La granja de cuerpos (35 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—¿Está preparada para esto? —me preguntó Shade. Guardé las fotos en el sobre y murmuré:

—Echemos un vistazo.

Retiraron la caja y me acuclillé junto al cuerpo para estudiarlo con detalle. El marido era un hombrecillo delgado que al morir lucía una perilla blanca y un ancla tatuada en el brazo, como Popeye. Tras seis días en su cripta de madera tenía los ojos hundidos, la piel pastosa y el cuarto inferior izquierdo descolorido.

La mujer, en cambio, no se había conservado tan bien, aunque las condiciones meteorológicas fuera del cobertizo eran muy parecidas a las del interior. Con todo, había llovido un par de veces, según mis colegas. Y, a ratos, el cuerpo había estado al sol. Las plumas de buitre en las inmediaciones explicaban, por otra parte, algunos de los deterioros que observé. La pérdida de color del cuerpo era mucho más acusada, la piel era poco resbaladiza y no estaba en absoluto pastosa.

La observé un rato en silencio, en una zona arbolada no lejos del cobertizo, donde yacía de espaldas, desnuda, sobre la hojarasca caída de los algarrobos, nogales y tamarindos de los alrededores. Parecía más vieja que su marido y estaba tan encorvada y marchita por la edad que su cuerpo había regresado a un estado andrógino, infantil. Llevaba las uñas pintadas de rosa, las orejas perforadas y dentadura postiza.

—Si quiere examinarlo, hemos dado la vuelta al hombre —me anunció Katz desde la entrada del cobertizo.

Volví allí y me agaché de nuevo junto al marido, mientras el doctor Shade dirigía el haz de una linterna hacia las marcas de la espalda. La huella dejada por la tubería de hierro era fácil de reconocer, pero las de los clavos eran rayas rojas que más parecían quemaduras. Fueron las marcas de las monedas las que más nos fascinaron; sobre todo, la que había dejado un cuarto de dólar. En una inspección minuciosa, apenas conseguí distinguir el contorno parcial de un águila en la piel del hombre; saqué las fotografías del cuerpo de Emily y comparé las marcas.

—Lo que me figuraba —dijo el doctor Shade—. Las impurezas del metal hacen que la moneda se oxide de forma desigual mientras el cuerpo está sobre ella. Por eso se obtiene una impresión irregular, con zonas no marcadas, muy parecida a la huella de un zapato, que no suele aparecer completa a menos que se distribuya el peso uniformemente y uno pise sobre una superficie perfectamente plana.

—¿Ha solicitado ampliaciones realzadas de las fotografías de la niña? —preguntó Katz.

—El laboratorio del FBI está trabajando en ello —respondí.

—¡Ah, son tan lentos! —dijo él—. Van muy retrasados, y las cosas están cada vez peor porque cada día hay más casos.

—Y ya se sabe lo que pasa con los presupuestos.

—El nuestro ya está en los puros huesos.

—Thomas, Thomas, es un chiste espantoso.

De hecho, yo había tenido que pagar de mi bolsillo la madera para la caja del experimento. También me había ofrecido a proporcionar un aparato de aire acondicionado pero, en vista de las condiciones meteorológicas, no había sido necesario.

—Una de las cosas más difíciles del mundo es conseguir que los políticos se entusiasmen por lo que hacemos aquí. O por lo que hace usted, Kay.

—Sí. El problema es que los muertos no votan.

—He oído de casos en que lo han hecho...

Volvimos por Neyland Drive y seguí el río con la mirada. Al llegar a una curva alcancé a ver la parte superior de la verja trasera de la Granja asomando sobre los árboles y pensé en el río Estige de los clásicos. Pensé en el significado de cruzar sus aguas y terminar en aquel lugar, como habían hecho el marido y la esposa de nuestro experimento. Les di las gracias mentalmente, pues los muertos eran el ejército silencioso que yo movilizaba para salvarnos todos.

—Una lástima que no pudiera intervenir antes, doctora —comentó Katz, siempre tan amable—. La esperábamos.

—Ayer se perdió todo un partido —añadió el doctor Shade.

—Es como si lo hubiera visto —respondí.

19

N
o seguí el consejo de Wesley, sino que regresé a mi habitación del Hyatt. No quería pasar el resto del día en traslados cuando tenía tantas llamadas pendientes y debía tomar un avión.

Con todo, mientras cruzaba el vestíbulo del hotel camino del ascensor, permanecí muy alerta. Observé a todas las mujeres y luego recordé que" también debía prestar atención a los hombres, pues Denesa Steiner era muy lista: había dedicado la mayor parte de su vida a urdir engaños y tramas increíbles, y yo sabía lo astuta que la perversidad podía ser.

No vi a nadie que me inspirase recelo mientras recorría el pasillo hasta la habitación, pero aun así saqué el revólver de mi bolsa y lo dejé sobre la cama, a mi alcance, mientras descolgaba el teléfono. En primer lugar llamé a Green Top, y Jon, que respondió a la llamada, se mostró muy amable. Me había atendido muchas veces y no dudé en hacerle preguntas muy directas acerca de mi sobrina.

