El tiempo continuó girando vertiginosamente en torno a los sartán sentados a la mesa, envejeciéndolos en un abrir y cerrar de ojos como habían hecho con sus padres. Su número se redujo aún más.
«¡Los titanes! ¡El error fueron los titanes!»«Al principio dio buen resultado. ¿Quién podía preverlo?»«Son los dragones. Deberíamos haber hecho algo con esas criaturas desde el primer momento.»
«Los dragones no nos molestaron hasta que los titanes empezaron a escapar a nuestro control.»
«Aún podríamos utilizar a los titanes, si fuéramos más fuertes...»
«Si fuéramos más, quieres decir. Tal vez. No estoy seguro.»«Claro que podríamos. Su magia es tosca; apenas la que enseñamos a un niño...»
«Pero cometimos el error de dotar a ese niño con la fuerza de una montaña.»
«Yo opino que tal vez sea obra de nuestros antiguos enemigos. ¿Cómo podemos estar seguros de que los patryn siguen encerrados en el Laberinto? Hemos perdido todo contacto con sus carceleros.
»¡Hemos perdido contacto con todos nuestros congéneres! Las ciudadelas funcionan, recogen energía y la almacenan, dispuestas para trasmitirla a través de la Puerta de la Muerte, pero ¿queda alguien para recibirla? Tal vez nosotros somos los últimos, tal vez los otros también han menguado como nos ha sucedido aquí...»
La llama de odio que ardía en Haplo había dejado de ser tibia y reconfortante. Se había convertido en un fuego voraz. La mención casual de la prisión en la que había nacido, de la cárcel que había significado la muerte de tantos de su pueblo, le provocó tal acceso de furia que nubló su vista, su oído y su entendimiento. A punto estuvo de arrojarse sobre las figuras espectrales para estrangularlas con sus propias manos.
El perro se sentó sobre las patas traseras, inquieto, y lamió la mano de su amo. Haplo se tranquilizó un poco. Al parecer, se había perdido buena parte de la conversación. Se exigió disciplina. Su señor se enfadaría. Haplo se obligó a prestar atención de nuevo a la mesa redonda.
Y vio allí sentada, con los hombros hundidos bajo una carga invisible, una figura solitaria. El sartán, sorprendentemente, estaba vuelto hacia él.
«Tú, hermano nuestro que tal vez un día entres en esta cámara, te sentirás sin duda desconcertado ante lo que has encontrado, o más bien ante lo que no has encontrado. Te hallas en una ciudad, pero nadie vive entre sus murallas. Ves la luz —la figura del sartán señaló el techo y la torre que se levantaba sobre ella—, pero su energía se desperdicia. O quizá ya no veas la luz. ¿Quién sabe qué sucederá cuando ya no estemos aquí para guardar las ciudadelas? ¿Quién sabe si la luz menguará y se apagará, igual que nos ha sucedido a nosotros?.
»Gracias a la magia, habrás repasado sin duda nuestra historia. La hemos registrado en libros para que puedas estudiarla a tu conveniencia. Hemos añadido las historias guardadas por los sabios de los pueblos mensch, escritas en sus propios idiomas. Por desgracia, como la ciudadela quedará sellada, ninguno de ellos podrá regresar para descubrir su pasado.
»Ahora conoces los terribles errores que cometimos. Sólo añadiré lo que ha ocurrido en estos últimos tiempos. Nos vimos forzados a enviar a los mensch fuera de la ciudadela. Los enfrentamientos entre razas había alcanzado tal punto que temimos que se destruyeran mutuamente. Los enviamos a la jungla, donde esperamos que se verán obligados a dedicar sus energías a la supervivencia.
»Los escasos supervivientes que quedamos habíamos proyectado vivir en paz en las ciudadelas. Esperábamos encontrar algún medio de recobrar el control sobre los titanes y algún modo de comunicarnos con los otros mundos, pero no lo hemos conseguido.
»Nosotros mismos estamos siendo obligados a abandonar las ciudadelas. La fuerza que se nos opone es antigua y poderosa. No puede ser combatida ni aplacada. Las lágrimas no la conmueven, ni le afectan las armas que tenemos a nuestro alcance. Cuando al fin hemos reconocido su existencia, ya es demasiado tarde. Así pues, nos inclinamos ante ella y nos despedimos.»
La imagen se desvaneció. Haplo probó de nuevo, pero su magia rúnica no pudo invocar a nadie más. El patryn se quedó largo rato en la cámara, contemplando en silencio la esfera de cristal y los minúsculos soles que envolvían la Puerta de la Muerte con su débil fulgor.
