La Forja (36 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

—Blachloch —dijo Saryon sin pensar.

Deteniéndose, el anciano lo miró fijamente.

—Sí, ¿cómo...?

—Simkin me contó... algo sobre él.

Andon asintió con la cabeza, mientras su rostro se ensombrecía.

—Simkin. Sí. Bien, hay alguien, Blachloch, quiero decir, que podría contaros más cosas sobre ese joven, creo. Simkin parece pasar gran parte de su tiempo con el Señor de la Guerra. Aunque eso no quiere decir que Blachloch fuera a contestar a vuestras preguntas, claro está. Ése es un auténtico
Duuk-tsarith
. Me he preguntado muchas veces qué es lo que haría para obligarlos a expulsarlo de esa temida Orden.

El anciano se estremeció.

—Pero —Saryon miró a su alrededor, a las numerosas viviendas y tiendecitas que bordeaban las calles del pueblo—, vosotros sois muchos y él es sólo uno. ¿Por qué...?

—¿... no luchamos contra él? —El anciano sacudió la cabeza con tristeza—. ¿Os han arrestado alguna vez los Ejecutores? ¿Habéis sentido alguna vez el contacto de sus manos sobre vuestro cuerpo, extrayéndoos la Vida igual que una araña le extrae la sangre a su víctima? No necesitáis responder, Padre. Si os ha sucedido, ya me comprendéis. Y en cuanto a nosotros... Sí, somos muchos, pero no estamos unidos. Eso puede que no lo entendáis ahora, pero ya lo haréis con el tiempo. —El anciano cambió de tema bruscamente—. Pero si seguís aún interesado en Simkin, podéis hablar de él con los dos jóvenes que comparten su casa.

Viendo que Andon estaba evidentemente decidido a alejar la conversación del antiguo Ejecutor, Saryon abandonó aquel tema y regresó de nuevo, y no de mala gana, a Simkin, comentando que le interesaría conocer a sus amigos.

—Se llaman Joram y Mosiah —observó Andon—. Puede que hayáis oído hablar de Mosiah a su padre, ya que vos vivisteis durante un tiempo en Walren. —Posando los ojos en el catalista, se interrumpió de repente, preocupado—. Pero qué pálido estáis, Padre. Ya me temía que esta salida podría resultar excesiva. ¿Queréis sentaros? Estamos cerca del parque.

—Sí, gracias —contestó Saryon, aunque no se sentía nada cansado.

De modo que Simkin había dicho la verdad cuando le contó que él y Joram eran amigos; y aquellas voces en su habitación que había oído mientras estaba enfermo. Joram... Mosiah... Simkin...

—Ahora están trabajando, Mosiah y Joram, claro. Simkin no ha dado golpe jamás, que se sepa —siguió Andon, ayudando a Saryon a sentarse en un banco a la sombra de un alto y frondoso roble—. ¿Os encontráis mejor, Padre? Si queréis aviso a la Hacedora de Salud...

—No, gracias —musitó Saryon—. Vos tenéis razón. He oído hablar de Mosiah, y también de Joram, claro —añadió en voz baja.

—Un muchacho extraño —dijo Andon—. Imagino que puesto que venís de Walren, os habréis enterado del asesinato del capataz, ¿verdad?

Saryon asintió con la cabeza, temeroso de hablar, temeroso de contar demasiadas cosas.

El anciano suspiró.

—Nosotros lo sabíamos, desde luego. La noticia se extendió rápidamente. Algunos lo consideraron un héroe, otros pensaron que podía resultar útil. —Andon miró con expresión sombría el gran edificio de ladrillo de la colina—. De hecho, fue por eso por lo que se lo trajo aquí.

—¿Y vos? —preguntó Saryon. Había llegado a sentir un profundo respeto por aquel hombre tan bondadoso y sensato—. ¿Qué pensáis vos de Joram?

—Le temo —admitió Andon con una sonrisa—. Eso puede que os suene extraño, Padre, viniendo de un Hechicero de las Artes Arcanas. Sí —dio unas palmaditas sobre la mano de Saryon—, sé lo que habéis estado pensando. Puedo ver el horror y la repugnancia en vuestro rostro.

