La granja de cuerpos (16 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—Encontramos evidencias físicas que establecen que al animal le retorcieron el cuello —continué explicando con toda parsimonia—. Sé que oír detalles así es terrible para usted, señora, pero si está dispuesta a ayudarnos a encontrar al responsable debe conocer la verdad.

—¿Tiene idea de quién pudo hacer algo semejante a la gatita de su pequeña?

Marino volvió a sentarse y se inclinó hacia delante de nuevo, con los antebrazos apoyados en las rodillas, como si quisiera transmitir a la mujer que podía confiar en él y sentirse segura a su lado.

Ella luchó en silencio por recobrar el dominio de sí misma. Cogió el vaso, lo levantó y tomó varios sorbos con mano vacilante.

—Lo único que sé es que he recibido algunas llamadas... —Exhaló un profundo suspiro—. Mire, tengo las uñas azules. Estoy hecha un desastre —Levantó una mano—. No consigo tranquilizarme. No puedo dormir. No sé qué hacer. De nuevo se deshizo en lágrimas.

—Vamos, Denesa, todo se arreglará —dijo Marino en tono reconfortante—. Tómese el tiempo que quiera. No tenemos especial prisa. Y ahora, cuénteme lo de esas llamadas.

La mujer se secó de nuevo las lágrimas y continuó:

—Eran hombres, casi todos. Sólo una de las voces era de mujer y me dijo que si hubiera vigilado a mi pequeña como una buena madre, no le habría sucedido... Pero uno de los hombres parecía joven, como un chico que gastara una broma. Dijo algo, ¿sabe? Algo así como que había visto a Emily montada en bicicleta. Pero eso fue después... De modo que no pudo ser. Luego estaba ese otro. Por su voz, parecía mayor. Me dijo... me dijo que no había terminado.

Tomó otro sorbo de vino.

—¿Que no había terminado? —repetí—. ¿Dijo algo más?

—No me acuerdo —respondió ella, y cerró los ojos.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Marino.

—Inmediatamente después de que la encontraran. De que la encontraran junto al lago.

La mano de la mujer buscó de nuevo el vaso y lo volcó.

—Yo me ocupo de eso —Marino se apresuró a levantarse—. Necesito fumar un cigarrillo.

—¿Sabe a qué se refería ese hombre? —pregunté yo.

—No tuve duda de que hablaba de lo que le había sucedido a Emily. Se refería a quien lo hizo. Capté que me decía que las cosas malas no se detendrían allí. Y creo que fue al día siguiente cuando encontré a Calcetines.

»Capitán, ¿tendría usted la bondad de prepararme unas tostadas con manteca de cacahuete o con queso? Noto como si el nivel de azúcar en la sangre me hubiera bajado —añadió la señora Steiner, que parecía totalmente ajena al vaso volcado y al charco de vino que cubría la mesa junto a la mecedora.

Marino salió de la sala otra vez.

—Cuando aquel hombre irrumpió en su casa y se llevó a su hija, ¿habló con usted en algún momento? —pregunté yo.

—Dijo que si no hacía exactamente lo que me ordenaba, me mataría.

—Así pues, escuchó su voz.

Ella asintió. Se balanceaba adelante y atrás y su mirada no se apartó de mí.

—¿Era la misma voz de la llamada telefónica que acaba de contarnos?

—No lo sé. Podría ser. Pero es difícil decirlo.

—¿Señora Steiner...?

—Llámeme Denesa.

Su mirada se había hecho penetrante.

—¿Qué más recuerda de él, del hombre que entró en su casa y la ató y amordazó?

—¿Cree que podría ser aquel tipo que mató a un chico en Virginia?

No dije nada.

—Recuerdo haber visto fotos del chico y de su familia en la revista
People —
continuó ella—. Recuerdo que entonces pensé lo terrible que era aquello y no pude imaginarme en el lugar de su madre. Ya fue bastante horrible cuando murió Mary Jo. No creí que llegara a superarlo nunca.