Sentado a sus pies, el perro volvió la cabeza a un lado y a otro, buscando algo indefinido, algo que no terminaba de oír, de ver o de percibir.
Pero que estaba allí.
LA CIUDADELA
Los viajeros se detuvieron en el límite de la jungla, sin abandonar el sendero por el cual los había enviado el viejo hechicero, y contemplaron la refulgente ciudad edificada sobre la montaña. Su belleza e inmensidad los llenó de asombro y temor. Sus edificios les parecieron exóticos, salidos de otro mundo. Al verlos, casi se convencieron de que realmente habían viajado a una estrella.
Un rumor sordo, acompañado de un temblor del musgo bajo sus pies, les hizo recordar al dragón. De no haber sido por éste, el grupo no habría dejado nunca la espesura, no habría avanzado hacia la montaña, no habría osado acercarse a aquel sol de murallas blancas y torres de cristal.
Por mucho miedo que les produjera la criatura que acechaba debajo de ellos, los viajeros sintieron casi el mismo temor ante aquel lugar desconocido que se alzaba frente a sus ojos. Sus pensamientos fueron parecidos a los de Haplo e imaginaron también la presencia de centinelas en las altísimas murallas, encargados de vigilar los escarpados caminos tachonados de piedras. El grupo desperdició un tiempo precioso —teniendo en cuenta que el dragón podía aparecer ante ellos en cualquier momento— en discutir si debían avanzar con las armas desnudas o envainadas. ¿Debían acercarse a las murallas humildemente, como mendigos suplicantes, o con orgullo, como iguales?.
Finalmente, decidieron llevar las armas en la mano, claramente visible. Según Rega, era lo más sensato ante la amenaza de una irrupción repentina del dragón. Con gran cautela, dejaron atrás las sombras de la jungla —unas sombras que, de pronto, les parecieron amistosas y acogedoras— y se adentraron en terreno abierto, volviendo la cabeza a un lado y a otro con nerviosismo, pendientes de lo que pudiera acecharles delante o por la retaguardia.
El suelo había dejado de temblar, pero no se pusieron de acuerdo en si se debía a que el dragón había cesado en su persecución, o a que ahora avanzaban por un terreno de sólida roca. Continuaron la marcha por el despejado camino, pendientes todos ellos de oír algún saludo, de responder a algún reto o, tal vez, de defenderse de un ataque.
Nada. Haplo había oído el viento. Los cinco viajeros ni siquiera captaron su murmullo, pues había dejado de soplar con la llegada del crepúsculo. Por fin, llegaron al extremo del camino y se detuvieron ante la puerta hexagonal con su extraña inscripción grabada en la piedra. De lejos, la ciudadela les había inspirado un temor reverencial. Cuando llegaron a sus proximidades, los llenó de desesperación. Sus brazos, fláccidos, apenas lograron sostener las armas con gesto abatido.
—Aquí deben de vivir los dioses —apuntó Rega en un susurro.
—No —le replicó una voz seca, lacónica—. En otro tiempo, esto fue vuestro hogar.
Una parte de la muralla empezó a despedir un fulgor azulado y de ella surgió Haplo, seguido por el perro. El animal pareció contento de verlos sanos y salvos. Maneó el rabo y les habría saltado encima para darles la bienvenida, de no haber mediado una áspera reprimenda de su amo.
—¿Cómo has hecho para entrar ahí? —preguntó Paithan, cerrando la mano en torno a la empuñadura de su espada.
Haplo no se molestó en responder y el elfo debió de darse cuenta de que era inútil interrogar al hombre de las manos vendadas, pues no insistió. Aleatha, en cambio, se acercó con osadía al patryn.
—¿Qué quieres decir con eso de que una vez vivimos tras esa muralla? ¡Es ridículo!.
—Vosotros, no. Vuestros antepasados. Los antepasados de
todos
vosotros. —Haplo abarcó en su mirada a los elfos y a los dos humanos que tenía ante sí y que lo observaban con lúgubre suspicacia. Los ojos del patryn se volvieron hacia el enano.
Drugar no le prestó atención. No prestó atención a nadie. Sus manos temblorosas tocaron la piedra, los huesos del mundo, que había sido poco más que un recuerdo entre su pueblo.
—Los antepasados de
todos
vosotros —repitió Haplo.
—Entonces, podríamos volver a entrar —propuso Aleatha—. Ahí dentro estaríamos a salvo. ¡Nada podría causarnos daño!.
