La Forja (35 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

—La herrería...

La herrería. A Saryon se le encogió el alma; Vanya no se había equivocado. Los Hechiceros de la Cofradía
habían
vuelto a aprender el antiguo y proscrito arte, el arte arcano que había estado a punto de provocar la destrucción del mundo. ¿Qué clase de gente era aquella que había entregado su alma al Noveno Misterio? Debían de ser unos seres desalmados, diabólicos, y ahora él estaba allí solo entre ellos. Solo a excepción de Simkin. ¿Quién era Simkin? ¿Qué era? Si Saryon no había soñado ni el árbol ni los duendes, entonces quizá las voces que había oído también habían sido reales, y eso significaba que Simkin lo había traicionado. «Lo han enviado aquí a buscarte, Joram.» No había habido afectación en la voz que pronunciara aquellas palabras. «¿Es culpa mía que ahí afuera exista un mundo cruel y pervertido? Un mundo en el cual, me atrevería a decir, nuestro catalista no se atreverá a aventurarse solo durante bastante tiempo.» No había encajes de color verde, ni seda anaranjada, ni tampoco una brillante y melosa sonrisa.
Cadáver en Azul
. Tan frío y cortante como el hierro.

«Joram sabe quién soy y por qué estoy aquí —comprendió Saryon, estremeciéndose—. Me matará. Ya ha matado antes. Aunque a lo mejor ellos no lo dejarán hacerlo; necesitan un catalista. Al menos eso es lo que dijo Vanya. Sin embargo, ¿cómo puedo yo ayudar a esos demonios, a estos sucios Hechiceros? ¿No los ayudaré de esa forma a aumentar sus espantosos conocimientos? ¿No lo ha previsto esto Vanya?»

Saryon se sentó en la cama, esforzándose por respirar, mientras sus pensamientos se deslizaban perezosamente por su cerebro embotado a causa del resfriado.

«¡No lo haré! —decidió—. En la primera ocasión en que ese Joram y yo estemos juntos a solas, abriré un Corredor y regresaré con él. Aunque esté Muerto, él y yo juntos poseemos la suficiente Vida entre los dos como para llevar a cabo el conjuro. Me lo llevaré conmigo y me desharé de él, que Vanya haga con él lo que quiera. Luego abandonaré El Manantial y sus espías, sus embustes y sus piadosas y vacías enseñanzas. A lo mejor regresaré a la casa de mi padre, que está vacía y es propiedad de la Iglesia. Me encerraré allí con mis libros...»

Saryon se acostó de nuevo, agitándose febrilmente. Tuvo la vaga impresión de que Simkin había abandonado la habitación, volando por los aires como una llamativa ave tropical, pero se sentía demasiado enfermo y turbado como para prestarle la menor atención.

El catalista se hundió en un agitado sueño. La imagen de un Hechicero apareció ante él, emergiendo de entre las llamas y el humo de la forja, un hombre cuyo rostro estaba deformado por diabólicas pasiones, cuyos ojos despedían chispas de tanto contemplar el fuego día tras día, y cuya piel estaba recubierta del repugnante hollín producto de su siniestro arte. Mientras Saryon lo contemplaba petrificado por el terror, el Hechicero se acercó a él, sujetando en una mano una incandescente barra de hierro.

—Tranquilo, Padre. No os asustéis.

Sentándose en el lecho sin ser consciente de lo que hacía, Saryon se encontró a sí mismo intentando desesperadamente apartar las ropas que lo cubrían y saltar de la cama. El brillante resplandor de la llama lo deslumbraba en la oscura habitación. No podía ver..., pero tampoco quería ver...

—¡Padre! —Una mano se posó sobre su hombro y lo sacudió—. Padre, despertad. Estáis delirando.

Con un estremecimiento, Saryon volvió en sí. Recuperó la sensatez. Había vuelto a soñar. ¿Lo había hecho? Parpadeando, miró fijamente en dirección a la llama. La voz que había hablado no era la de Simkin. Era una voz más madura, más profunda. El Hechicero...

