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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Clásico, #Drama, #Teatro

La gaviota (2 page)

(Entran Polina Andréievna y Dorn.)

P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.— Comienza a notarse la humedad. Vuelva a casa y póngase los chanclos.

D
ORN
.— Tengo calor.

P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.— Usted no se cuida. Eso es terquedad. Usted es médico y sabe muy bien que el aire húmedo le perjudica, pero lo que quiere es hacerme sufrir; ayer se quedó usted aposta en la terraza durante toda la velada…

D
ORN
.—
(Canturreando.)
«No digas que has perdido la juventud.»

P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.— Esta usted tan entusiasmado hablando con Irina Nikoláievna que ni se daba cuenta del relente. Confiese que ella le gusta.

D
ORN
.— Tengo cincuenta y cinco años.

P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.— Bagatelas: para un hombre esto no es ser viejo. Usted se conserva magníficamente y aún gusta a las mujeres.

D
ORN
.— Bueno, pero ¿qué es lo que desea usted?

P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.— Ante una actriz, todos están dispuestos a hincarse de rodillas. ¡Todos!

D
ORN
.—
(Canturreando.)
«Otra vez ante ti…». Que en la sociedad se estime a los artistas y se les trate de manera distinta que, por ejemplo, a los mercaderes, está en el orden de las cosas. Esto es idealismo.

P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.— Las mujeres siempre se han enamorado de usted y se le han colgado del cuello. ¿Esto también es idealismo?

D
ORN
.—
(Encogiéndose de hombros.)
¿Qué puedo decirle? Ha habido mucho de bueno en el trato que me han dispensado las mujeres. En mí estimaban, sobre todo, al excelente médico. Hace diez o quince años, ¿recuerda usted?, yo era el único tocólogo de la provincia. Además, siempre he sido un hombre honesto.

P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.—
(Le toma de la mano.)
¡Querido!

D
ORN
.— Cuidado. Vienen.

(Entran Arkádina, del brazo de Sorin, Trigorin, Shamráiev, Medvedenko y Masha.)

S
HAMRÁIEV
.— En 1873, en la feria de Poltava, actuó maravillosamente. ¡Qué entusiasmo! ¡Aquella actriz era un prodigio! ¿No sabría usted también, por ventura, dónde se encuentra ahora el cómico Chadin, Pável Semiónich? En el papel de Raspliúev era inimitable, mejor que Sadovski, se lo juro, mi honorable señora. ¿Dónde está ahora?

A
RKÁDINA
.— Usted siempre me pregunta por personajes antediluvianos. ¡De dónde quiere que lo sepa!
(Se sienta.)

S
HAMRÁIEV
.—
(Suspirando.)
¡Pashka Chadin! Actores como él hoy no se encuentran. ¡El teatro ha venido a menos, Irina Nikoláievna! ¡Antes había poderosos robles, ahora vemos sólo las astillas!

D
ORN
.— Ahora hay pocos talentos excepcionales, es cierto; pero el actor medio está a mayor altura.

S
HAMRÁIEV
.— No estoy de acuerdo con usted. De todos modos esto es cuestión de gustos.
De gustibus aut bene, aut nihil
[1]
.

(Trepliov aparece detrás del tablado.)

A
RKÁDINA
.—
(Al hijo.)
Mi querido hijo, ¿cuándo se empieza?

T
REPLIOV
.— Dentro de un momento. Les suplico un poco de paciencia.

A
RKÁDINA
.—
(Recitando un fragmento de Hamlet.)
«¡Hijo mío! Me has vuelto los ojos hacia el interior del alma y la he visto cubierta de sangrientas y mortales heridas, ¡no hay salvación!»

T
REPLIOV
.—
(Recitando otro fragmento de Hamlet.)
«¿Y por qué has cedido al vicio y has buscado el amor en el abismo del crimen?»

(Tocan un caramillo detrás del tablado.)

