La Estrella (30 page)

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Authors: Javi Araguz & Isabel Hierro

Tags: #Juvenil, Romántico

El cubo que se siluetaba en el horizonte era tan grande que, por mucho que avanzaran, siempre parecía tener el mismo tamaño.

—¿Estás seguro de que esa cosa es el Templo?

El chico permaneció pensativo durante unos instantes hasta que se encogió de hombros y dijo:

—Preguntémosle a la Esfera.

Acto seguido, el Secuestrador sacó el mapa de su bolsa y lo puso en marcha. Se oyó un traqueteo, el artilugio se reconfiguró y, finalmente, les confirmó sus sospechas: el cubo se encontraba exactamente donde se suponía que el Tempo debía estar.

Lan sonrió satisfecha. Por primera vez, creyó que la odisea llegaba a su final. Estaba exhausta, tenía hambre y sed; las pocas fuerzas que le quedaban las empleaba para mantenerse en pie, pero a pesar de todo se sentía feliz.

Siguieron avanzando durante horas hasta que, por fin, el cubo dejó de ser una sombra a contraluz y se mostró ante ellos en todo su esplendor.

—Es… es… absolutamente increíble —farfulló la muchacha.

El Secuestrador fue incapaz de articular palabra.

En un desierto infinito, de tierra seca y repleta de cicatrices, aquella enorme figura geométrica se alzaba de forma imponente. Pero lo que más llamaba la atención no era ni su tamaño ni su perfecta forma cúbica, sino que estaba revestida de vida.

—¿Has visto eso? —se alegró la muchacha—. ¡Es agua! —celebró, dirigiéndose rápidamente a una de las caras de la construcción.

Lan bebió de uno de los riachuelos que se filtraban por las paredes del Templo y después se lavó la cara.

—Es… es como si… No sé, como si hubiera absorbido la vida en kilómetros a la redonda —pensó el muchacho.

—No —le negó Lan, claramente recuperada—. Fíjate —le señaló la pared.

—¡Vaya! No es posible. Es…

—Sí. Este lugar está hecho de piedra, metal y… el sustrato, ¡ja, ja, ja! ¡El mismo compuesto que tu padre utiliza como abono!


Un multiplicador de vid…
—citó a El Verde—. ¡Claro! el cubo está construido con un material que permite que los organismo vivan en él. Incluso en condiciones tan poco propicias como las de este desierto.

Lan invitó al Errante a que recuperara fuerzas, luego se retiró unos pasos y examinó la apariencia del templo. Tenía la misma altura que un edificio rundarita de diez niveles, y se tardaban varios minutos en recorrer el largo de cada lado. Las paredes del cubo no eran lisas; de hecho, tenía numerosas formas curvilíneas grabadas que se extendían de una a otra cara, formando a menudo espirales y otro tipo de dibujos, aparentemente ornamentales. En los surcos crecían toda clase de hierbas y pequeñas plantas, algunas incluso daban frutos. El paso de los años había erosionado la piedra, generando todo tipo de hendiduras por la que se filtraba el agua cristalina de varios riachuelos y de los que a menudo surgían insectos: abejas que administraban sus colmenas y toda clase de diminutos animalillos se habían establecido en aquel descomunal oasis de vida situado en medio de la nada.

Por último, la muchacha se fijó en la cara superior, lo que podría considerarse el tejado, porque le recordó a Salvia. Su superficie estaba cubierta por una alfombra de hierba alta y musgo luminoso que caía por las paredes como si tratara de cubrirlo por completo. A simple vista, el Templo era un enorme cubo de piedra repleto de dibujos y vegetación a su alrededor, pero saltaba a la vista que aquella misteriosa edificación era mucho más que eso.

—¿Por qué construirían un sitio así? —murmuró la muchacha.

Aquel inquietante lugar no se correspondía con la idea preconcebida de un templo cualquiera, así que ¿Por qué los Caminantes de la Estrella seguían peregrinando hasta allí? ¿Qué secretos albergaría en su interior?

El Errante recorrió una de las caras examinando detenidamente todos y cada uno de los resquicios de la pared.

—¿Se puede saber qué buscas?

—¡Una entrada! —le gritó

A Lan le pareció de lo más lógico y se unió a la tarea. Los dos pasaron largo rato inspeccionando las caras visibles del cubo, pero nada parecía indicar que se pudiera acceder a su interior.

—Está sellado —se dio por vencido el Errante.

—No lo entiendo. Nicar ha entrado, ¿no?

—Sí, claro. Todos los Guías de nuestro pueblo han llegado hasta aquí por lo menos una vez en su vida.

—Entonces tiene que haber algún modo de…

—¿Qué te ocurre?

Lan se retiró algunos pasos pensativa y luego le preguntó:

—¿Cuánto tiempo hace que los Caminantes no pasan por aquí?

—No lo sé —contestó encogiéndose de hombros—. Décadas, supongo…

—¡Décadas! —celebró la muchacha.