—No alcanzo a decirle cuánto lo lamento —repitió él—. Cuando lo leí en el periódico, no podía creerlo.

—Ya se recupera —respondí—. Aquella noche, su ángel de la guarda estaba con ella.

—Es una joven muy especial. Se sentirá usted orgullosa de ella, ¿no?

Me dije a mí misma que ya no estaba segura de lo que sentía, y la reflexión me turbó.

—Jon, necesito saber varios detalles importantes. ¿Estaba usted en la tienda aquella noche, cuando Lucy entró a comprar la Sig?

—Claro. Fui yo quien se la vendió.

—¿Se llevó algo más?

—Un cargador extra y varias cajas de balas de punta hueca. Hum... creo que eran Federal Hydra-Shok. Sí, estoy bastante seguro de eso. Veamos... También le vendí una sobaquera Únele Mike's y la misma pistolera de tobillo que le vendí a usted la primavera pasada. Una Bianchi de primera categoría, en cuero.

—¿Cómo pagó?

—En metálico, lo cual me sorprendió un poco, para ser sincero. La cuenta era bastante abultada, como comprenderá.

Lucy había sabido ahorrar a lo largo de los años y yo le había entregado un cheque sustancioso al cumplir los veintiuno, pero tenía tarjetas para pagar e imaginé que si no las utilizó fue porque no quería que quedara constancia de la compra, lo cual a mí no me sorprendió demasiado. Lucy estaba asustada, y además contagiada de la paranoia típica de la mayoría de quienes han vivido expuestos a un excesivo contacto con los cuerpos de seguridad. Para gente así, como nosotras, todo el mundo es sospechoso. Y cuando nos sentimos mínimamente amenazadas tendemos a reaccionar en exceso, a volver la cabeza a cada instante y a no dejar rastros perceptibles.

—¿Lucy había concertado la visita, o se detuvo ahí por casualidad? —pregunté .

—Había llamado con antelación para decir cuándo pasaría por la tienda. De hecho, incluso volvió a llamar para confirmarlo.

—¿Habló con usted las dos veces?

—No, sólo la primera. La segunda vez fue Rick quien atendió el teléfono.

—¿Sería tan amable de contarme qué le dijo Lucy cuando usted habló con ella?

—No mucho —respondió el armero—. Me dijo que había hablado con el capitán Marino, que él le había recomendado la Sig P230 y que también le había recomendado que tratara conmigo. Como usted sabe, el capitán y yo vamos de pesca juntos. En resumen, su sobrina me preguntó si estaría en la tienda sobre las ocho de la tarde del miércoles.

—¿Recuerda qué día llamó?

—Bueno, eso fue un par de días antes... Sí, creo que fue el lunes anterior. Y, por cierto, le pregunté enseguida si tenía veintiún años.

—¿Le dijo que es mi sobrina?

—Sí, en efecto. Y, desde luego, me recordó mucho a usted. Incluso las voces resultan muy parecidas: las dos tienen una voz grave y serena. Por teléfono, me produjo una impresión extraordinaria. Es una muchacha sumamente inteligente y educada. Parecía familiarizada con las armas y era evidente que había hecho bastantes prácticas de tiro. Sí, y me contó que el capitán le había dado lecciones.

Me sentí aliviada al saber que Lucy había mencionado ser mi sobrina. Aquello me decía que no tenía especial empeño en que yo no me enterase de que había comprado un arma. Imaginé que Marino acabaría por contármelo también. Sólo lamentaba que Lucy no me lo hubiera comentado antes.

—Jon —continué—, dice usted que Lucy llamó otra vez. ¿Qué puede contarme de eso? En primer lugar, ¿cuándo fue?

—El mismo lunes. Un par de horas después, más o menos.

—¿Y habló con Rick?

—Muy brevemente. Recuerdo que yo estaba atendiendo a un cliente y Rick contestó la llamada. Me dijo que era Scarpetta, que no recordaba para cuándo habíamos concertado la cita. Para el miércoles a las ocho, le dije a Rick, y él se lo repitió. Eso fue todo.

—Disculpe... ¿Qué dijo Lucy? Jon titubeó.

—No entiendo bien a qué se refiere... —Jon titubeó.

—¿Lucy se identificó como Scarpetta cuando llamó por segunda vez?

—Eso es lo que me dijo Rick. Que Scarpetta estaba al teléfono.

—Lucy no se apellida así.

—¡Jo...! —exclamó el hombre tras una pausa de muda sorpresa—. Está de broma, supongo. ¿No? Vaya, pues es muy extraño...

Pensé en Lucy. Imaginé que había avisado a Marino a través del busca y que él no habría tardado en tomar teléfono y marcar su número, muy posiblemente desde la casa de la señora Steiner. Denesa había creído que Pete hablaba conmigo y poco le había costado esperar a que Marino abandonara la estancia, consultar entonces la guía telefónica y dar con el número de Green Top. Después, sólo le quedó llamar y hacer las preguntas oportunas. Me invadió una extraña sensación de alivio, mezclada con una profunda cólera. Denesa Steiner, Carrie Grethen o quien fuese que lo hubiera hecho, no se proponía matar a Lucy. El objetivo era yo.