A medida que sus ojos se acostumbraban a la luz, Saryon vio cómo la incandescente barra de hierro se convertía en una insignificante antorcha encendida que sujetaba un anciano, cuyo arrugado rostro lo contemplaba con expresión bondadosa. La mano que se apoyaba en su hombro lo hacía con suavidad. Con un estremecido suspiro, Saryon se dejó caer de nuevo sobre la almohada. Aquél no era un Hechicero; quizá no era más que un criado. Mirando a su alrededor observó que la habitación estaba a oscuras.

«¿Es de noche? —se preguntó vagamente—, ¿o es que la maldad de este horrible lugar ha hecho desaparecer finalmente la luz?»

—Muy bien, eso está mejor, Padre. El chico dijo que estabais inquieto. Recostaos y relajaos. Mi esposa viene ahora con la Hacedora de Salud...

—¿Hacedora de Salud? —Saryon clavó la mirada en el anciano, desconcertado—. ¿Tenéis una Hacedora de Salud?

—Una Druida que pertenece a los
Mannanish
, eso es todo, me temo. Es bastante experta en hierbas, a pesar de todo, ya que conserva mucha de la sabiduría que se ha perdido en el mundo exterior. Supongo, no obstante, que todos estos conocimientos ya no son necesarios para los Druidas al teneros a vosotros, los catalistas, para que les ayudéis en su trabajo.

Andando silenciosamente hasta el otro extremo de la habitación, el anciano utilizó la llama de la antorcha para encender un fuego en el hogar; luego apagó la antorcha en un cubo de agua.

—Quizás ahora ya no será necesario que confiemos en los dones de la naturaleza, puesto que estáis vos entre nosotros, Padre —continuó el anciano.

Tomando lo que parecía ser una delgada estaca de madera, acercó uno de sus extremos al fuego, haciendo que se encendiera, y la llevó hasta la mesa, hablando todo el tiempo sobre la Hacedora de Salud y sus habilidades.

Recostado en el lecho, Saryon seguía los movimientos de aquel viejo por la cabaña iluminada por la luz del fuego, con una extraña sensación de euforia, prestando atención sólo a medias a la conversación. Incluso el ver al anciano utilizar el extremo del llameante palo para encender la parte superior de otros altos y gruesos palos colocados sobre toscos pedestales, no alteró la extraña sensación de despreocupación y relajación que experimentaba el catalista. Se quedó bastante sorprendido al ver que las llamas no se extinguían ni consumían inmediatamente los bastones, sino que, por el contrario, una pequeña llama permanecía ardiendo ininterrumpidamente encima de cada uno, iluminando la habitación con una suave y brillante luz.

—La
Mannanish
es una buena mujer, totalmente dedicada a su profesión. Sus artes curativas han salvado la vida de más de un miembro de nuestra colonia. Pero ¿cuántos más se hubieran podido salvar si sus poderes mágicos se hubieran visto aumentados? No tenéis ni idea —dijo el viejo con un suspiro, volviendo a su asiento y sonriéndole a Saryon—, he rezado mucho a Almin para que nos enviara un catalista.

—¿Le habéis rezado a Almin? —Saryon se sintió confundido por un momento, luego la verdad penetró en su lento cerebro—. ¡Ah!, claro. Vos no sois uno de
ellos
.

—¿Uno de quiénes, Padre? —preguntó el hombre, ensanchándose su sonrisa ligeramente.

—De los Hechiceros. —Saryon hizo un gesto indicando el exterior, echándose a toser—, esos Tecnólogos. ¿Sois vos un esclavo?

Metiendo la mano por debajo del cuello de su túnica gris, el anciano se sacó un extraño colgante unido a una cadena de oro exquisitamente labrada, que colgaba de su cuello. El colgante, hecho de madera, estaba tallado representando un círculo hueco conectado por nueve varitas.