—Excepto lo que vosotros mismos llevarais dentro —apuntó Haplo con su leve sonrisa. Echó una ojeada a las armas que portaba cada cual y luego miró a los elfos, que permanecían a cierta distancia de los humanos. El enano, por su parte, se mantenía aparte de todos los demás. Rega palideció y se mordió el labio. Roland enrojeció de rabia. Paithan no dijo nada. Drugar apoyó la cabeza contra la piedra y le corrieron por las mejillas unas lágrimas que desaparecieron entre su barba.
Haplo llamó al perro con un silbido, se volvió y empezó a desandar el camino de la montaña en dirección a la jungla.
—¡Espera! ¡No puedes dejarnos! —Gritó Aleatha a su espalda—. ¡Tú puedes llevarnos al otro lado de la muralla! ¡Puedes hacerlo con tu magia... o en tu nave!.
—Si te niegas, nosotros... —Roland empezó a blandir el raztar, cuyas hojas letales centellearon bajo la luz crepuscular.
—Vosotros, ¿qué? —Haplo se volvió hacia los mensch y trazó un signo mágico en el aire, entre él y el amenazador humano.
Más rápida que la vista, la runa cruzó el aire con un siseo y golpeó a Roland en el pecho, produciendo un estallido y mandado hacia atrás al humano. Éste cayó pesadamente al suelo y el raztar se le escapó de la mano. Aleatha se arrodilló junto a él y sostuvo en su regazo la cabeza de Roland, herida y sangrante.
—¡Es muy típico! —Haplo habló con calma, sin levantar la voz—. Los mensch siempre andáis con exigencias: «¡Sálvame! ¡Sálvame o...!» Hacer de salvador vuestro es un trabajo muy ingrato. Esos estúpidos —hizo un gesto con la cabeza señalando hacia la torre de cristal— lo arriesgaron todo para salvaros de nosotros y luego trataron de salvaros de vosotros mismos... con el resultado que se puede ver. Pero esperad un poco más, mensch, y un día vendrá alguien que os salvará. Tal vez no se lo agradeceréis, pero con él alcanzaréis la salvación. —Haplo hizo una pausa, sonrió y añadió—: Os salvaréis o...
El patryn reanudó la marcha, pero se volvió otra vez. —Por cierto, ¿qué ha sido del hechicero? Nadie contestó. Todos evitaron su mirada. Con aire satisfecho, Haplo asintió y continuó montaña abajo con el perro pegado a sus talones.
El patryn atravesó la jungla sin incidentes y, al llegar a la
Estrella de Dragón,
encontró junto a la nave a los elfos y a los humanos enzarzados en una encarnizada pelea. Ambos bandos le pidieron que se uniera a ellos, pero Haplo no les prestó atención y saltó a bordo. Cuando los combatientes se dieron cuenta de que iban a ser abandonados, ya era demasiado tarde.
El patryn escuchó con siniestro placer los lamentos aterrados y suplicantes que, pronunciados a la vez en dos idiomas distintos, llegaban a sus oídos en una sola voz.
La nave se alzó lentamente en el aire. Desde la portilla del puente, contempló las frenéticas figuras del suelo.
—«Hete aquí al que, viniendo después de mí, ha pasado por delante de mí.»
Haplo les dirigió la cita y los vio menguar hasta desaparecer mientras la nave lo transportaba una vez más a los cielos. El perro se echó a sus pies y lanzó un aullido, molesto por los gritos y lamentos.
Abajo, elfos y humanos contemplaron la escena con rabia, desesperados e impotentes. Siguieron distinguiendo la nave en el cielo hasta mucho después de la partida; los signos mágicos grabados en el casco emitían un intenso fulgor rojo en la falsa oscuridad creada por los sartán para recordarles a sus hijos el hogar del que procedían.
LA CIUDADELA
Cuando el dragón apareció por sorpresa, los cinco mensch estaban alineados ante la puerta de la ciudadela, tratando sin éxito de acceder al interior. Las murallas de mármol eran lisas y resbaladizas, sin el menor asidero visible. Elfos y humanos golpearon la puerta hexagonal con los puños y, desesperados, se lanzaron contra ella. La puerta ni siquiera tembló.
Uno de ellos sugirió emplear arietes y otro propuso emplear la magia, pero fueron ideas inconexas y escépticas. Todos sabían que, si la magia humana o élfica hubiera resultado efectiva, la ciudadela ya habría sido ocupada mucho antes.