Read La granja de cuerpos Online
Authors: Patricia Cornwell
—¿Quieres más hielo? —preguntó él.
—Tengo suficiente.
Benton había apagado las luces de la habitación y, ante nosotros, las siluetas de los árboles, apenas distinguibles, empezaron a mecerse en orden y concierto a medida que me fijé ellas. A lo largo de la lejana carretera, los faros surgían pequeños y esporádicos.
—En una escala del uno al diez, ¿con qué nivel de horrible calificarías el día de hoy? —preguntó él con voz queda desde la oscuridad.
Vacilé, pues había conocido días espantosos en mi profesión.
—Supongo que le daría un siete.
—El diez sería el máximo.
—Todavía no he tenido un día diez.
—¿Qué habría de suceder para ello?
—No estoy segura —respondí, con el temor supersticioso a que mencionar lo peor pudiera, de algún modo, contribuir a que se produjera.
Wesley guardó silencio, y yo me pregunté si estaría pensando en el hombre que había sido mi amante y su mejor amigo. Cuando mataron a Mark en Londres, hacía varios años, yo había creído que no podría sentir otro dolor igual. Esta vez temía que aquella impresión fuera equivocada.
—No has respondido a mi pregunta, Kay.
—Te digo que no estoy segura.
—No es eso. Me refiero a Marino. Te he preguntado qué diablos le sucede.
—Creo que es muy desgraciado —respondí.
—Siempre lo ha sido...
—He dicho
muy.
Él guardó silencio.
—No le gusta el cambio —añadí.
—¿El ascenso?
—Eso y lo que sucede conmigo.
—¿Y qué es?
Wesley escanció un poco más de whisky en los vasos y su brazo me rozó levemente.
—Mi situación respecto a tu unidad es un cambio significativo.
No asintió ni discrepó; se limitó a esperar que yo añadiera algo más.
—Creo que, de algún modo, Marino percibe que he cambiado de alianzas —Me di cuenta de que mis palabras resultaban cada vez más vagas—. Y eso resulta inquietante. Inquietante para él, me refiero.
Tampoco esta vez hubo comentarios por parte de Wesley. Los cubitos de hielo emitieron un suave tintineo mientras daba un sorbo a la bebida. Los dos sabíamos cuál era, en parte, el problema de Marino. No tenía que ver con Wesley o conmigo, no era nada que hubiéramos hecho o dejado de hacer. Se trataba, más bien, de cómo se sentía consigo mismo.
—Tengo la impresión de que Marino se siente muy frustrado con su vida personal —apuntó Wesley—. Se siente solo.
—Creo que ambas cosas son ciertas —respondí.
—Pete estuvo con Doris treinta y pico años, ¿sabes?, y de pronto se encuentra soltero otra vez. Está desorientado, no tiene idea de cómo enfrentarse a los hechos.
—Ni ha afrontado de verdad, en ningún momento, el hecho de que ella le dejara. Lo tiene guardado dentro, esperando a que algo, sin la menor relación con lo ocurrido, lo haga estallar.
—Ya he pensado en ello. Y me preocupa qué pueda ser ese algo sin relación.
—Él sigue echándola de menos. Creo que todavía la quiere —apunté.
La hora y el alcohol me hicieron sentir lástima de Marino. Muy rara vez me duraba mucho tiempo cualquier enfado con él.
Wesley cambió de postura en su silla.
—Supongo que ése podría ser un día diez. Al menos, para mí.
Le dirigí una mirada penetrante.
—¿Que Connie te abandonara?
—Perder a alguien a quien quieres. Perder un hijo con el que estás reñido. No poder cerrar heridas —Clavó la mirada en la lejanía y su perfil anguloso quedó bañado por el suave reflejo de la luz de la luna—. Tal vez me engaño, pero creo que podría encajar casi cualquier cosa, siempre que hubiera una resolución, un final que me permitiera liberarme del pasado.
—De eso nunca nos liberamos.
—Tienes razón; nunca nos lo quitamos de encima por completo —respondió, y mantuvo la mirada fija al frente cuando añadió—: Y tú, Kay, le provocas sentimientos que no es capaz de dominar. Creo que siempre ha sido así.
—Será mejor para él que no les preste mucha atención —dije a ello.
—Esas palabras suenan muy frías.
—No se trata de frialdad —subrayé—. Lo último que querría es que Marino se sintiera rechazado.
—¿Y qué te hace pensar que no se siente así ya?
