—Tal vez pueda ayudarte. Dime quién y qué eres. Háblame de las «estrellas». Cuéntame cosas de los sartán.
Zifnab meditó sus palabras y entrecerró los ojos. Alzó un índice huesudo y lo hundió repetidas veces en el pecho de Haplo.
—A mí me corresponde saberlo y a ti averiguarlo. ¡En ésas estamos!.
El hechicero alzó la barbilla, dirigió una afable sonrisa al patryn y soltó una breve risilla estridente. Tras encasquetarse de nuevo el maltratado sombrero, dio unas solícitas palmaditas en el brazo a Haplo y abandonó el puente con paso inseguro.
Haplo lo vio marcharse y se preguntó cómo era que no le había arrancado la cabeza, con sombrero y todo. Ceñudo, el patryn se frotó el lugar del pecho donde lo había golpeado la punta del dedo del hechicero, como si quisiera librarse del contacto.
—Está bien, viejo. Espera a que alcancemos la estrella.
—¡Se suponía que nuestro matrimonio iba a unir a los dos pueblos! —Se quejó Rega, enjugándose unas lágrimas de frustración y de rabia—. ¡No entiendo qué le ha sucedido a Roland!.
—¿Aún quieres que sigamos con esto? —preguntó Paithan, frotándose un chichón en la frente.
Los dos contemplaron con abatimiento los camarotes de la tripulación. El suelo estaba salpicado de sangre. Haplo no había aparecido para cortar aquel enfrentamiento y numerosos elfos y humanos habían salido de la cabina molidos a golpes. En un rincón, Lenthan Quindiniar seguía contemplando por una portilla la brillante estrella, que parecía crecer cada ciclo que pasaba. El elfo no parecía haber advertido en absoluto el altercado que se había desencadenado en torno a él.
Rega permaneció pensativa un instante y exhaló un suspiro.
—¡Si pudiéramos conseguir que nuestros pueblos se unieran otra vez, como después del ataque de los titanes!.
—No estoy seguro de que sea posible. El odio y la desconfianza entre ambos se remonta a miles de años y no es probable que tú y yo podamos hacer nada al respecto.
—¿Estás diciendo que no quieres casarte? —La piel morena de Rega se encendió y sus ojos pardos brillaron entre las lágrimas.
—¡Sí, claro que quiero! Pero estaba pensando en esos votos. Tal vez no sea el momento de...
—¡Y tal vez sea verdad lo que Roland decía de ti! ¡Eres un niño mimado que en toda su vida no ha hecho nada honrado! ¡Y además eres un cobarde y...! ¡Oh, Paithan! ¡Lo siento!.
Rega le pasó los brazos en torno a la cintura y acurrucó la cabeza en su pecho.
—Ya lo sé. —Paithan acarició el cabello negro, largo y brillante de la muchacha—. Le he dicho a tu hermano un par de cosas de las que no me siento muy orgulloso...
—¡Lo que yo te he dicho ha salido de... una parte mala de mí! Es lo que tú apuntabas: ¡El odio entre nuestras razas ha durado demasiado!.
—Tendremos que ser pacientes entre nosotros. Y con ellos. —Paithan miró por la portilla. La estrella emitía su sereno brillo con una luz pura y fría—. Quizás en este nuevo mundo descubramos que todos viven en paz. Puede que, entonces, los demás vean y comprendan. Aun así, no estoy seguro de que casarnos ahora sea lo más oportuno. ¿Qué opinas tú, padre?.
Paithan se volvió hacia Lenthan Quindiniar, que seguía contemplando la estrella por la abertura, con aire extasiado.
—¿Padre?.
Con la mirada perdida, brillando aún con la luz de la estrella, Lenthan se volvió vagamente hacia su hijo.
—¿Qué, hijo mío?.
—¿Crees que debemos casarnos?.
—Opino..., opino que deberíamos esperar a preguntarle a tu madre. —Lenthan emitió un suspiro de contento y volvió a mirar por la portilla—. La encontraremos cuando alcancemos la estrella.
Drugar no había participado en la pelea, como tampoco lo hacía en nada de cuanto se desarrollaba a bordo de la nave. Los demás, inmersos en sus problemas, no prestaban la menor atención al enano. Acurrucado en su rincón, aterrado ante la idea de que estaban muy por encima de las nubes que cubrían su amado suelo, Drugar intentó utilizar su sed de venganza para espantar el miedo. Pero el fuego de su odio se había quedado reducido a rescoldos.
Le habían salvado la vida. El enemigo al que había jurado matar le había salvado la vida poniendo en riesgo la suya.
«Hago solemne juramento, ante los cuerpos sin vida de mi pueblo, de matar a los responsables de su muerte.»Al notar que las llamas se apagaban, al sentirse frío sin el reconfortante ardor, el enano avivó el ímpetu de su rabia.
—¡Esos tres sabían que los titanes venían a destruirnos! —Murmuró para sí—. ¡Lo sabían! ¡Y conspiraron entre ellos, aceptaron nuestro dinero y luego impidieron que las armas llegaran a mi pueblo! ¡Querían que nos aniquilasen! ¡Debería haberlos matado cuando tuve ocasión!.
