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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Clásico, #Drama, #Teatro

La gaviota (4 page)

(Nina aparece cerca de la casa; recoge flores.)

D
ORN
.— No, nada.

P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.— Los celos me hacen sufrir. Claro, usted es doctor, no puede evitar a las mujeres. Lo comprendo…

D
ORN
.—
(A Nina, que se acerca.)
¿Qué pasa allí?

N
INA
.— Irina Nikoláievna llora y Piotr Nikoláievich sufre un ataque de asma.

D
ORN
.—
(Se levanta.)
Hay que ir y darles a los dos unas gotas de valeriana…

N
INA
.—
(Tendiéndole las flores.)
¡Permítame!

D
ORN
.— Merci bien.
(Se dirige hacia la casa.)

P
OLINA
A
NDRÉIEVNA
.—
(Acompañándole.)
¡Qué flores más hermosas!
(Cerca de la casa, con voz sorda.)
¡Déme estas flores! ¡Déme estas flores!
(Cuando él se las ha dado, las rompe y las arroja; entran los dos en la casa.)

N
INA
.—
(Sola.)
¡Qué extraño ver llorar a una actriz famosa y por un motivo tan insignificante! ¿Y no es extraño que un escritor famoso, predilecto del público, un escritor del que se escribe en todos los periódicos, cuyo retrato se vende y cuyas obras se traducen a lenguas extranjeras, se pase el día pescando y se alegre de haber pescado dos gobios? Yo creía que las personas célebres eran orgullosas, inaccesibles, que despreciaban a la muchedumbre y que, con la fama y el brillo de su nombre, se vengaban en cierto modo de esta muchedumbre que sitúa por encima de todo la nobleza del linaje y la fortuna. Pero he aquí que lloran, pescan con caña, juegan a cartas, se ríen y se enojan como todos.

T
REPLIOV
.—
(Entra sin sombrero, con escopeta y una gaviota muerta.)
¿Usted sola aquí?

N
INA
.— Sola.
(Trepliov le pone la gaviota a los pies.)
¿Qué significa esto?

T
REPLIOV
.— Hoy he cometido la villanía de matar esta gaviota. La pongo a sus pies.

N
INA
.— ¿Qué le pasa?
(Levanta la gaviota y la contempla.)

T
REPLIOV
.—
(Después de cierta pausa.)
Pronto me mataré yo mismo de igual manera.

N
INA
.— No le reconozco.

T
REPLIOV
.— Desde que yo he dejado de reconocerla a usted. Usted no es la misma conmigo; su mirada es fría, mi presencia la importuna.

N
INA
.— Últimamente se ha vuelto usted irritable, se expresa siempre de manera incomprensible, por medio de símbolos. Por lo visto, esta gaviota también es un símbolo, pero, perdone, no comprendo…
(Pone la gaviota sobre el banco.)
Soy demasiado simple para comprenderle a usted.

T
REPLIOV
.— Esto ha empezado después de la velada en que mi obra se hundió tan estúpidamente. Las mujeres no perdonan el fracaso. Lo he quemado todo, hasta el último trozo de papel. ¡Si supiera usted cuán desdichado soy! Su frialdad es terrible, increíble; es como si me despertara y viera de pronto que este lago se ha secado o que ha desaparecido en la tierra. Usted acaba de decir que es demasiado simple para comprenderme. ¿Qué hay que comprender aquí? La obra no gustó, usted desprecia mi inspiración, me considera una mediocridad, una nulidad, uno de tantos…
(Dando un golpe al suelo con el pie.)
Lo comprendo muy bien, ¡lo comprendo! Es como si tuviera un clavo en el cerebro, maldito sea junto con toda mi idiotez, que me chupa la sangre, como una serpiente…
(Viendo a Trigorin, que avanza leyendo un librito de notas.)
Aquí viene un verdadero genio; camina como Hamlet, también con un libro en la mano.
(Haciendo burla.)
«Palabras, palabras, palabras…». Este sol aún no se le ha acercado y usted ya sonríe, su mirada ya se ha derretido al contacto de los rayos que él despide. No voy a serle un estorbo.
(Sale rápidamente.)

T
RIGORIN
.—
(Escribiendo en su libro de notas.)
Sorbe rapé y bebe vodka… Siempre va vestida de negro. El maestro está enamorado de ella…

N
INA
.— ¡Buenos días, Boris Alexéievich!

T
RIGORIN
.— Buenos días. Circunstancias imprevistas hacen que, al parecer, partamos hoy mismo. Difícil será que usted y yo volvamos a vernos alguna vez. Es una pena, pocas veces tengo ocasión de encontrar a muchachas jóvenes, jóvenes e interesantes; ya he olvidado, sin que pueda representármelo con claridad, lo que se siente a los dieciocho y diecinueve años; por esto en mis novelitas y relatos, las jóvenes muchachas suelen desentonar. Quisiera estar en su puesto aunque sólo fuera por una hora para saber cómo piensa usted y, en general, qué avecilla es usted.