T
REPLIOV
.— ¡Señores, empezamos! ¡Atención, por favor!
(Pausa.)
Empiezo.
(Da unos golpes con un bastón, dice en voz alta.)
¡Oh, viejas sombras venerables que flotáis por la noche sobre este lago, adormecednos, haced que veamos en sueños lo que habrá dentro de doscientos mil años!

S
ORIN
.— Dentro de doscientos mil años no habrá nada.

T
REPLIOV
.— Bien, pues que nos representen esta nada.

A
RKÁDINA
.— Sea. Nosotros dormimos.

(Se levanta el telón; se descubre la vista del lago; la luna se eleva sobre el horizonte y se refleja en el agua; sobre una piedra grande está sentada Nina Zariechnaia, vestida de blanco.)

N
INA
.— Los hombres, los leones, las águilas y las perdices, los astados venados, los gansos, las arañas, los callados peces pobladores de las aguas, las estrellas marinas y los seres que no podían ser vistos por el ojo humano, en una palabra, todas las vidas, todas las vidas, todas las vidas, acabado su triste ciclo, se han extinguido… Hace ya miles de siglos que la tierra no lleva en sí ni un ser vivo y esta pobre luna en vano enciende su farol. En el prado ya no se despiertan las grullas con su grito ni se oye el zumbar de los moscardones de mayo entre el follaje de los tilos. Hace frío, frío, frío. Es el vacío, vacío, vacío. Es pavoroso, pavoroso, pavoroso…
(Pausa.)
Los cuerpos de los seres vivos se han reducido a polvo y la eterna materia los ha convertido en piedras, en agua, en nubes; las almas de todos ellos se han fundido en una sola. El alma general del mundo soy yo… yo… En mí está el alma de Alejandro Magno, de Cesar, de Shakespeare, de Napoleón y de la última sanguijuela. En mí, las conciencias de los hombres se han fundido con los instintos de los animales y yo lo recuerdo todo, todo, todo, y vuelvo a vivir en mí misma cada una de las vidas.
(Aparecen fuegos fatuos.)

A
RKÁDINA
.—
(En voz baja.)
Esto tiene algo de decadente.

T
REPLIOV
.—
(Suplicante y en tono de desaprobación.)
¡Mamá!

N
INA
.— Soy una mujer sola. Una vez cada cien años abro los labios para hablar y mi voz resuena tristemente en este vacío, nadie oye… Tampoco vosotros, pálidos fuegos fatuos, me oís… Cuando se acerca la madrugada os engendra el putrefacto pantano y erráis hasta que sale la aurora, pero sin pensamiento, sin voluntad, sin la palpitación de la vida. Temeroso de que surja en vosotros la vida, el padre de la materia eterna, el diablo, hace que a cada instante cambien en vosotros los ánimos, lo mismo que en las piedras y en el agua, y os modificáis sin cesar. En todo el universo, tan sólo el espíritu permanece fijo e inmutable.
(Pausa.)
Como prisionero arrojado a un pozo profundo y vacío, no sé dónde estoy ni lo que me espera. Una cosa no se me oculta, y es que en la lucha tenaz y cruel con el diablo, principio de las fuerzas materiales, me será dado vencer; después, materia y espíritu se fundirán en una armonía admirable y comenzará el reinado de la voluntad universal. Pero esto ocurrirá sólo cuando, poco a poco, después de una larga, larga serie de milenios, la Luna, el brillante Sirio y la Tierra se conviertan en polvo… Hasta entonces, será terrible, terrible…
(Pausa; al fondo del lago aparecen dos puntos rojos.)
Se acerca mi poderoso enemigo, el diablo. Veo sus ojos espantosos, purpúreos…

A
RKÁDINA
.— Huele a azufre. ¿Tenía que oler de este modo?

T
REPLIOV
.— Sí.

A
RKÁDINA
.—
(Se ríe.)
Vaya, hace efecto.

T
REPLIOV
.— ¡Mamá!

N
INA
.— Sin el hombre, se aburre…

P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.—
(A Dorn.)
Se ha quitado el sombrero. Póngaselo, que se va a resfriar.