—¿Mary Jo es la hija que perdió en la cuna? ¿Síndrome de muerte súbita infantil?

Una chispa de interés brilló en sus ojos bajo el manto de dolor, como si la impresionara o despertara su curiosidad el hecho de que yo conociese aquel detalle de su vida.

—Murió en mi cama. Desperté y estaba al lado de Chuck, muerta.

—¿Chuck era su marido?

—Al principio, temí que él la hubiera aplastado sin querer durante la noche y la hubiera asfixiado, pero me aseguraron que no. Dijeron que había sido el síndrome de la muerte súbita.

—¿Qué edad tenía Mary Jo?

—Acababa de cumplir un año.

Denesa parpadeó para contener las lágrimas.

—¿Había nacido ya Emily?

—No; llegó un año después y, no sé cómo, supe que iba a suceder lo mismo. Era tan frágil, tan poca cosa. Y los médicos temían que padeciese apnea, de modo que tenía que estar pendiente de ella constantemente mientras dormía. Para asegurarme de que respiraba. Recuerdo que yo iba siempre como una zombi, porque no dormía. Arriba y abajo toda la noche, todas las noches. Viviendo con aquel miedo horrible...

Cerró los ojos un momento y se balanceó, con el entrecejo fruncido de dolor y las manos crispadas sobre los brazos de la mecedora.

Me vino a la mente que quizá Marino no quería oír cómo interrogaba yo a la señora Steiner, por la rabia que sentía; que por eso llevaba tanto rato fuera de la sala. Me di cuenta de que sus emociones le habían puesto contra las cuerdas y temí que ya no fuera un elemento eficaz en el caso.

Denesa Steiner abrió los ojos y clavó la mirada en los míos.

—Ha matado a mucha gente y ahora está aquí —afirmó.

—¿Quién?

Mis reflexiones me habían distraído por un instante.

—Temple Gault.

—No sabemos con seguridad que sea él, ni que esté aquí —respondí.

—Sé que es él.

—¿Y cómo lo sabe?

—Por lo que le hizo a Emily. Es lo mismo —Una lágrima le resbaló por la mejilla—. ¿Sabe?, supongo que debería tener miedo de ser yo la siguiente, pero no me importa. ¿Qué me queda ya?

—Lo siento muchísimo —murmuré con todo el afecto de que fui capaz—. ¿Puede decirme algo más de ese domingo, el primero de octubre?

—Por la mañana fuimos a la iglesia, como siempre. Y a la escuela dominical. Volvimos para almorzar y, después, Emily estuvo en su habitación; parte del tiempo, ensayando con la guitarra. Apenas la vi, en realidad.

En sus ojos había la mirada vacía de quien recuerda.

—¿Sabe si se marchó a la reunión del grupo de juventud antes de lo habitual?

—Vino a la cocina. Yo estaba preparando algo de comer. Dijo que tenía que ir temprano para ensayar y le di unas monedas para la colecta, como hago siempre.

—¿Qué hicieron cuando volvió?

—Cenamos —La mujer no pestañeaba—. Estaba de mal humor. Y quería entrar en casa a Calcetines, pero yo le dije que no.

—¿Por que dice que estaba de mal humor?

—Era una niña difícil. Ya sabe cómo se ponen los niños cuando se enfurruñan. Después, anduvo revolviendo un rato en su habitación y se acostó.

—Hábleme de sus costumbres alimenticias —le sugerí.

Recordé que Ferguson había dicho que le preguntaría aquello a su regreso de Quantico. Di por sentado que no había tenido ocasión de hacerlo.

—Era una niña antojadiza, melindrosa.

—Aquel domingo, después de la reunión, ¿se acabó la cena?

—Precisamente eso fue parte de la discusión que tuvimos. Emily no hacía más que apartar el plato, enfadada. Siempre era una pelea... —La voz se le quebró—. Siempre me costaba sudores conseguir que comiera.

