formo parte de la investigación.

—Oficialmente significa teóricamente y, que yo sepa, las teorías no te importan mucho.

—La he cagado bien cagada. Weaver está intentando buscar la manera de meterme entre rejas.

—Olvídale. Tenemos que resolver este caso. No creo que la eliminación de Turkekul importe tanto.

Stone mostró interés.

—¿A qué te refieres?

—Venga ya, estaba escuchando detrás de la puerta. He oído que le decías a sir James que no creías que la misión hubiera terminado.

—No lo creo, pero no sé qué más puedo aportar.

—¿Porque ya no eres quien fuiste?

—Lo has oído todo.

—Pues sí.

Stone vaciló unos instantes antes de hablar.

—Estoy acabado, Mary. Vuelve a Londres. Aléjate de mí como alma que lleva el diablo. Ahora mismo. Soy un veneno profesional. Tienes mucha carrera por delante.

Stone se levantó para marcharse. Chapman le agarró el brazo.

—John Carr nunca lo dejaría así.

—Cierto, pero no soy John Carr. Ya no.

La puerta se cerró detrás de él.

78

—Solo he venido para decir que lo siento.

Stone estaba de pie en el umbral de la oficina de Marisa Friedman en Jackson Place. La mujer le devolvió la mirada. Vestía vaqueros, camiseta y sandalias. Iba despeinada y tenía la mejilla izquierda un poco sucia. Por encima de su hombro Stone veía cajas de embalar.

—Gracias —‌repuso‌—. Pero no era necesario. La operación salió mal. Ruedan cabezas. Esa es la naturaleza de la bestia. Aposté y otro se llevó el premio.

—Una operación no autorizada —‌le corrigió Stone‌—. Por mi culpa.

Ella se encogió de hombros.

—Ahora ya no importa, ¿no?

—¿Te mudas?

—Cierro el negocio.

—¿Órdenes de arriba?

—En realidad nunca fue mi negocio. El tío Sam pagaba las facturas. Y se quedaba con todos los beneficios. Si de verdad hubiese sido mío, ya estaría retirada con un buen colchón económico.

Se quedó callada y los dos se miraron.

—Estoy haciendo café. ¿Te apetece una taza?

—Vale, aunque me sorprende que en lugar de ofrecerme una taza de café no me apuntes con una pistola.

—Créeme, lo he pensado.

Se sentaron al escritorio.

—¿Y ahora qué? —‌preguntó Stone mientras se tomaba el café.

—¿Y ahora qué? Buena pregunta. Me ha tocado.

Stone se quedó boquiabierto.

—¿Pero no para siempre?

—Sí —‌repuso en voz baja‌—. Fuat Turkekul era nuestro único vínculo con lo que mis superiores denominaban el segundo advenimiento de Stalin. Y lo he perdido.

—No, lo he perdido yo. Y se lo he dicho a Weaver a la cara.

—No importa. Te dejé ir a por él. Da lo mismo. Además no tenía la autorización necesaria, más que nada porque nunca me la hubiesen concedido.

Stone observó el despacho.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Bueno, me pasaré el siguiente año de mi vida escribiendo informes sobre lo que sucedió y defendiendo mis acciones indefendibles ante un tribunal secreto del Gobierno que intentará por todos los medios encontrar la forma de hacerme algo más que despedirme y ya está.

—¿Como qué, la cárcel?

—¿Por qué no?

Stone dejó la taza sobre la mesa.

—¿Tienes alguna posibilidad en el sector privado?

Negó con la cabeza.

—Mercancía dañada. Todos los tipos que contratan a personas como yo trabajaron del lado del Gobierno. Tienen que seguir congraciándose con él. Yo soy persona non grata.

—Hay algo más por lo que tienes que preocuparte —‌añadió Stone.

Ella asintió.

—Me han descubierto. Sabían lo que intentábamos hacer con Fuat. Si saben eso, saben de mí. Los rusos intentarán matarme, aunque solo sea por satisfacción profesional.

—¿Y no tienes un seguro de cobertura ampliada?

—Nada. La Agencia cortó todos los lazos conmigo en cuanto salió a la luz nuestra pequeña Bahía de Cochinos. Todos estos años de servicio excepcional no me han servido ni para un poquito de apoyo cuando las cosas han ido mal. —‌Sonrió con resignación‌—. ¿Por qué debería esperar algo más?