A
RKÁDINA
.— El doctor se ha quitado el sombrero ante el diablo, padre de la materia eterna.

T
REPLIOV
.—
(Furioso, gritando.)
¡Se ha acabado la obra! ¡Basta! ¡Telón!

A
RKÁDINA
.— ¿Por qué te enfadas?

T
REPLIOV
.— ¡Basta! ¡El telón! ¡Bajad el telón!
(Dando unos golpes con el pie.)
¡Telón!
(El telón baja.)
¡Mil perdones! Se me había olvidado que escribir obras y actuar en escena está reservado a unos pocos elegidos. ¡He violado el monopolio! A mí… yo…
(Aún quiere decir algo más, pero hace un gesto con la mano y sale por la izquierda.)

A
RKÁDINA
.— ¿Qué mosca le ha picado?

S
ORIN
.— Irina, hermana mía, no es posible tratar de ese modo un amor propio juvenil.

A
RKÁDINA
.— ¿Pero qué le he dicho?

S
ORIN
.— Le has ofendido.

A
RKÁDINA
.— Él mismo nos ha advertido que se trataba de una broma, y yo he tomado su obra como si fuera verdaderamente una broma.

S
ORIN
.— De todos modos…

A
RKÁDINA
.— ¡Ahora resulta que ha escrito una gran obra! ¡Vaya con el niño! Así pues, ha organizado este espectáculo y nos ha perfumado con azufre no para bromear, sino para hacernos una demostración… Ha querido darnos una lección de cómo se ha de escribir y qué se ha de representar. Esto comienza ya a ser pesado. Esas constantes salidas de tono contra mí y esos alfilerazos, digan ustedes lo que quieran, ¡son para acabar con la paciencia del más pintado! ¡Es un caprichoso, cargado de amor propio!

S
ORIN
.— El quería darte una alegría.

A
RKÁDINA
.— ¿Sí? Pues podía haber elegido una obra de las que se estilan y no obligarnos a escuchar ese decadente extravío. Si se trata de una broma, estoy dispuesta a escuchar incluso extravíos, pero él nos viene con la pretensión de mostrar formas nuevas y abrir una nueva era en el arte. Y creo que no estamos ante una forma nueva, sino, simplemente, ante un mal carácter.

T
RIGORIN
.— Cada uno escribe como quiere y como puede.

A
RKÁDINA
.— Que escriba como quiera y como pueda, pero que haga el favor de dejarme en paz.

D
ORN
.— Júpiter, te enojas…

A
RKÁDINA
.— Yo no soy Júpiter, sino una mujer.
(Enciende un cigarrillo.)
No me enojo, sólo lamento que un joven pase el tiempo de manera tan aburrida. No quería ofenderle.

M
EDVEDENKO
.— Nadie tiene motivos para separar el espíritu de la materia, pues quizás el propio espíritu es un conjunto de átomos materiales.
(Vivamente, a Trigorin.)
Lo que sí estaría bien, ¿sabe usted?, sería describir en una obra y luego representar en la escena cómo vivimos nosotros, los maestros. ¡Nuestra vida es dura, dura!

A
RKÁDINA
.— Sí, es justo, pero no hablemos de obras de teatro ni de átomos. ¡Es tan hermosa esta noche! ¿Oyen, señores? Cantan.
(Escucha.)
¡Qué agradable!

P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.— Es en la otra orilla.
(Pausa.)

A
RKÁDINA
.—
(A Trigorin.)
Siéntese a mí lado. Hace diez o quince años, aquí, en este lago, casi todas las noches se oía música y canto. En esta orilla hay siete grandes fincas. Me acuerdo de las risas, del alboroto, de los disparos, y todo eran amores, idilios… El
jeune premier
e ídolo de todas esas seis fincas era, entonces, ese señor a quien le presento
(Señala con la cabeza a Dorn.)
, el doctor Evgueni Sergueich. Todavía ahora es encantador, pero entonces era irresistible. De todos modos, empieza a morderme la conciencia. ¿Por qué habré ofendido a mi pobre muchacho? Estoy intranquila.
(En voz alta.)
¡Kostia! ¡Hijo! ¡Kostia!