—Es... es que me cuesta mucho aceptar —farfulló Saryon, ruborizándose.

—Os comprendo. No sois el único. Muchos de los que vienen a refugiarse entre nosotros sienten lo mismo. A Mosiah, por ejemplo, aún le resulta difícil, creo, vivir entre nosotros y aceptar nuestro modo de vida.

—Pero, en cuanto a Joram —dijo Saryon, vacilante, preguntándose si su interés no resultaba demasiado sospechoso—. ¿Tenéis vos razón? ¿Hay que temerle?

El catalista sentía escalofríos mientras esperaba, ansioso, la respuesta. Pero cuando ésta llegó, no era lo que había esperado.

—No lo sé —dijo Andon con calma—. Hace un año que vive entre nosotros, y me parece que sé menos cosas de él de las que sé sobre vos, a quien conozco desde hace sólo unos días. ¿Temerle? Sí, le temo, pero no por la razón que vos pensáis. Y no soy yo el único.

La mirada de Andon se dirigió, de nuevo, al edificio de la colina.

—¿Un Ejecutor? ¿Asustado de un muchacho de diecisiete años?

Saryon parecía escéptico.

—¡Oh! Él no lo admitirá, quizá no lo hará ni a sí mismo; pero le teme, y si no lo hace, debería hacerlo.

—¿Por qué? —preguntó Saryon—. ¿Tan terrible es ese joven? ¿Tan violento es?

—No, nada de eso. Hubo circunstancias atenuantes en el asesinato, ya sabéis. Joram acababa de ver cómo mataban a su madre. No tiene una naturaleza violenta o salvaje. Si algo tiene, es que se domina
demasiado
. Es frío y duro como la piedra. Y está solo..., muy solo.

—Entonces...

—Creo... —Andon frunció el entrecejo intentando traducir en palabras sus pensamientos—. Es porque... ¿Os habéis dirigido alguna vez a una muchedumbre, Padre, llamándoos inmediatamente la atención una persona en particular? ¿No debido a que esa persona haya hecho o dicho algo, sino simplemente a causa de su sola presencia? Joram es una persona así. Quizá porque quitó una vida, Almin lo ha señalado para siempre. Existe una fuerza en él, una especie de predestinación. La premonición de un destino sombrío. —El anciano se encogió de hombros con expresión severa—. No puedo explicarlo, pero vos podréis juzgar por vos mismo. Pronto podréis conocer a ese muchacho, si queréis. Es ahí adonde nos dirigimos. Joram trabaja en la herrería, ¿sabéis?

7. La herrería

Según el catecismo, «Tener tratos con las Artes Arcanas del Noveno Misterio es tener tratos con la Muerte».

También según el catecismo, «Las Almas de aquellos que tengan tratos con la Muerte serán arrojadas al ardiente abismo y permanecerán allí para siempre en eterna e interminable agonía».

«De esta forma, son ellos mismos los causantes de su propia perdición», pensó Saryon mientras contemplaba con fijeza la rojiza oscuridad de la forja, iluminada únicamente por el fuego que ardía en ella.

Andon había entrado en la caverna delante de él, y estaba hablando con los hombres que trabajaban allí, señalando mediante gestos al catalista que tenía a su espalda. Al darse cuenta de que Saryon no lo había seguido, el anciano se dio la vuelta, y Saryon vio moverse sus labios, aunque el ruido en la herrería era tal que le fue imposible oír nada. Andon le hizo un gesto con la mano.

—Entrad. Entrad.

La cólera del fuego azotaba el rostro del anciano con un fulgor amarillo anaranjado, el rojo corazón de la fragua ardía en sus ojos, la rueda que le colgaba sobre el pecho resplandecía con llameante luz. Horrorizado, viendo al Hechicero de sus sueños aparecer ante él, Saryon retrocedió alejándose de la abierta entrada. Andon parecía realmente el Maligno alzándose para arrastrar a Saryon a las llamas eternas.

