La granja de cuerpos (15 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—¿Qué buscamos?

—Quiero asegurarme de que no se mordió la lengua. Minutos después, descubrí que sí lo había hecho.

—Tiene marcas justo aquí, en el borde —indiqué—. ¿Puede medirlas?

—Tres milímetros por seis, aproximadamente.

—Y las hemorragias tienen medio centímetro de profundidad. Parece como si se hubiera mordido más de una vez. ¿Qué opina usted?

—Opino que quizá lo hizo —respondió Jenrette.

—Entonces, podemos deducir que tuvo un episodio de apoplejía asociado a su episodio terminal.

—Algo así podría ser consecuencia de la herida en la cabeza —apuntó Jenrette mientras cogía de nuevo la cámara.

—Podría, pero entonces, ¿por qué no hay indicios cerebrales de que sobreviviera lo suficiente para tener esa apoplejía?

—Supongo que hemos llegado a la misma pregunta sin respuesta.

—Sí-corroboré—. El asunto sigue siendo muy confuso.

Tras dar la vuelta al cuerpo, me concentré en el estudio de la marca peculiar que era el objetivo de aquel desagradable ejercicio, hasta que llegó el fotógrafo forense e instaló su equipo. Durante buena parte de la tarde tomamos rollos de fotos en infrarrojo, en ultravioleta, en color, en alto contraste y en blanco y negro, con muchos filtros y lentes especiales.

Luego rebusqué en mi maletín y extraje media docena de anillos negros de acrilonitrilo-butadieno-estireno, o, más sencillamente, del material plástico que compone habitual-mente las tuberías utilizadas para la toma de agua y las conducciones sanitarias. Cada par de años, acudía a un dentista forense conocido mío para que me cortara y puliera varios aros de un centímetro de grueso con una sierra de precisión. Por suerte, no era frecuente que necesitara sacar del maletín tan extraños artilugios, pues rara vez se me presentaba la necesidad de extirpar del cuerpo de un asesinado una marca de mordisco humano u otra huella semejante.

Me decidí por un anillo de ocho centímetros de diámetro y utilicé un punzón de troquelar para estampar el número de caso de Emily Steiner y unas marcas de localización a ambos lados. La piel, como el lienzo de un pintor, está sometida a cierta tensión y, para recoger la configuración anatómica exacta de la marca durante y después de la escisión, era preciso que le proporcionara una matriz estable.

—¿Tiene super glue? —pregunté a Jenrette.

—Desde luego. Me trajo un tubo.

—Siga tomando fotos de cada paso, si no le importa —indiqué al fotógrafo, un japonés delgado que no se estaba quieto un instante.

Coloqué el anillo sobre la marca y lo fijé a la piel con el pegamento; además, lo aseguré con suturas. Después, disequé el tejido en torno al anillo y lo introduje en bloque en formalina. Mientras hacía todo esto, intenté descifrar qué significaba la marca. Era un círculo irregular con una extraña decoloración pardusca que ocupaba el interior, aunque de forma incompleta, y que me sugería la impresión de un dibujo. Sin embargo, no supe descifrar de qué, por muchas fotos Polaroid que mirase, tomadas desde distintos ángulos.

No volvimos a pensar en el paquete envuelto en papel de seda hasta que el fotógrafo se hubo marchado y Jenrette y yo notificamos a la funeraria que el cuerpo quedaba de nuevo a su disposición.

—¿Qué hacemos con esto? —preguntó el doctor.

—Tenemos que abrirlo.

Jenrette extendió unas toallas secas sobre un carrito y colocó el objeto sobre ellas. Con cuidado, cortó el papel con el bisturí y dejó a la vista una caja vieja de unas zapatillas de mujer del número 40. Seccionó múltiples capas de cinta adhesiva y quitó la tapa.

—¡Oh, Señor! —dijo en un suspiro mientras miraba con desconcierto lo que una mano había colocado en la tumba de una chiquilla.

Dentro de la caja, envuelto en una bolsa de congelador sellada y metida dentro de otra, había un gatito muerto que apenas debió tener un par de meses. Cuando lo saqué estaba rígido y acartonado, con las delicadas costillas muy marcadas. Era una gatita, de patas blancas y negras, y no llevaba collar. No aprecié la causa de la muerte hasta que llevé el cuerpo a la sala de radiología y, un rato después, examiné las placas al trasluz.

—Le han partido el espinazo —anuncié, y un escalofrío me erizó el vello de la nuca.

El doctor Jenrette frunció el entrecejo y se acercó a la pantalla iluminada de la que colgaban las radiografías.

—Parece que la espina dorsal se hubiera desplazado de la posición normal aquí —tocó la placa con el nudillo—. Qué extraño. ¿Desplazada lateralmente? Creía que algo así no podía suceder aunque lo arrollara un coche.

—No lo arrolló ningún coche —respondí—. Le retorcieron la cabeza noventa grados en el sentido de las agujas del reloj.