—Padre —anunció el anciano con sencillez, mientras una expresión de orgullo aparecía en su arrugado rostro—, yo soy Andon, su jefe.

—Con calma, Padre. Eso es. Apoyaos en mi brazo. Ésta es vuestra primera salida y no conviene que os excedáis.

Andando lentamente junto al anciano, con la mano apoyada en el brazo de Andon, Saryon parpadeó al darle en los ojos la brillante luz del sol, al tiempo que aspiraba agradecido la fresca brisa, impregnada de los aromas propios del final del estío.

—Vuestras aventuras deben de haber resultado bastante aterradoras —continuó Andon mientras abandonaban con paso lento el pequeño patio de la cabaña para salir a la sucia calle que cruzaba el poblado.

Observando las miradas de los aldeanos, el anciano los fue saludando con un movimiento de cabeza. Sin embargo, nadie les dirigió la palabra, pero muchos contemplaron al catalista con la curiosidad pintada en el rostro, pero el respeto y la veneración que sentían por aquel anciano era tan evidente que nadie los molestó.

«Así que éstos son Hechiceros de las Artes Arcanas —pensó Saryon—. ¿Rostros de expresión diabólica? Más bien son los rostros de madres jóvenes amamantando a sus pequeños bebés. ¿Ojos brillantes y sanguinarios? Son ojos fatigados, agotados por el trabajo. ¿Cánticos dirigidos a los poderes de las tinieblas? No hay más que las risas de los niños que juegan en la calle.» La única diferencia que pudo apreciar entre aquella gente y los habitantes de Merilon es que éstos usan muy poca o ninguna magia. Al verse obligados a conservar la Vida puesto que no tienen catalistas para reabastecerlos de ella, los Hechiceros andan por el suelo, avanzando con dificultad entre el barro de la sucia calle, calzados con flexibles botas de piel.

La mirada de Saryon se dirigió hacia un grupo de hombres que trabajaba afanosamente, dando forma a una vivienda; pero aquellos hombres no eran magos de la casta de los
Pron-alban
, que extraen la piedra amorosamente de la tierra, moldeándola hábilmente con sus mágicos conjuros. Aquellos hombres utilizaban las manos, apilando uno sobre otro aquellos bloques rectangulares de piedra artificial; porque incluso las piedras mismas habían sido hechas por la mano del hombre, según le dijo el anciano. Eran de arcilla colocada en moldes y puesta a secar al sol. Deteniéndose un momento, Saryon observó con ceñuda fascinación cómo aquellos hombres colocaban las piezas en ordenadas hileras, uniéndolas unas con otras mediante una sustancia adhesiva que extendían entre ellas. Pero aquello no era lo único para lo que se utilizaba la Tecnología; de hecho, mirara donde mirase, se encontraba con las Artes Arcanas.

Ninguna de ellas resultaba tan evidente como el símbolo de la misma Cofradía, el colgante que el anciano llevaba alrededor del cuello: la rueda. Pequeñas ruedas hacían que carretas cargadas rodaran sobre el suelo, mientras que una enorme rueda robaba Vida al río, utilizándola —según dijo Andon— para hacer que rodaran otras ruedas que había en el interior de un edificio de ladrillo. Estas ruedas obligaban a unas grandes piedras a friccionar entre ellas moliendo el trigo hasta convertirlo en harina. La tierra misma mostraba señales dejadas por los Hechiceros.

Al otro lado del río, el catalista pudo ver los negros ojos de algunas cuevas hechas por el hombre que lo contemplaban airados como censurándolo. En aquel lugar, hacía mucho tiempo, le contó Andon, los Tecnólogos habían arrancado de las entrañas de la tierra piedras que contenían hierro, utilizando una especie de sustancia diabólica que, literalmente, podía hacer saltar las rocas en pedazos. Una técnica que se había perdido, le comentó Andon tristemente. Los Hechiceros tenían que depender ahora del mineral de hierro que había quedado de aquella época pasada.