N
INA
.— Pues yo quisiera estar en el suyo.

T
RIGORIN
.— ¿Para qué?

N
INA
.— Para saber qué experimenta un famoso escritor de talento. ¿Cómo se vive la celebridad? ¿Cómo siente usted el ser célebre?

T
RIGORIN
.— ¿Cómo? Probablemente de ningún modo. Nunca he pensado en ello.
(Reflexiona.)
Una de dos: o exagera usted mi celebridad o la celebridad no se experimenta de ninguna manera.

N
INA
.— ¿Y si lee lo que de usted se dice en los periódicos?

T
RIGORIN
.— Cuando las palabras son de elogio, es agradable; cuando son de censura, estás luego, unos días de mal humor.

N
INA
.— ¡Maravilloso mundo! ¡Cómo le envidio, si usted supiera! El destino de los hombres es diverso. Algunos apenas arrastran su existencia, aburrida e insignificante, todos se parecen unos a los otros, todos son desdichados; en cambio a otros, como, por ejemplo, a usted —usted es uno entre un millón—, el destino les ha reservado una vida interesante, luminosa, plena de sentido… Usted es feliz…

T
RIGORIN
.— ¿Yo?
(Encogiéndose de hombros.)
Hum… Usted habla de celebridad, de ser feliz, de cierta vida luminosa e interesante; para mí todas estas bellas palabras son, perdone usted, como una mermelada de la que nunca como. Usted es muy joven y muy buena.

N
INA
.— ¡Su vida es maravillosa!

T
RIGORIN
.— ¿Qué hay en ella de singularmente bueno?
(Mira el reloj.)
Ahora he de irme a escribir. Perdóneme, no tengo tiempo…
(Se ríe.)
Usted, como suele decirse, ha dado en mi punto flaco, y aquí me tiene comenzando a inquietarme y a enojarme un poco. Con todo, vamos a hablar. Hablemos de mi magnífica y luminosa vida… Pero ¿con qué empezaremos?
(Reflexiona un poco.)
A veces hay imágenes que se nos imponen a la fuerza, como ocurre con el hombre que piensa siempre, día y noche, por ejemplo, en la luna; también yo tengo una de esas lunas. Día y noche me persigue una misma idea obsesionante; debo escribir, debo escribir, debo… Apenas acabo un relato ya he de escribir otro, no sé por qué; luego un tercero; después del tercero, el cuarto… Escribo sin cesar, como si corriera en postas, y no puedo hacerlo de otro modo. ¿Qué hay en esto de bello y luminoso, le pregunto? ¡Oh, qué absurda esta vida! Ya ve, estoy a su lado, me emociono, y sin embargo, recuerdo a cada instante que me está esperando un relato inacabado. Veo una nube semejante a un piano de cola. Pienso: habrá que recordar en alguna parte del relato que flotaba una nube parecida a un piano de cola. Huele a heliotropo. Grabo en mi memoria: olor dulzón, color de viuda; recordarlo al describir un atardecer de estío. Estoy al acecho de cada una de mis frases, de cada una de sus frases, de cada una de las palabras, y me apresuro a encerrar todas esas frases y palabras en mi despensa literaria: ¡a lo mejor algún día me serán útiles! Cuando acabo de trabajar, corro al teatro o a pescar con caña; esto es bueno para descansar, para distraerse; pero ¡ca!, en la cabeza empieza a darme vueltas un pesado obús de hierro fundido, un tema, y ya me siento atraído hacia la mesa, otra vez he de apresurarme a escribir y escribir. Y así siempre, siempre, sin un momento de sosiego frente a mí mismo; siento que devoro mi propia vida, que para la miel que doy no sé a quién en el espacio, saqueo el polen de mis mejores flores, arranco las flores mismas y pisoteo sus raíces. ¿Acaso no soy un loco? ¿Acaso mis parientes y conocidos me tratan como a una persona normal? «¿Qué está escribiendo? ¿Con qué va a regalarnos?». Siempre lo mismo, y a mí me parece que esta atención de mis conocidos, estas alabanzas de admiración no son más que engaño; me engañan, como a un enfermo, y a veces temo que cuando menos lo espere se me acercarán cautelosamente por atrás, me agarrarán y me conducirán, como a Poprischin
[2]
, a un manicomio. Y en los años en que empecé, años de juventud, los mejores de la vida, escribir era para mí una tortura constante. Un pequeño escritor, sobre todo cuando la suerte no le sonríe, se siente torpe, inhábil, inútil, siempre con los nervios tensos, a flor de piel; vaga, sin poderlo evitar, en torno a las personas dedicadas a la literatura y al arte, desconocido, sin que nadie se fije en él; teme mirar directamente y sin miedo a los ojos, como jugador apasionado sin dinero. No veía a mi lector, pero me lo imaginaba hostil, desconfiado. Al público le tenía miedo, un miedo pavoroso, y cuando debía poner en escena una nueva obra, siempre me parecía que los morenos se hallaban mal dispuestos hacia mí y que los rubios se mantenían en una glacial indiferencia. ¡Qué terrible era esto! ¡Qué tortura!