Cuando volví al Travel-Eze, eran casi las siete y encontré a Marino comiendo una hamburguesa en su habitación. La pistola, la cartera y las llaves del coche estaban sobre una de las camas y él estaba en la otra, con los zapatos y los calcetines tirados por el suelo como si se los hubiera quitado sobre la marcha. Intuí que no hacía mucho rato que había vuelto. Me siguió con la mirada mientras me acercaba al televisor y lo desconectaba.

—Vamos —le dije—. Tenemos que salir.

La pura verdad, según Lucias Ray, era que había sido Denesa Steiner quien colocó la caja en el ataúd de Emily. El dueño de la empresa de pompas fúnebres había supuesto que el paquete contenía la muñeca favorita u otro juguete predilecto de la pequeña y no le había dado más importancia.

—¿Cuándo lo puso? —me preguntó Marino mientras cruzábamos el aparcamiento del motel a buen paso.

—Justo antes del funeral —contesté—. ¿Tiene las llaves del coche?

—Sí.

—Entonces, conduzca usted.

Yo sentía un intenso dolor de cabeza que achaqué a los vapores de formalina y a la falta de comida y de descanso.

—¿Ha tenido noticias de Benton? —pregunté de la forma más inocente que pude.

—Debería usted haber encontrado un puñado de mensajes en recepción.

—He acudido directamente a su habitación. ¿Cómo sabe que tenía esos mensajes?

—El tipo del motel quería dármelos a mí. Debía pensar que, de los dos, el médico era yo.

—Seguro que lo que ha pensado es que usted era el hombre —Me froté las sienes.

—¡Vaya!, menos mal que lo ha notado, señora.

—Marino, no me venga con ironías machistas porque no le tengo por uno de ésos.

—¿Le gusta el coche?

Era un Chevrolet Caprice rojo oscuro, completamente equipado con luces de flash, radio, teléfono y escáner. Incluso llevaba instalada una cámara de vídeo y portaba un fusil Winchester de acero inoxidable de calibre doce. El arma, automática, cargaba siete balas y era del mismo modelo que utilizaba el FBI.

—Dios mío —dije con incredulidad mientras subía al vehículo—. ¿Desde cuándo son necesarias las armas antidisturbios en un sitio como Black Mountain?

—Desde hoy.

Puso en marcha el motor.

—¿Ha pedido usted todo esto?

—No.

—¿Querría explicarme cómo puede estar mejor equipada una fuerza policial de diez personas que toda la Brigada Antidroga?

—Porque la gente que vive por aquí comprende de verdad la importancia de la policía local. Esta comunidad tiene un problema grave y lo que sucede es que los comerciantes y ciudadanos conscientes de la zona están rascándose el bolsillo para colaborar. Ellos ponen los coches, los teléfonos y el fusil. Uno de los agentes me ha dicho que esta mañana ha llamado una viejecita que quería invitar a cenar en su casa, el domingo, a los agentes federales que han venido al pueblo a ayudar.

—Vaya, es muy amable por su parte —comenté, desconcertada.

—Además, el Consejo Municipal tiene intención de ampliar el departamento de policía y me huelo de que eso ayuda a explicar algunas cosas.

—¿Qué cosas?

—Black Mountain va a necesitar otro jefe de policía.

—¿Qué sucede con el antiguo?

—Mote era lo más parecido a eso que tenían.

—Todavía no sé dónde quiere ir a parar...

—Bueno, ya que lo dice, quizá sea aquí, a este pueblo, donde quiero ir a parar, doctora. Están buscando un jefe con experiencia y me tratan como si fuera el agente 007 o algo así. No es preciso ser un sabio atómico para sacar conclusiones.

—Marino, ¿qué demonios le pasa? —pregunté con mucha calma.

El encendió un cigarrillo.

—¿Eh? Primero no me concede que pueda pasar por médico. ¿Ahora tampoco me ve como jefe de policía? Supongo que, para usted, sigo siendo el típico palurdo de los barrios bajos de Jersey que habla con la boca llena de espaguetis sentado a la mesa de los mafiosos y que únicamente sale con mujeres de suéteres ajustados y cabellos crespos —Exhaló una bocanada de humo con gesto furioso—. Mire, que me guste alternar no significa que sea un patán gilipollas. Y que no fuese a todas esas escuelas selectas como usted no significa que sea un ignorante.

—¿Ha terminado?

—¡Y otra cosa más! —continuó perorando—. Por aquí hay muchos rincones excelentes para pescar. Están Bee Tree y el lago James, y excepto en Montreat y Biltmore las fincas son bastante baratas. Quizá ya estoy harto de holgazanes que disparan contra holgazanes y de asesinos múltiples que cuesta más mantener vivos en la penitenciaría que lo que a mí me pagan por encerrarlos. Eso, si llegan a retenerlos allí, que es lo que siempre está menos claro.

Llevábamos cinco minutos aparcados en el camino particular de la casa de Denesa Steiner. Observé las ventanas iluminadas y me pregunté si la mujer sabría que estábamos allí y por qué.

—¿Ha terminado? —le pregunté.

—No, todavía no. Me he cansado de hablar, eso es todo.

—En primer lugar, yo no fui a escuelas selectas.