M
ASHA
.— Voy a buscarle.

A
RKÁDINA
.— Haga el favor, querida.

M
ASHA
.—
(Va hacia la izquierda.)
¡A-u! ¡Konstantín Gavrílovich!… ¡A-u!
(Sale.)

N
INA
.—
(Apareciendo por detrás del tablado.)
Por lo visto no continuaremos; puedo irme. ¡Buenas noches!
(Besa a Arkádina y a Polina Andréievna.)

S
ORIN
.— ¡Bravo, bravo!

A
RKÁDINA
.— ¡Bravo, bravo! La hemos estado admirando. Con una figura como la suya y una voz tan maravillosa, es un pecado quedarse escondida en el campo. Usted tiene talento. No hay duda. ¿Oye? ¡Usted tiene la obligación de dedicarse a la escena!

N
INA
.— ¡Oh, éste es mi sueño!
(Suspira.)
Pero no se cumplirá nunca.

A
RKÁDINA
.— ¿Quién sabe? Permítame que le presente: Trigorin, Boris Alexéievich.

N
INA
.— Ah, qué contenta estoy…
(Turbándose.)
Siempre le leo…

A
RKÁDINA
.—
(Haciéndola sentar a su lado.)
No se azore, querida. El señor Trigorin es un hombre célebre, pero tiene el alma sencilla. ¿Ve? Él mismo se ha azorado.

D
ORN
.— Supongo que ahora ya se puede levantar el telón; así impresiona.

S
HAMRÁIEV
.—
(En voz alta.)
Yákov, ¿por qué no levantas el telón?

(El telón se levanta.)

N
INA
.—
(A Trigorin.)
¿Verdad que es una obra extraña?

T
RIGORIN
.— No he comprendido nada. De todos modos, he visto la representación con agrado. Usted ha declamado con mucha sinceridad. También la decoración era magnífica.
(Pausa.)
Debe de haber muchos peces en este lago.

N
INA
.— Sí.

T
RIGORIN
.— Me gusta pescar con caña. Para mí no hay mayor placer que sentarme al caer de la tarde a la orilla y contemplar el flotador.

N
INA
.— Pero yo me figuro que para quien ha experimentado el placer de la creación artística, los demás placeres ya no cuentan.

A
RKÁDINA
.—
(Riéndose.)
No hable de este modo. Cuando le dicen palabras agradables, eso le perjudica.

S
HAMRÁIEV
.— Recuerdo que en el teatro de la Opera de Moscú, una vez el famoso Silva cantó el do de bajo. Como hecho adrede, aquel día ocupaba un asiento de gallinero un bajo de los que cantan en la capilla sinodal. De pronto, figúrense ustedes, cuál no sería nuestra sorpresa, oímos que gritan desde el gallinero: «¡Bravo, Silva!», ¡una octava entera más baja!… Algo así como
(Con voz de bajo)
: «¡Bravo, Silva!»… Nos quedamos petrificados.
(Pausa)

D
ORN
.— Ha pasado un ángel silencioso volando.

N
INA
.— He de irme. Adiós.

A
RKÁDINA
.— ¿Adónde? ¿Adónde ha de irse tan pronto? No la dejaremos marchar.

N
INA
.— Papá me espera.

A
RKÁDINA
.— ¡Qué hombre, la verdad!…
(Se besan.)
Bueno, qué le vamos a hacer. Es una pena dejarla marchar, es una pena.

N
INA
.— ¡Si supiera cuánto siento tener que irme!

A
RKÁDINA
.— ¿Y si alguien la acompañara, pequeña mía?

N
INA
.—
(Asustada.)
¡Oh, no, no!

S
ORIN
.—
(A Nina, suplicante.)
¡Quédese!

N
INA
.— No puedo, Piotr Nikoláievich.