Al ver el temor de Saryon, el rostro de Andon se arrugó en una expresión de dolida perplejidad, que fue seguida, casi de inmediato, por una de comprensión.

—Lo siento, Padre. —Saryon vio cómo los labios de Andon formaban las palabras—. Debiera de haberme dado cuenta de que esto os impresionaría. —El anciano se dirigió hacia él—. Volvamos a casa.

Pero a Saryon le era imposible moverse. Contemplaba la escena paralizado. La forja estaba situada en una cueva en la ladera de la montaña, y una chimenea natural aspiraba los vapores nocivos y el calor generados por una enorme cantidad de carbones incandescentes, depositados en el centro de una gran plataforma redonda de piedra. Agazapado sobre ella como un resollante monstruo, un artefacto enorme parecido a un saco lanzaba bocanadas de aire sobre los tizones, haciéndolos llamear con fuerza.

—¿Qué... qué están haciendo? —preguntó Saryon, deseando marcharse y sin embargo incapaz de moverse, totalmente fascinado.

—Calientan el mineral de hierro hasta que se convierte en una masa fundida —gritó Andon por encima del martilleo, los siseos y la respiración jadeante de aquel aparato— que contiene desperdicio de mineral de hierro y carbón también.

Mientras Saryon observaba, uno de los jóvenes que trabajaba en la forja se acercó a la repisa y, utilizando lo que parecía ser una repugnante prolongación de su brazo hecha de metal, levantó un pedazo de hierro al rojo vivo de su lecho de brasas. Colocándolo sobre otra repisa —no de piedra, sino también de hierro—, tomó una herramienta y empezó a golpear el hierro candente.

—Ahí está; ése es Joram —dijo Andon.

—¿Qué está haciendo?

Saryon notó cómo sus labios formaban las palabras, pero le fue imposible oír su propia voz a causa del ruido.

—Golpea el hierro hasta darle la forma que desea —continuó Andon—. Lo puede hacer así o si no también podría verter el hierro candente en el interior de un molde y dejarlo enfriar primero, para moldearlo luego.

«Destruye la Vida que hay en la piedra. Le da forma al hierro con una herramienta. Pervierte las cualidades que el hierro ha recibido de Dios. Mata la magia. Tiene tratos con la Muerte.»

Aquellos pensamientos martillearon en la mente de Saryon al compás de los golpes del martillo.

Hizo un movimiento para alejarse, pero, en aquel momento, el joven que trabajaba en la negra oscuridad de la forja levantó la cabeza y lo miró.

Está escrito que Almin lee en el corazón de los hombres, pero no lo gobierna; de esta forma cada hombre es libre de escoger su propio destino, pero también de esta manera, Almin puede prever cómo actuará cada hombre para realizar ese destino. Capaces de fundirse en un todo con Almin, los Adivinos podían, de esta forma, predecir el futuro. También se dice que dos almas que estén destinadas a unirse para el bien o para el mal, se darán cuenta de ello en el mismo instante en que se encuentren.

En aquel momento, dos almas se encontraron. Dos almas supieron que estaban predestinadas a unirse.

Mientras los sonoros golpes del martillo resquebrajaban la negra escoria que recubría el ardiente hierro, la oscura mirada de Joram hizo que un escalofrío recorriera el cuerpo de Saryon. Totalmente trastornado, el catalista dio media vuelta alejándose de la forja y de sus llameantes sombras.

Andon no se apartaba de su lado.

—Padre, vos no os encontráis bien. Lo siento tanto... Debiera haberme dado cuenta de lo espantoso...

Pero la voz del anciano se perdió en el incesante martilleo y la firme e intensa mirada de aquellos ojos castaños. Porque Saryon los conocía, conocía aquel rostro.