—¿Su hija tenía algún problema de diarreas o náuseas?

—Enfermaba muchas veces. Me miró fijamente.

—«Enfermar» puede significar muchas cosas, señora Steiner —insistí con paciencia—. ¿Tenía diarreas o náuseas con frecuencia?

—Sí. Ya se lo dije a Max Ferguson —Las lágrimas fluyeron de nuevo, sin freno—. Y no entiendo por qué tengo que seguir contestando a las mismas preguntas. Eso trae los recuerdos. Abre las heridas.

—Lo siento —repetí con una suavidad que disimulaba mi sorpresa.

¿Cuándo había hablado ella con Ferguson? ¿La había interrogado él después de dejar Quantico? Si era así, Denesa Steiner había sido una de las últimas personas que habló con él antes de su muerte.

—Lo que le ocurrió a mi hija no fue porque tuviera mala salud —continuó la mujer. Su llanto se hizo más intenso—. Me parece que deberían ustedes preguntar cosas que ayudaran a atrapar a quien lo hizo.

—Señora Steiner... ya sé que esto es difícil pero, ¿dónde vivían ustedes cuando Mary Jo murió?

—¡Oh, Dios mío, ayúdame, por favor!

Hundió el rostro entre las manos. La observé mientras trataba de recobrar el dominio de sí misma, entre hipidos y sollozos. Me quedé sentada, aturdida, y la vi serenarse poco a poco: dejó de agitar los pies, los brazos, las manos... Muy despacio, levantó el rostro y me miró. En sus ojos empañados brillaba una extraña luz fría que me hizo pensar, por extraño que me resultara, en el lago por la noche, en un agua tan oscura que parecía un elemento distinto. Y experimenté la misma inquietud que sentía en mis sueños.

Cuando volvió a hablar, Denesa lo hizo en tono grave:

—Lo que quiero saber, doctora Scarpetta, es si conoce usted a ese hombre.

—¿A qué hombre? —pregunté.

En aquel instante regresó Marino con unas tostadas, manteca de cacahuete y mermelada, un paño de cocina y una botella de chablis.

—Al que mató a aquel niño. ¿Ha hablado alguna vez con Temple Gault, doctora?

Mientras ella hacía la pregunta, Marino enderezó el vaso volcado, volvió a llenarlo y dejó las tostadas junto a él.

—Permita que le ayude, Pete.

Tomé el paño de cocina y enjugué el vino derramado.

Denesa Steiner cerró los ojos otra vez e insistió:

—Dígame qué aspecto tiene.

Vi en mi mente a Gault, sus ojos penetrantes y sus cabellos rubios muy claros. Tenía unas facciones angulosas, pequeñas y despiertas. Pero lo importante eran los ojos. Nunca se borrarían de mi recuerdo. Al verlos, había sabido que Gault era capaz de cortar una garganta sin pestañear; que los había matado a todos con aquella misma mirada azul.

—Disculpe —murmuré al darme cuenta de que la mujer seguía hablándome.

—¿Por qué lo dejaron escapar?

Repetía la pregunta como si fuera una acusación. Rompió a llorar otra vez. Marino le dijo que descansara un poco y que ya nos marchábamos.

Cuando llegamos al coche, él estaba de un humor de perros.

—Gault mató la gata —afirmó.

—No tenemos pruebas de eso.

—En este momento no tengo el menor interés en oírla hablar como un abogado.

—Soy abogado —respondí.

—¡Ah, sí! Disculpe que haya olvidado que también tiene esa carrera. Nunca pienso que, efectivamente, hablo con una doctora-abogada-jefa india.

—¿Sabe si Ferguson llamó a la señora Steiner después de marcharse de Quantico?

—Pues no, no lo sé.