Sí, había sido un error no matarlos en los túneles. Entonces, el fuego ardía con fuerza dentro de él. Sin embargo, habrían muerto sin conocer sus propias pérdidas, también terribles. Habrían muerto sin remordimientos. No; no tenía que inventar justificaciones. Era mejor así. Llegaría hasta aquella estrella y dejaría que creyeran que todo iba a terminar felizmente.
Y, sin embargo, se avecinaba el fin. Punto.
—Me salvaron la vida —prosiguió—. ¿Y qué? ¡Eso sólo demuestra lo estúpidos que son! Yo salvé las suyas, antes. Ahora estamos en paz. No les debo nada, ¡nada! Drakar es sabio, mi dios me protege. El ha contenido mi mano, me ha impedido actuar hasta que llegue el momento adecuado. —El enano cerró la mano en torno al mango de hueso del puñal—. Cuando alcancemos la estrella.
—Entonces, ¿vas a continuar con esta farsa? ¿Vas a casarte con el elfo?.
—No —dijo Rega.
Roland esbozó una lúgubre sonrisa.
—Bien. Has pensado en lo que te he dicho. ¡Sabía que recobrarías la sensatez!.
—¡Sólo hemos retrasado la boda! Hasta que alcancemos la estrella. ¡Tal vez entonces seas tú quien recobre la cordura!.
—Ya veremos —murmuró Roland mientras trataba torpemente de vendarse los nudillos, abiertos y sangrantes—. Ya veremos.
—Ven, deja que me encargue de eso. —Su hermana se ocupó de la venda—. ¿A qué te refieres? No me gusta esa mirada.
—No, claro. ¡Preferirías que tuviera los ojos rasgados y unas manos pequeñas y suaves y una piel del color de la leche! —Roland apartó la mano—. Sal de aquí. ¡Apestas a esos elfos! ¡Te han engatusado para que los quieras, para que desees su compañía, y no hacen otra cosa que burlarse de ti!.
—¿Qué estás diciendo? ¿Engatusarme? —Rega miró a su hermano con gesto de asombro—. ¡Si acaso, fui yo quien sedujo a Paithan y no al revés! ¡Y Thillia sabe que nadie se burla de nada, en esta nave...!.
—¿Ah, no? —Roland se acarició la mano herida y mantuvo la vista apartada de la de su hermana. Después, en un susurro y a espaldas de Rega, añadió—: Ya nos encargaremos de los elfos. Espera a que alcancemos la estrella.
Aleatha se pasó el revés de la mano por los labios por enésima vez. El beso era como el hedor de la sentina, que parecía adherirse a todo: a sus ropas, a su pelo, a su piel. La muchacha no podía quitarse de la boca el sabor y el tacto del humano.
—Deja que te vea las manos —dijo Paithan.
—¿A qué viene eso? —Replicó Aleatha, sin oponerse a que su hermano le examinara las palmas de las manos, cuarteadas, llagadas y ensangrentadas—. No me has defendido. Te has puesto de su parte, ¡y todo por esa pequeña golfa! ¡Y has dejado que Haplo me arrastrara a ese condenado agujero!.
—No creo que pudiera haberlo impedido —respondió Paithan con calma—. Por la expresión de su rostro, creo que tuviste suerte de que no te arrojara de la nave.
—Ojalá lo hubiera hecho. ¡Sería mejor estar muerta, como el barón y..., y Cal...! —Aleatha hundió la cabeza, llorando entrecortadamente—. ¡Qué clase de vida es ésta! —Se agarró la falda del vestido, sucio y lleno de desgarros, y tiró de ella entre sollozos—. ¡Vivimos entre la suciedad como humanos! ¡No me extraña que nos estemos rebajando a su nivel! ¡Al de meros animales!.
—Vamos, Thea, no digas eso. Tú no los comprendes. —Paithan intentó consolarla, pero Aleatha lo rechazó.
—¿Y tú qué sabes? ¡Te ciega la pasión! —Aleatha se pasó la mano por los labios—. ¡Puaj! ¡Salvajes! ¡Los odio! ¡Los odio a todos! ¡No, no te acerques! Ahora, no eres mejor que ellos, Paithan.
—Será mejor que te acostumbres, Thea —replicó su hermano, irritado—. Uno de ellos va a ser pariente tuyo.
—¡Ja! —Aleatha alzó la cabeza y le dirigió una fría mirada con los labios apretados, severos y tensos. De pronto, el parecido con su hermana mayor resultaba aterrador—. ¡De ningún modo! Si te casas con esa furcia, dejo de tener hermano. ¡No volveré a mirarte ni a dirigirte la palabra!.
—No lo dirás en serio, Thea. Ahora somos lo único que nos queda. Padre... Ya has visto a padre. No está..., no está bien.