S
ORIN
.— Quédese una horita, eso es. Qué le cuesta, la verdad…

N
INA
.—
(Después de reflexionar un instante, con lágrimas en los ojos.)
¡Imposible!
(Le estrecha la mano y se va rápidamente.)

A
RKÁDINA
.— La verdad, es una chica desgraciada. Dicen que su difunta madre, al morir, legó a su esposo su enorme fortuna, hasta el último kopek, y esta muchacha se ha quedado sin nada, pues el padre ya lo ha legado todo a su segunda mujer. Es indignante.

D
ORN
.— Sí, el papaíto es una bestia auténtica, hay que hacerle plena justicia.

S
ORIN
.—
(Frotándose las manos ateridas.)
¿Y si nos fuéramos también nosotros, señores? Empieza a notarse la humedad. A mí me duelen las piernas.

A
RKÁDINA
.— Las tienes como de madera, apenas andan. Bueno, vamos, infortunado viejo.
(Le toma del brazo.)

S
HAMRÁIEV
.—
(Ofreciendo el brazo a su mujer.)
¿Madame?

S
ORIN
.— Oigo ladrar al perro otra vez.
(A Shamráiev.)
Tenga la bondad de mandar que lo desaten, Ilyá Afanásievich.

S
HAMRÁIEV
.— No es posible, Piotr Nikoláievich, tengo miedo que me entren ladrones en el granero, guardo allí el mijo.
(A Medvedenko, que va a su lado.)
Sí, una octava entera más baja: «¡Bravo, Silva!». Y no era un cantante, sino un simple cantor sinodal.

M
EDVEDENKO
.— ¿Qué sueldo tiene un cantor sinodal?
(Se van todos menos Dorn.)

D
ORN
.—
(Solo.)
No sé, es posible que no entienda nada o que me haya vuelto loco, pero la obra me ha gustado. Tiene un algo. Cuando esa muchacha hablaba de la soledad y luego, cuando han aparecido los ojos rojos del diablo, me temblaban las manos de emoción. Es juvenil, ingenua… Me parece que por ahí llega él. Quisiera decirle muchas cosas agradables.

T
REPLIOV
.—
(Entra.)
Ya no hay nadie.

D
ORN
.— Estoy yo.

T
REPLIOV
.— Máshenka me está buscando por todo el parque. Es una criatura insoportable.

D
ORN
.— Konstantín Gravílovich, su obra me ha gustado extraordinariamente. Es un poco extraña, no he oído el final, pero a pesar de todo me ha causado una fuerte impresión. Es usted un hombre de talento, ha de continuar.
(Trepliov le estrecha con fuerza la mano y le abraza con arrebatado impulso.)

D
ORN
.— ¡Huy, qué nervioso! Con lágrimas en los ojos… ¿Qué quería decirle? Usted ha buscado su asunto en el terreno de las ideas abstractas. Así tenía que hacerlo porque la obra de arte ha de expresar, sin falta, alguna idea grande. Sólo es bello lo que es serio. ¡Qué pálido está usted!

T
REPLIOV
.— ¿Así, cree usted que he de continuar?

D
ORN
.— Sí… Pero represente sólo lo importante y lo eterno. Ya sabe usted que mi vida no ha sido nada monótona Y que la he saboreado, no me quejo; pero si me hubiera sido dado experimentar la exaltación que suelen sentir los artistas en los momentos de su inspiración me parece que habría despreciado mi envoltura material y todo cuanto a ella se refería, y me habría elevado muy alto, muy por encima de la tierra.

T
REPLIOV
.— Perdón, ¿dónde está Zariéchnaia?

D
ORN
.— Y aún otra cosa. En la obra de arte ha de haber una idea clara, precisa. Usted ha de saber para qué escribe; de otro modo, si avanza usted por ese pintoresco camino sin un objetivo determinado, se extraviará y su talento se perderá.

T
REPLIOV
.—
(Impaciente.)
¿Dónde está Zariéchnaia?

D
ORN
.— Se ha ido a su casa.

T
REPLIOV
.—
(Desesperado.)
¿Qué hacer? Quiero verla… Necesito verla… Iré…

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