—Durante la reunión, comentó que se proponía hacerle unas preguntas sobre varias cuestiones médicas. A juzgar por lo que ella me ha dicho ahí dentro, da la impresión de que lo hizo. Me refiero a que Ferguson debió de hablar con Denesa poco antes de morir.

—Bien, tal vez la llamó desde su casa tan pronto llegó del aeropuerto.

—¿Y acto seguido subió al piso de arriba y se colocó el lazo en torno al cuello?

—No, doctora. Subió al piso de arriba para meneársela. Y tal vez le puso cachondo hablar con ella por teléfono. Era una posibilidad.

—Marino, ¿cómo se apellida ese chico, el que le gustaba a Emily? De nombre, sé que se llama Wren.

—¿Por qué?

—Quiero ir a verle.

—Me parece que no sabe mucho de niños: son casi las nueve de la noche y mañana hay escuela.

—Responda a mi pregunta, Marino —insistí sin alterarme.

—Sé que vive no muy lejos de la casa de su amiguita —Detuvo el coche en la cuneta y encendió la luz interior—. Y se llama Wren Maxwell.

—Lléveme a la casa.

Marino hojeó su bloc de notas y me lanzó una mirada. En sus ojos fatigados vi algo más que resentimiento. Vi que era presa de un tremendo dolor.

Los Maxwell vivían en una casa de troncos moderna, probablemente prefabricada, construida en una parcela arbolada con vistas al lago.

Dejamos el coche en el camino particular de grava, iluminado por unos focos que despedían una luz del color del polen. Hacía suficiente frío como para que las hojas de rododendro empezaran a enroscarse, y nuestro aliento se transformó en vaho mientras esperábamos en el porche a que alguien respondiera al timbre. Nos abrió la puerta un hombre joven y delgado, de rostro enjuto, con gafas de montura negra, enfundado en un batín de lana oscuro y en zapatillas. Me pregunté si en aquel pueblo quedaría alguien despierto después de las diez.

—Soy el capitán Marino y ésta es la doctora Scarpetta —anunció Pete con el grave tono policial que llena de aprensión a cualquier ciudadano—. Estamos colaborando con las autoridades locales en el caso de Emily Steiner.

—Son los que han venido de fuera —asintió el hombre.

—¿Es usted el señor Maxwell?

—Lee Maxwell. Pasen, por favor. Supongo que quieren hablar de Wren.

Entramos en la casa al tiempo que una mujer sobrada de peso y vestida con un chándal rosa bajaba la escalera. Nos miró como si conociera exactamente la razón de nuestra presencia.

—Está arriba, en su habitación. Yo le leía un rato —dijo.

—Me pregunto si podría hablar con él —dije con una voz lo menos amenazadora posible, pues no me pasó inadvertido que los Maxwell estaban inquietos.

—Iré a buscarle —se ofreció el padre.

—Preferiría subir yo, si es posible —insistí.

La señora Maxwell empezó a tirar, distraídamente, de un hilo suelto del puño del chándal. Llevaba unos pequeños pendientes de plata en forma de cruz, a juego con el collar.

—Mientras la doctora está con él —intervino Marino—, ¿les importaría si les hago unas preguntas a ustedes?

—Ese policía que ha muerto ya habló con Wren —apuntó el padre.

—Lo sabemos —Marino lo dijo en un tono que indicaba que no le importaba quién hubiera hablado con el hijo—. Le prometo que no les entretendremos mucho rato —añadió.

—Bien, adelante —me dijo la señora Maxwell.

Seguí su avance lento y pesado por la escalera sin alfombrar hasta el piso superior, que tenía pocas habitaciones pero estaba tan iluminado que me dolieron los ojos. En toda la propiedad de los Maxwell, dentro o fuera de la casa, parecía no haber un solo rincón que no inundase la luz. Entramos en el dormitorio de Wren y encontramos al chico en pijama, de pie a un lado de la estancia. Nos miró como si le hubiéramos sorprendido en mitad de algo que no debíamos ver.

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