Y sobresaliendo por encima de todos los sonidos, las charlas, las risas, los llantos, se oía el eterno, interminable estruendo de la forja, resonando por el pueblo como si se tratara de una enorme y siniestra campana.

«Pervierten la Vida —chilló el catalista que había en Saryon—. ¡Están destruyendo la magia!» Pero su lado lógico le contestó: «Intentan sobrevivir». Y fue, quizás, ese mismo lado lógico el que Saryon pescó jugueteando con nuevos y maravillosos conceptos matemáticos para la utilización de estos conocimientos. Ya había advertido que la vivienda de ladrillos en la que habitaba era más confortable que los huecos y muertos árboles que utilizaban los Magos Campesinos, y no podría hacerse algo...

Escandalizado de sorprenderse a sí mismo pensando en tales cosas, Saryon se obligó a concentrarse de nuevo en lo que decía el anciano.

—Sí, vuestras aventuras deben de haber sido bastante aterradoras. Capturado por gigantes, luchando con centauros y Simkin transformándose en un árbol para salvaros la vida. Me gustaría escuchar vuestra versión algún día, si es que no os trastorna hablar de ello. —Andon sonrió, indulgente—. Uno no sabe a veces si creer en Simkin.

—Contadme algo sobre Simkin —dijo Saryon, agradecido de poder dirigir sus pensamientos hacia otros asuntos—. ¿De dónde vino? ¿Qué sabéis de él?

—¿Saber de Simkin? Nada, en realidad. ¡Oh!, está todo eso que él nos cuenta, pero son todo tonterías, supongo, como sus historias sobre el Duque De-Esto-y-Aquello y la Condesa de Nosecuántos. —Posando sus ojos sobre el catalista, Andon añadió con voz bondadosa—: Nosotros no hacemos preguntas a aquellos que vienen a establecer su hogar entre nosotros, Padre. Por ejemplo, uno podría preguntarse qué está haciendo un catalista de El Manantial, lo que vos sois evidentemente, si me perdonáis el atrevimiento, intentando cruzar la frontera con el País del Destierro por sus propios medios.

—Veréis, yo... —tartamudeó Saryon, ruborizándose.

—No, no os estoy preguntando —lo interrumpió el anciano—. Y no necesitáis decírmelo. Ésta ha sido siempre la costumbre aquí, una costumbre que es tan vieja como este poblado. —Suspirando, Andon sacudió la cabeza—. Quizá no sea una costumbre tan buena —murmuró, dirigiendo la mirada hacia un enorme edificio que estaba situado lejos de los demás sobre una pequeña elevación—. Si hubiéramos hecho preguntas, nos podríamos haber ahorrado mucho dolor y sufrimiento.

—No entiendo.

Saryon había observado, durante su recuperación, que una sombra se cernía sobre aquellos que iban a visitarlo. Andon, su esposa, la Hacedora de Salud. Estaban nerviosos, hablaban en voz baja algunas veces, y miraban a su alrededor cautelosamente, como si temieran que los estuvieran escuchando. Más de una vez había pensado en preguntar a qué se debía aquello, recordando algunas cosas que dijera Simkin, pero aún se sentía como un extraño entre ellos y se encontraba incómodo en aquel ambiente desconocido y misterioso.

—Os conté que yo era el jefe de esta gente —le dijo Andon, bajando tanto la voz que Saryon tuvo que inclinarse para oírle. La calle por la que paseaban estaba vacía, pero el anciano no parecía dispuesto a arriesgarse a que, por casualidad, alguna de las pocas personas que pasaban apresuradamente, dirigiéndose o volviendo de sus labores, escuchara sus palabras—. Eso no es exactamente cierto. Lo fue hace años, pero ahora es otro quien nos guía. —Miró a Saryon por el rabillo del ojo—. Pronto lo conoceréis. Ha estado preguntando por vos.

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