—No creas que todo eso me ha pasado inadvertido —repliqué con un suspiro—. En realidad, .estoy bastante segura de que estos días se siente seriamente frustrado.
—Pues la palabra que yo utilizaría es celoso.
—De ti.
—¿Ha probado alguna vez a pedirte una cita? —continuó Wesley como si no hubiera oído lo que yo acababa de decir.
—Me llevó al baile de la policía.
—Hum... Eso es bastante serio.
—No nos burlemos de él, Benton.
—No me burlo —dijo Wesley con tono apaciguador—. A mí me importan mucho sus sentimientos y sé que a ti, también. De hecho —añadió tras una pausa—, los comprendo perfectamente.
—Yo también.
Wesley dejó el vaso a un lado.
—Creo que debería entrar e intentar dormir un poco, aunque sólo sea un par de horas —decidí, pero sin hacer el menor movimiento.
Él alargó la mano sana y la cerró en torno a mi muñeca. Sus dedos estaban fríos de sostener el vaso.
—Whit me sacará de aquí en el helicóptero cuando salga el sol.
Deseé coger su mano en la mía. Deseé tocar su rostro.
—Lamento dejarte —añadió.
—Lo único que necesito es un coche —murmuré mientras se me aceleraba el corazón.
—No sé dónde podrás alquilar uno por aquí. ¿En el aeropuerto, quizá?
—Supongo que por eso eres agente del FBI. Se te ocurren cosas como ésa.
Sus dedos se deslizaron por mi mano y empezó a acariciarla con el pulgar. Yo había sabido desde siempre que un día nuestro camino nos conduciría a esto. Cuando me había pedido que trabajara de consejera con él en Quántico, había sido consciente del riesgo. Podría haberle dicho que no.
—¿Te duele mucho?
—Por la mañana sí me dolerá, porque voy a tener resaca.
—Ya es por la mañana.
Me eché hacia atrás y cerré los ojos mientras él me tocaba el cabello. Noté la cercanía de su rostro cuando trazaba el perfil de mi cuello con los dedos, primero, y con los labios más tarde. Me tocó como si siempre lo hubiera deseado, mientras la oscuridad surgía de lo más profundo de mi mente y la luz titilaba por mi sangre. Nuestros labios se encontraron en ardientes besos robados. Supe que había topado con el pecado imperdonable que nunca fui capaz de mencionar, pero no me importó.
Dejamos las ropas donde fueron cayendo y nos tendimos en la cama, donde podíamos tener cuidado de sus heridas sin que éstas nos impidieran los movimientos. Hicimos el amor hasta que el amanecer empezó a asomar por el horizonte, y después me senté de nuevo en el balcón a contemplar cómo el sol se derramaba sobre las montañas y daba color a las hojas. Imaginé el helicóptero, levantándose y girando en el aire como un bailarín.
E
n el centro del pueblo, en la acera frente a la gasolinera Exxon, estaba la agencia Chevrolet de Black Mountain, donde el joven Baird nos dejó a Marino y a mí a las 7,45 de la mañana.
Daba la impresión de que la policía local había hecho correr entre la comunidad de comerciantes la voz de que habían llegado «los federales» y que se alojaban «en secreto» en el Travel-Eze. Aunque yo no me sentía una celebridad, tampoco me sentí anónima cuando salimos de la tienda en un coche nuevo, un Caprice plateado. Parecía como si todo el personal que había pensado alguna vez en trabajar para el propietario se hubiese acercado a presenciar el trato desde el exterior de la sala de exhibición.
—He oído que un tipo la llamaba «membrillo» —dijo Marino mientras desenvolvía un pastel de carne de Hardee's.
—Me han llamado cosas peores. ¿Tiene idea de la cantidad de sodio y de grasas que está ingiriendo ahora mismo?
—Sí. Aproximadamente una tercera parte de la que voy a ingerir. Aquí traigo tres pastelillos y pienso comérmelos todos. Por si tiene problemas de memoria inmediata, le recuerdo que ayer me perdí la cena.
—No es preciso que sea tan grosero.
—Cuando tengo hambre y sueño, me vuelvo grosero. No comenté que yo había dormido menos que él, pero sospeché que lo sabía. Desde que nos encontramos por la mañana, Marino había evitado mirarme directamente y noté que, más allá de su irritación, se sentía muy deprimido.
—Apenas he pegado ojo —continuó él—. La acústica de ese fonducho apesta.