—No pretendo ponerle en un aprieto, Jon —añadí finalmente—, pero permítame una última pregunta: mientras la atendía, ¿le dio la impresión de que Lucy estaba bebida?

—De haberlo estado no le habría vendido nada.

—¿Cómo se comportaba?

—Tenía prisa, pero bromeaba y estuvo muy correcta.

Si Lucy había estado bebiendo durante los últimos meses tanto como yo sospechaba, podía llevar una tasa de alcohol en sangre del 1,2 y desenvolverse con aparente normalidad. Aun así, la bebida le habría afectado los reflejos y la percepción y le habría impedido reaccionar adecuadamente a lo sucedido en la carretera.

Me despedí de Jon y marqué el número del
Asbeville-Citizen Times
, en cuya redacción local me facilitaron el nombre de la persona que había cubierto la noticia del accidente. Por fortuna, la reportera, Linda Mayfair, estaba en el periódico y se puso al teléfono al cabo de un momento.

—Soy la doctora Kay Scarpetta —me presenté.

—¡Oh! ¡Vaya! ¿En qué puedo ayudarle? Por su voz, era muy joven. Yo hablé con calma, pero con firmeza:

—Quería preguntarle por un artículo que escribió. Era sobre un accidente de un coche a mi nombre, en Virginia. ¿Sabe usted que cometió un error al afirmar que yo conducía y que fui detenida por dar positivo en la prueba de alcoholemia?

—¡Oh! Sí, señora. Lo lamento de veras, pero deje que le explique qué sucedió. La noche del accidente, a última hora, llegó algo sobre ello por el teletipo. Lo único que decía era que el coche, un Mercedes, estaba a su nombre, que se sospechaba que usted iba al volante y que había bebido. Casualmente, yo me había quedado a terminar otro trabajo cuando llegó el jefe con el avance y me dijo que le diera curso si podía confirmar que la conductora era usted.

»Bien, ya estábamos a cierre de edición y me había convencido de que no conseguiría la confirmación cuando, de repente, me pasan una llamada y es una mujer que dice ser amiga de usted. Llama desde un hospital de Virginia y quiere comunicar que usted no ha salido malherida del accidente. Según ella, debemos tenerlo en cuenta porque todavía hay colegas de la doctora Scarpetta, es decir, de usted, trabajando nuestra zona en el caso Steiner, y añade que no quiere que nos informen erróneamente del suceso por algún otro conducto y publiquemos algo que pueda alarmar a sus colegas cuando lean el periódico.

—¿Y usted acepta la palabra de una desconocida y publica una cosa así?

—Me dio su nombre y número de teléfono y los dos concordaban. Y si no era algún familiar o conocido de usted, ¿cómo podía saber que había sufrido un accidente y que estaba trabajando en el caso Steiner?

Podía saber todo aquello si se trataba de Denesa Steiner y llamaba desde una cabina pública de Virginia después de intentar matarme.

—Dice usted que comprobó el número. ¿Cómo lo hizo?

—Llamé inmediatamente y respondió la mujer. Y era un código de zona de Virginia.

—¿Tiene anotado ese número en alguna parte?

—¡Oh!, me parece que sí. Debe de estar en el bloc de notas.

—¿Querría buscarlo, por favor?

Oí pasar hojas entre un considerable rumor de papeles. Transcurrió un largo minuto hasta que lo encontró y me lo dio.

—Muchísimas gracias. Y espero que dediquen un espacio del periódico a publicar una rectificación —añadí.

Percibí que mis palabras intimidaban a la joven reportera. Me daba cierta lástima y no creía que hubiese tenido ánimo de perjudicarme. Simplemente, era joven e inexperta y, desde luego, no era rival para una psicópata dispuesta a jugar conmigo.

—Al día siguiente salió ya una nota en la fe de erratas. Puedo enviarle un ejemplar.

—No será necesario —respondí.

Aquello me recordó la aparición de los periodistas en la exhumación. Ahora sabía quién les había dado el soplo: la señora Steiner. No había podido resistirse a llamar más la atención.

Cuando marqué el número que me había dado la reportera, el teléfono sonó largo rato hasta que, por fin, respondió una voz de hombre.

—Disculpe... —le dije.

—¿Sí?

—Mire, necesito saber dónde está este teléfono.

—¿Cuál de ellos? ¿El suyo o el mío? —El hombre acompañó sus palabras de una carcajada—. Porque si no sabe dónde está el suyo, tiene un buen problema, señora...

—El de usted.

—Estoy en una cabina pública a la entrada de un supermercado y me dispongo a llamar a mi mujer para preguntarle de qué quiere el helado. Se le ha olvidado decírmelo. El teléfono ha empezado a sonar y me he decidido a contestar.

—¿Qué supermercado? —quise saber—. ¿Dónde?

—Safeway. En Cary Street.

—¿En Richmond? —pregunté, horrorizada.

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