Lan señaló algunas zonas de la pared y entonces expuso su teoría:

—Cuando escalamos la montaña con las corazas para recoger el sustrato, ¿recuerdas lo que dijiste? ¡Que solía encontrarse en los recovecos de la roca!

—Sí, pero… no entiendo adónde quieres llegar.

—Aunque esto no sea la ladera de una montaña, el paso de los años han generado numerosos desperfectos en su superficie y es probable que el sustrato se haya adueñado de todos esos agujeros.

—¡La puerta! —comprendió el Errante.

—Exacto. La puerta de acceso al Templo tiene que estar tapiada por el compuesto, así que no puede resultar difícil encontrarla.

—Claro que no —sonrió con suficiencia—. De hecho, sé exactamente dónde está.

—¿De verdad?

El Secuestrador asintió y dijo:

—Antes he visto una zona azulada bastante grande que me ha llamado la atención porque carecía de dibujo.

—¡La entrada! —exclamó Lan, dibujando una sonrisa de oreja a oreja.

21

Roto

U
na vez hubieron encontrado la puerta, no les resultó difícil deshacerse del compuesto que la había tapiado. Era un sustrato poroso y lo tanto fácil de romper, así que se sirvieron del vuelve y los cuchillos para tirarlo abajo. Cuando por fin lograron abrir una grieta, Lan no pudo contenerse y se asomó para descubrir qué había dentro.

—Parece una sala vacía —dijo decepcionada.

El eco le devolvió sus palabras por triplicado.

El muchacho le indicó que se apartara y entonces asestó una fuerte patada en el trozo de muro que aún quedaba en pie, dejando libre la práctica totalidad de la entrada.

Se colocaron con cautela, ya que no sabían qué iban a encontrar allí dentro. Aquélla era una sala de enormes dimensiones, aunque vagamente iluminada. La luz apenas se filtraba por las exiguas ranuras de las paredes y por un gran orificio que coronaba el centro del techo, proyectando una columna luminosa que cruzaba la altura del templo de arriba abajo.

Inspeccionaron el lugar con la mirada, descubriendo numerosos bajorrelieves y murales en sus paredes. Algunos de ellos parecían narrar la leyenda que los Caminantes de la Estrella cantaban a los suyos. Emocionada, Lan levantó la cabeza para apreciar la totalidad de los grabados. Ahora tenía la certeza de que todo lo que el Errante le había contado había ocurrido realmente, de que la historia que representaban aquellas imágenes era la de un pueblo malogrado, la de sus antepasados.

Lan se estremeció.

—¡Vaya! Esto es… impresionante —admitió el chico.

—Ahora sí que parece un templo —pensó Lan en voz alta.

Recorrieron la estancia deteniéndose a examinar todo aquello que llamaba su atención. Encontraron una larguísima escalinata que se iniciaba apoyándose junto a una de las paredes y después caminaba de rumbo para dirigirse hasta una especie de pedestal situado exactamente en el centro del Templo.

El Cubo era un lugar sencillo, apenas estaba ornamentado y parte de la vegetación exterior había invadido también el interior. El musgo tapizaba erráticamente algunas de las paredes e incluso los riachuelos de agua se filtraban por los resquicios más anchos, generando un relajante murmullo que se intensificaba con el eco.

—¿Has visto eso? —señaló Lan.

—¿El qué?

—Esa… máquina —dudó un instante de su naturaleza.

El Errante se acercó a una mole de metal oculta entre las sombras, junto a la escalera, y trató de entender su utilidad.

—Parece una de las corazas de Embo —pensó.

—Es demasiado grande para ser una coraza —dijo Lan.

—Tiene forma humana, aunque… parece haber sufrido un accidente; le falta la parte inferior del cuerp…

De pronto la máquina alzó uno de sus brazos y asestó un fuerte manotazo contra el suelo. Lan y el Secuestrador tuvieron la agilidad suficiente para esquivarlo, pero se dieron un buen susto.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó ella.

—No lo sé. ¡Se ha activado al acercarnos! Parece… una especie de guardián —dedujo.

El Guardián era una especie de robot herrumbroso, cubierto de polvo, musgo y toda clase de vegetación. Se escuchó un ruido metálico en su interior, muy parecido al que la Esfera emitía cuando reconfiguraba sus engranajes, y después la máquina volvió a alzar la mano.

—¡Cuidado! —gritó el Secuestrador, deseando apartar a Lan de un empujón, aunque conteniéndose en el último instante para no tocarla.

El manotazo casi los alcanza, e hizo pedazos las baldosas.

—Pero qué demon…

Antes de que pudiera terminar la frase, la máquina intentó capturarlo de nuevo con su manzana de hierro.

Retrocedieron unos metros para salir de su alcance.

—No temas —la calmó el Errante—. Está oxidado y tiene destrozadas las extremidades inferiores, no puede salir de ahí.

Lan enfocó la vista y comprobó que, efectivamente, donde esperaba ver dos piernas mecánicas sólo había un amasijo de hierros retorcidos.