Stone no dijo nada. Bebió un sorbo de café y observó a la mujer.

Ella echó un vistazo a su despacho.

—¿Sabes una cosa? Por extraño que parezca, voy a echar de menos este lugar.

—No me parece extraño.

—Era una espía, pero también era una mujer de negocios. Y la verdad es que se me daban bien los grupos de presión.

—No lo dudo.

Ella le miró.

—¿Y tú?

—¿Yo qué?

—Venga. Los gritos de Riley Weaver se oían desde Virginia.

Stone se encogió de hombros.

—Estuve mucho tiempo al margen de esta profesión. Volveré a dejarlo. Esta vez para siempre.

—Weaver irá a por ti.

—Lo sé.

—Hará que tu vida sea un infierno.

—Eso también lo sé.

—Estoy pensando en largarme a una isla desierta donde no me puedan encontrar ni él ni los rusos.

—¿Existe ese lugar?

—Merece la pena averiguarlo.

—Para eso se necesita dinero.

—He ahorrado bastante.

—Yo no.

Ella le miró.

—¿Quieres apuntarte?

—Definitivamente soy un equipaje que no necesitas.

—Nunca se sabe. Nosotros dos contra el mundo.

—Seguramente te ralentizaría.

—Algo me dice que no. Dos viejos espías en la carretera.

—Tú no eres vieja, Marisa.

—Tú tampoco, John.

—Oliver.

Se levantó y se acercó a él con suavidad.

—Ahora mismo deja que sea John a secas.

—¿Por qué?

Ella le besó.

Stone se echó hacia atrás sorprendido.

—Acabo de costarte tu carrera —‌dijo.

—No. Puede que acabes de abrirme los ojos al futuro.

Apretó su cuerpo contra el de él, casi desplazándolo de la silla. Su perfume le embriagaba, era como si la chispa de un soldador hubiese estallado en la parte del cerebro que correspondía a los sentidos.

Se apartó de ella y negó con la cabeza.

—He estado por todo el mundo y creo que jamás he olido algo igual. La verdad es que ha sido como una pequeña explosión en la cabeza.

Ella sonrió.

—Es un perfume que encontré en Tailandia. No se comercializa en Estados Unidos. La traducción a nuestra lengua sería aproximadamente «dos corazones en uno». Se supone que tiene un efecto visceral en los hombres. Y no me refiero al lugar obvio. Más emocional.

—Sí, doy fe de ello.

Se inclinó más hacia él.

—No rechaces mi oferta tan a la ligera.

—Para nada, pero sinceramente sería una locura.

—Nada es una locura si lo deseas de verdad. —‌Volvió a sentarse—‌. ¿No crees que te mereces un poco de felicidad? ¿Un poco de paz después de todo lo que has pasado?

Stone dudó.

—Me lo pensaré.

Ella le tocó la mejilla.

—Eso es todo lo que pido, John. He esperado mucho tiempo a alguien como tú. He perdido mi carrera, pero quizás haya encontrado algo para remplazarla.

—Puedes conseguir a quien quieras. ¿Por qué yo?

—Porque eres como yo.

79

Stone se despertó y miró a su alrededor. Estaba en casa, tumbado en su viejo catre del ejército. Consultó la hora. Las dos de la mañana. Se levantó, se duchó, restregándose la piel y el pelo con una fuerza inusitada por una razón que en realidad se le escapaba. Se secó, se enfundó los pantalones, la camisa y los zapatos. Después de salir del despacho de Marisa Friedman y antes de regresar a casa, había caminado durante horas, hasta que las piernas le dolieron de tanto patear las aceras de hormigón. Entonces había ido allí y se había dormido casi enseguida de puro cansancio.

Se tomó un Advil, se sentó en el borde del catre y esperó a que se calmase el ligero dolor de cabeza. Dos conmociones cerebrales en un corto período de tiempo. A los veinte no les hubiera dado ninguna importancia. Ahora se la daba. Le estaban pasando factura. La siguiente tal vez acabase con él.

«Quizá podría culpar de todos los errores al hecho de haber volado por los aires dos veces.»

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