—Está loco. Y aún se pondrá peor cuando lleguemos a esa «estrella» a la que nos ha arrastrado y madre no esté allí para recibirlo. Lo más probable es que eso acabe con él. ¡Y todo lo que le suceda será sólo culpa tuya!.
—He hecho lo que he creído mejor.
El elfo estaba pálido y la voz, pese a sus esfuerzos, le temblaba y se le quebraba.
Aleatha lo miró compungida, alzó la mano y le echó el cabello hacia atrás con dedos suaves. Se acercó un poco más y le susurró:
—Tienes razón. Ahora sólo nos tenemos el uno al otro, Paithan. Sigamos así. Quédate conmigo. No vuelvas con esa humana. Sólo está jugando contigo. Ya sabes cómo son los humanos..., las humanas, quiero decir —se corrigió, ruborizándose—. Cuando alcancemos la estrella, volveremos a empezar nuestras vidas desde el principio. Nos ocuparemos de padre y viviremos felices. Tal vez haya otros elfos, ahí. Elfos ricos, más que cualquiera en Equilan. Y tendrán casas magníficas y nos acogerán en sus mansiones. Y esos humanos salvajes y repulsivos volverán a internarse en sus junglas.
La muchacha descansó la cabeza en el pecho de su hermano, se enjugó las lágrimas y, una vez más, se pasó la mano por los labios.
Paithan no dijo nada y dejó soñar a su hermana. «Cuando alcancemos la estrella», pensó. «¿Qué será de nosotros cuando la alcancemos?»
Los mensch se tomaron en serio la amenaza de Haplo de que la nave podía caerse de los cielos. Una paz inquietante se apoderó de la embarcación, una paz que difería poco de la guerra, salvo en que resultaba menos ruidosa y no había derramamientos de sangre. Pero si las miradas y los deseos hubieran sido armas, apenas habría quedado nadie con vida a bordo.
Humanos y elfos se ignoraban mutuamente. Rega y Paithan se mantenían apartados, fuera por mutuo acuerdo o porque las barreras erigidas por sus respectivos pueblos se hacían demasiado fuertes y altas para poderlas salvar. Las esporádicas peleas que surgían entre los jóvenes más exaltados eran detenidas rápidamente por sus mayores. Pero en las miradas, ya que no en los labios, se leía la promesa de que sólo era cuestión de tiempo.
«Cuando alcancemos la estrella...»
No se volvió a hablar de boda.
LA ESTRELLA
Un ladrido seco, que advertía la presencia de un extraño, sacó a Haplo de su profundo sueño. Su cuerpo y sus instintos estaban completamente despiertos, aunque su mente no lo estuviera. Haplo aplastó al visitante contra el casco, lo sujetó por el pecho con un brazo y hundió los dedos de la otra mano en la mandíbula del hombre.
—¡Un giro de muñeca y te rompo el cuello!.
Con un jadeo, el cuerpo que Haplo sujetaba se puso rígido como un cadáver.
Haplo se despabiló y reconoció a su prisionero. Lentamente, relajó la presión.
—¡No vuelvas a intentar acercarte a mí con ese sigilo, elfo, si quieres tener una vida larga y saludable!.
—¡Yo... no quería hacerlo! —Paithan se acarició la mandíbula dolorida, sin dejar de lanzar cautas miradas a Haplo y al perro, que seguía gruñendo con el pelaje erizado.
—¡Basta! —Haplo acarició al animal—. ¡No sucede nada!.
El perro bajó el tono de los gruñidos, pero continuó vigilando al elfo. Haplo se estiró para aliviar la tensión de los músculos y se acercó a la portilla. Se detuvo a mirar y lanzó un suave silbido.
—Eso que se ve... Yo sólo venía a preguntarte si sabes qué es.
El dolorido elfo se separó del casco, dio un precavido rodeo en torno al acechante animal y se acercó con cautela a la ventana.
Fuera había desaparecido todo, engullido por lo que parecía una capa de lana tupida y húmeda que se apretaba contra el cristal. Unas gotas de agua rodaban por él y brillaban en las escamas del dragón, cuyo cuerpo seguía abrazando la nave.
—¿Qué es? —Insistió Paithan, esforzándose en mantener serena la voz—. ¿Qué ha sucedido con la estrella?.
—Sigue ahí. De hecho, estamos cerca, muy cerca. Esto es una nube de lluvia, simplemente.
El elfo exhaló un suspiro de alivio.
—¡Nubes de lluvia! ¡Como en nuestro viejo mundo!.
—Sí —dijo Haplo—. Igual que en vuestro viejo mundo.
La nave descendió, las nubes fueron pasando como velos vaporosos y la lluvia resbaló por el cristal en gruesos lagrimones. Después, la capa de nubes quedó atrás y la
Estrella de Dragón
quedó bañada de nuevo por la luz del sol. Debajo de ellos se distinguía tierra claramente.
Las runas del casco que se habían ocupado de controlar el aire, la presión y la gravedad fueron apagándose lentamente. Los mensch se apretujaron contra las portillas y sus miradas se fijaron con ansia en el suelo que se deslizaba a sus pies.