—¿Ah, no? Entonces, ¿qué son las Johns Hopkins y Georgetown?

—¡Maldita sea, Marino, cállese ya!

Furioso, él miró fijamente por el parabrisas y encendió otro cigarrillo.

—Yo era una italiana pobre criada en un barrio italiano pobre, igual que usted —declaré—. La única diferencia es que yo estaba en Miami y usted en Nueva Jersey. Nunca me he creído mejor que usted, ni le he llamado estúpido. En realidad, es cualquier cosa menos estúpido, aunque destroce el idioma y no haya estado nunca en la ópera.

»Mi lista de quejas contra usted se limita a una sola cosa: es usted testarudo y, en sus peores momentos, se vuelve fanático e intolerante; en otras palabras, se porta con los demás como sospecha que los demás se portan con usted.

Marino abrió la puerta de un enérgico empujón.

—No tengo tiempo para sus sermones. Mejor aún: no me interesan.

Bajó del coche, arrojó el cigarrillo al suelo y lo pisó con rabia. Caminamos en silencio hasta la puerta principal de la casa y tuve la sensación de que, cuando la abrió, Denesa Steiner notó que Marino y yo habíamos discutido. No se dignó saludarme o mirarme siquiera mientras nos conducía a una sala de estar que me resultó desconcertantemente familiar porque ya la había visto en fotografía. La decoración era campestre, con abundancia de volantes, cojines rollizos, plantas colgadas y macramés. Tras las cristaleras se distinguía el resplandor mortecino de un fuego de gas, y una numerosa serie de relojes coincidía en la hora. La señora Steiner estaba viendo una vieja película de Bob Hope en un canal de televisión por cable.

—Como le decía, capitán Marino, he tenido una sorpresa muy agradable cuando ha llamado —La mujer se sentó en una mecedora, tras apagar el televisor; parecía muy cansada—. No he tenido un buen día, precisamente.

—Por supuesto, Denesa. No puede haberlo tenido. Marino tomó asiento en un sillón de orejas y le dedicó toda su atención.

—¿Han venido a decirme lo que han descubierto? —preguntó ella, y comprendí que se refería a la exhumación.

—Todavía tenemos que efectuar muchas pruebas —fue mi respuesta.

—Entonces, no han descubierto nada que sirva para atrapar a ese individuo —musitó ella con tranquila desesperación—. Los médicos siempre hablan de pruebas cuando no saben algo. Lo he aprendido muy bien, después de lo mucho que he pasado.

—Estas cosas llevan tiempo, señora Steiner.

—Escuche, Denesa —intervino Marino—, lamento muchísimo molestarla de nuevo, pero tenemos que hacerle unas preguntas más. Aquí, la doctora quiere preguntarle algo.

La mujer me miró y se meció adelante y atrás.

—Señora Steiner, en el ataúd de Emily había una caja envuelta como un regalo que, según el dueño de la funeraria, usted quiso que fuese enterrada con ella —dije.

—¡Ah!, se refiere a Calcetines —respondió ella sin inmutarse.

—¿Calcetines? —repetí.

—Era una gatita vagabunda que empezó a venir por aquí. De eso hará un mes, calculo. Y, claro, Emily era tan sensible que le daba de comer y todo eso. Quería de verdad a esa gatita —La mujer sonrió al tiempo que los ojos se le llenaban de lágrimas. Añadió—: Le puse el nombre porque era completamente negra, menos las patas, que eran blancas —Levantó las manos del regazo, con los dedos extendidos—. Parecía que llevara puestos calcetines.

—¿Y cómo murió Calcetines? —pregunté con cautela.

—En realidad, no lo sé —Sacó unos pañuelos de papel del bolsillo y se enjugó las lágrimas—. La encontré una mañana, ahí delante. Eso fue poco después de que Emily... Casi pensé que la pena le había partido el corazón.

Se cubrió la boca con los pañuelos y rompió en sollozos.

—Iré a buscarle algo para beber —dijo Marino.

Se levantó y abandonó la estancia. Su evidente familiaridad con la casa y con su propietaria me resultaba completamente inusual y aumentaba mi incomodidad.

—Señora Steiner —dije con suavidad, inclinándome hacia delante en el sofá—. La gatita de su hija no murió de eso. Lo que tenía roto no era el corazón, sino el cuello.

La mujer bajó las manos y tomó aire con una inspiración profunda y temblorosa. Cuando volvió la vista hacia mí, tenía los ojos enrojecidos y muy abiertos:

—¿Qué ha dicho?

—La gata tuvo una muerte violenta.

—En fin, supongo que la arrolló algún coche. Una pena. Ya dije a Emily que temía que sucedería algo así.

—No fue ningún coche.

—¿Cree que fue cosa de algún perro del vecindario?

—No —respondí. Marino reaparecía ya con lo que parecía un vaso de vino blanco—. A la gatita la mató una persona. Deliberadamente.

—¿Cómo puede usted saberlo?

Danesa Steiner me miró, espantada, y tomó el vaso de vino con mano temblorosa para depositarlo en la mesilla contigua a la mecedora.

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