El Secuestrador comparó el rostro de bronce de aquel artilugio con una máscara. Aunque la máquina aún vibraba y podía controlar el brazo derecho, carecía de expresión y probablemente de vida. En tiempos anteriores quizá fuera un buen mecanismo de defensa, pero ahora, tan abollado y cubierto de óxido, sólo servía para asustar al incauto que osara acercársele demasiado.

La luz que emitían los diminutos ojos de aquel monstruo metálico se apagaron lentamente y sus garras volvieron a apoyarse en el suelo, como si el cansancio lo sumiera de nuevo en un profundo sueño.

—¿Y ahora qué? —dijo Lan.

—No lo sé.

—Tenemos que seguir buscando una pista.

—Sí, será lo mejor. Pero, por si acaso, no te acerques demasiado a eso — le advirtió, señalando al Guardián.

Trataron de encontrar un sentido a todo aquello, pero no llegaron a ninguna conclusión. Finalmente, decidieron volver a examinar de cerca los murales y confirmaron que, efectivamente, allí se relataba la leyenda de los Caminantes. Una hermosa ciudad, altísimos edificios de extraña arquitectura, gente de todas las razas viviendo en aparente armonías… y después la Herida, muerte, los marcados con la estrella y el rey abatido. Todo estaba narrado de la misma manera, excepto el final, ya que tras el confinamiento del rey se advertía un último dibujo en el que se le mostraba sosteniendo la Esfera.

—¿Qué crees que significa?

—No tengo ni idea.

Lan arrancó algunas bayas de una pequeña mata que crecía en una grieta y se las llevó a la boca.

—Deberías haber prestado más atención cuando te enseñaron esa historia.

—La historia me la sé al dedillo —repuso el joven, algo molesto—, pero, como te dije, el final no tiene ningún sentido.

Lan lo miró desconfiada.

El Errante imitó a la muchacha y cogió un puñado de bayas; se las comió de golpe, casi sin masticarlas. A veces, lo sacaba de sus casillas.

Siguieron recorriendo la estancia. El suelo estaba embaldosado con pericia, todas las losas tenían grabados dibujos similares a los del exterior, como si fueran pequeños carriles para transportar agua o canalizar la humedad.

Lan se detuvo en seco y exclamó:

—¿Te has fijado? ¡Todo es perfectamente simétrico! A excepción de la vegetación, el resto de paredes interiores son exactamente iguales. Como si la una fuera reflejo de la otra.

—¿Y los murales? —pensó rápidamente el chico, redirigiendo su mirada.

—Sólo los murales y la escalera rompen la equivalencia. Es como si primero hubieran construido el cubo más perfecto posible y después lo hubieran decorado.

—Qué extraño…

Lan avanzó con pasos cortos pensando en voz alta.

—Me pregunto… ¿Para qué sirve? O sea, ¿para qué lo diseñaron?

Habitualmente, en un templo se glorifica a una deidad; sin embargo, aquí no hay ningún tipo de símbolo o representación al que venerar.

—Sabes mucho de templos, ¿no crees?

—Cada clan tiene sus dioses y mi padre me contaba historias —recordó Lan.

—Quizá los primeros Caminantes no lo consideran un templo — reflexionó el Errante—. Tal vez sea un artilugio más, como la Esfera.

—Eso no tiene ningún sentido.

—¿Por qué no? Nicar y el resto de Guías han ido convirtiendo el Linde en casi una deidad. Quizá peregrinen hasta aquí como si fuera algún tipo de ritual, pero en realidad se trate sólo de… no sé, ¡una máquina!, como ese Guardián.

Lan lo miró de reojo con desconfianza, temiendo que se reactivase en cualquier momento y los aplastara de un manotazo.

—Imaginemos que tienes razón. De ser así… ¿Qué utilidad tiene? — insistió la muchacha—. ¿Cómo funciona? Si este lugar pudiera devolver la Quietud perpetua al planeta, ya lo habrían puesto en marcha hace muchos años. ¿No crees?

El Errante siguió dándole vueltas al asunto mientras paseaba lentamente por la estancia.

—No sé —le gritó desde el lado opuesto de la sala, reconociendo una vez más que estaba tan perdido como ella.

Después, se quedó observando fijamente la última imagen del mural y reparó en un detalle que antes habían pasado por alto.

—Pero quizá…

—¿Has encontrado algo? —se emocionó la muchacha.

—Es sólo una idea… ¿Lo ves? —le señaló la imagen—. El rey Pyros sostiene la Esfera bajo un rayo de luz muy potente. Al principio lo confundí con el sol, pero…

—¿Qué insinúas?

—Este lugar está iluminado únicamente por esa abertura en el techo, ¿no? La luz cae como una columna, por lo tanto, puede que el rey se encuentre debajo de ella.

—Pero, de ser así…

—Estaría en ese pedestal —la interrumpió, señalando.

El muchacho se acercó a la escalinata dando largas zancadas. Lan lo siguió torpemente.

—Pero ¡¿cómo pretendes que subamos hasta allí arriba?! Las escaleras están medio derruidas.

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