N
INA
.— Perdóneme, pero la inspiración y el proceso mismo de crear, ¿no le proporcionan, acaso, momentos de felicidad sublime?

T
RIGORIN
.— Sí. Al escribir, experimento una sensación agradable. También es agradable corregir pruebas, mas… apenas lo escrito sale de la imprenta, se me hace insoportable, veo que no es como debería, que es un error, que no debía haberlo escrito de ningún modo, y ello me entristece, me pone como un peso en el alma…
(Riendo.)
El público lee y dice: «No está mal, tiene talento… No está mal, pero le falta mucho para llegar a Tolstói», o bien: «Es una obra excelente, pero
Padres e hijos
, de Turguéniev, es mejor». Y así, hasta el fin de mis días, se repetirá que no está mal y tiene talento, no está mal y tiene talento, nada más; cuando haya muerto, quienes me conozcan dirán, al pasar por delante de mi tumba: «Aquí yace Trigorin. Era un buen escritor, pero no llegó a escribir como Turguéniev».

N
INA
.— Perdóneme, renuncio a comprenderle. Lo que pasa es, sencillamente, que está usted mimado por el éxito.

T
RIGORIN
.— ¿Qué éxito? Nunca me he sentido contento de mí mismo. No me gusto como escritor. Lo peor es que me encuentro como en cierto estado de embriaguez y, a menudo, no comprendo lo que escribo… A mí me encanta, mire, esta agua, los árboles, el cielo; siento la naturaleza, que despierta en mí la pasión, un deseo irresistible de escribir. Pero no soy sólo un paisajista; soy, además, un ciudadano, quiero a mi patria, al pueblo: siento que, si soy escritor, estoy obligado a hablar del pueblo, de sus sufrimientos, de su futuro; siento que estoy obligado a hablar de la ciencia, de los derechos del hombre, etcétera, y hablo de todo, me doy prisa, por todas partes me espolean, se impacientan, siguen adelantándose y yo voy quedándome atrás, cada vez más atrás, como mujik que llega tarde al tren; al final siento que sólo soy capaz de describir el paisaje y que, aparte de esto, cuanto escribo suena a falso y es falso hasta la médula.

N
INA
.— Usted se ha dejado absorber demasiado por el trabajo y no tiene tiempo ni deseos de adquirir conciencia de su valía. Es posible que esté usted descontento de sí mismo, mas para los otros es grande y magnífico. Si yo fuera un escritor como usted, consagraría toda mi vida a la masa del pueblo, pero tendría conciencia de que la felicidad de esa masa está sólo en elevarse hasta mí, y la masa me llevaría en carro griego.

T
RIGORIN
.— En carro griego… ¿Me toma usted por un Agamenón?
(Sonríen los dos.)

N
INA
.— Por la felicidad de ser escritora o actriz, soportaría el desamor de la familia, la pobreza y las desilusiones, viviría en una buharda, comería sólo pan de centeno, aceptaría el sufrimiento de estar descontenta de mí misma y tener conciencia de mis imperfecciones; pero, a cambio, exigiría la fama… la fama auténtica, clamorosa…
(Cubriéndose la cara con las manos.)
La cabeza me da vueltas… ¡Uf!…

(Voz de Arkádina desde la casa:)
«¡Boris Alexéievich!»

T
RIGORIN
.— Me llaman… Será para preparar el equipaje. Y no tengo ningún deseo de partir.
(Volviéndose hacia el lago.)
¡Esto es un paraíso!… ¡Qué bien!

N
INA
.— Es la propiedad de mi difunta madre. Allí nací yo. He pasado toda mi vida junto a este lago y no hay en él islote que no conozca.

T
RIGORIN
.— ¡Qué bien se está aquí!
(Viendo la gaviota.)
Y esto, ¿qué es?

N
INA
.— Una gaviota. Konstantín Gavrílovich la ha matado.

T
RIGORIN
.— Hermoso pájaro. La verdad, no quisiera partir. Procure convencer a Irina Nikoláievna que se quede.
(Escribe algo en su librito de notas.)

N
INA
.— ¿Qué escribe usted?

T
RIGORIN
.— Nada, una pequeña nota… Se me ha ocurrido un tema…
(Metiéndose el cuaderno en el bolsillo.)
Un tema para un relato breve: a la orilla de un lago vive desde la infancia una jovencita, como usted; quiere el lago, como una gaviota, es feliz y libre como una gaviota. Pero llega, casualmente, un hombre, la ve y, por no tener qué hacer, la sacrifica como a esta gaviota.

(Pausa. Por una ventana se asoma Arkádina.)

A
RKÁDINA
.— Boris Alexéievich, ¿dónde está usted?

T
RIGORIN
.— Ahora voy.
(Se dirige hacia la casa, volviendo la cabeza para mirar a Nina; al llegar al pie de la ventana, a Arkádina.)
¿Qué hay?

A
RKÁDINA
.— Nos quedamos.

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