Mientras andaba dando traspiés por las calles del poblado, con la vaga sensación de que Andon seguía a su lado pero incapaz de ver u oír al anciano, Saryon no veía más que aquellos ojos de mirada fría que ni el calor que despedía el hierro derretido podía caldear. Veía las espesas y negras cejas trazando una línea de amargura en su sudorosa frente. Y veía también la boca de expresión severa y torva, los pómulos prominentes, el brillante cabello negro de reflejos cobrizos.

«¡Conozco ese rostro!», se decía a sí mismo. Pero ¿cómo? Desde luego no bajo aquel aspecto. La palabra tristeza, no amargura, le vino a la mente. Una tristeza que nunca abandonaba del todo aquel rostro, ni siquiera en las alegrías. Quizás había visto aquel rostro diecisiete años atrás, en El Manantial. Quizás había conocido al desventurado padre del muchacho; pero sólo un vago recuerdo de haber oído sobre el juicio del catalista renegado, le vino a la mente a Saryon. Se había hablado de aquel escándalo durante semanas, pero él había estado demasiado inmerso en su propio suplicio para interesarse por los problemas de otro. Aunque quizá se había fijado en él inconscientemente, sin darse cuenta. Ésa debía ser la explicación. Tenía que serlo y sin embargo, sin embargo...

Imágenes de aquel rostro acudieron a su mente. Lo veía sonriente, riendo pero no obstante siempre había algo más, parecía estar siempre perseguido por una sombra de tristeza...

¡Lo había reconocido! ¡Lo conocía! Casi podía darle un nombre...

Pero éste se desvaneció en el aire antes de que pudiera sujetarlo, evaporándose de su mente como humo arrastrado por el viento.

8. El Señor de la Guerra

Andando con mucho cuidado por las embarradas calles del poblado de los Tecnólogos, Simkin tenía todo el aspecto de un ave de brillante plumaje que se paseara por una triste jungla de ladrillos. La mayoría de las personas que trabajaban por allí le dirigieron miradas de desconfiado asombro, muy parecidas a las que podrían haber dedicado a un ave exótica que hubiera aparecido en medio de ellos de repente. Algunas fruncieron el entrecejo y sacudieron la cabeza con reprobación, murmurando comentarios poco halagüeños, mientras que aquí y allí, unos pocos saludaban alegremente al joven de llamativas ropas que se paseaba por las calles, cuidando de que su capa no arrastrara por el barro. Simkin respondió por igual tanto a las imprecaciones como a los saludos, agitando despreocupadamente una mano cubierta de encajes o quitándose el sombrero adornado con una pluma rosa que acababa de añadir, a última hora, para rematar su vestuario.

Los niños del poblado, no obstante, se sintieron encantados de volver a verlo. Para ellos, significaba una agradable distracción, una presa fácil. Danzando a su alrededor, intentaron tocar sus extrañas vestiduras, se burlaron de sus piernas cubiertas con medias de seda e incluso se desafiaron unos a otros a arrojarle barro. El más atrevido de todos ellos —un robusto niño de once años que tenía la reputación de ser el más duro del pueblo— recibió el encargo de acertarle entre los omóplatos. Acercándosele silenciosamente por la espalda, el niño estaba ya listo para arrojarle la bola de barro cuando Simkin se dio la vuelta. No le dijo ni una palabra al chiquillo, simplemente se quedó mirándolo con fijeza. Acobardado, el niño se retiró deprisa, y de inmediato se ocupó de darle una paliza al primer niño más pequeño que él que se cruzó en su camino.

Levantando la nariz con gesto desdeñoso, Simkin se envolvió protectoramente en su capa e iba a continuar su camino cuando se le acercó un grupo de mujeres. Vestidas con tosquedad, incultas y con las manos enrojecidas y encallecidas por el duro trabajo, eran, sin embargo, las primeras damas del pueblo; siendo una de ellas la esposa del herrero, otra la del capataz de la mina y una tercera la del cerero. Apiñándose alrededor de Simkin, le rogaron con insistencia y, en cierta forma, patéticamente que les diera noticias de una corte que nunca habían visto a no ser a través de los ojos del muchacho. Una corte de la que estaban tan distantes como la luna lo está del sol.

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