Bajé la visera del parabrisas como si con ello pudiera aliviar en algo mi incomodidad; después, conecté la radio y pasé emisoras hasta detenerme en Bonnie Raitt. El coche de alquiler de Marino estaba siendo equipado con una emisora de radio policial y el trabajo no terminaría hasta última hora del día. Yo tenía que dejarle en casa de Denesa Steiner y alguien le pasaría a recoger más tarde. Me ocupé de conducir mientras él comía y me indicaba la dirección.
—Despacio —me dijo mientras consultaba el plano—. La próxima por la izquierda debe de ser Laurel. Bien, ahora colóquese para tomar a la derecha por la siguiente.
Cuando entramos en la nueva calle, descubrimos ante nosotros un lago de las dimensiones de un campo de fútbol y del color del musgo. Las zonas de picnic y las pistas de tenis estaban desiertas y no parecía que la casa club, pulcramente conservada, se utilizase en aquella época del año. La orilla aparecía orlada de árboles que empezaban a amarillear con el avance del otoño e imaginé a una chiquilla dirigiéndose a su casa con la funda de la guitarra a cuestas entre las sombras cada vez más cerradas. También imaginé a un viejo pescador en una mañana como aquélla y su sobresalto ante lo que asomaba entre los arbustos.
—Más tarde quiero volver aquí a dar un paseo —dije.
—Dé la vuelta ahí —indicó Marino—. La casa está en la próxima esquina.
—¿Dónde ha sido enterrada Emily?
—A unos tres kilómetros en esa dirección —señaló hacia el este—. En el cementerio de la iglesia.
—¿Es la misma iglesia donde se celebró la reunión?
—La Tercera Presbiteriana. Si comparamos la zona del lago con, digamos, el Malí de Washington, tenemos la iglesia en un extremo y la casa de la niña en el otro, con una distancia de tres kilómetros entre ambas.
Reconocí la casa, de estilo rancho, por las fotografías que había revisado en Quántico el día anterior, aunque parecía más pequeña, como sucede con tantos edificios cuando una finalmente los visita en persona. Situada en una elevación retirada de la calle, se acurrucaba en una parcela sembrada de rododendros, laureles y pinos.
El camino de grava y el porche delantero estaban recién barridos y en la entrada del jardín había varias abultadas bolsas de hojas. Denesa Steiner tenía un sedán Infinity de color verde, nuevo y caro, lo cual me sorprendió. Vislumbré fugazmente su brazo, enfundado en una larga manga negra, cuando abrió la contrapuerta para franquear el paso a Marino mientras yo me alejaba al volante.
El depósito de cadáveres del hospital Memorial de Asheville no era distinto de la mayoría. Situado en el nivel inferior, era una pequeña sala desolada, de baldosas blancas y acero inoxidable, con una sola mesa de autopsias que el doctor Jenrette había acercado a una pileta. Cuando llegué, poco después de las nueve, el doctor estaba practicando la incisión en Y al cuerpo de Ferguson. Al quedar la sangre expuesta al aire, detecté el olor dulzón y nauseabundo del alcohol.
—Buenos días, doctora Scarpetta —Por su tono de voz, Jenrette parecía complacido de verme—. Hay guantes y batas en ese armario de ahí.
Le di las gracias, aunque no era preciso que me pusiera nada porque el joven médico no me necesitaría. Suponía que la autopsia no nos revelaría nada y, cuando examiné con detalle el cuello del cadáver, tuve una primera confirmación de ello. Las marcas rojizas de la presión que había observado la noche anterior habían desaparecido y no encontraríamos ninguna lesión profunda de los tejidos y músculos. Mientras observaba trabajar a Jenrette, me vi obligada a recordar con humildad que la patología no es nunca un sustituto de la investigación. De hecho, de no estar al corriente de las circunstancias del caso, no habríamos tenido la menor idea de la causa de la muerte de Ferguson, excepto que no había sido un disparo, una puñalada o una paliza, y que no había sucumbido a ninguna enfermedad.
—Supongo que habrá notado el olor de los calcetines que llevaba metidos en los sostenes —dijo Jenrette sin dejar de trabajar—. Me pregunto si han encontrado ustedes algo que encaje con eso, un frasco de perfume o alguna clase de colonia. Dejó a la vista la zona de las vísceras. Ferguson tenía un hígado ligeramente graso.
—No había nada —respondí—. Y puedo añadir que, normalmente, los aromas se utilizan en este tipo de sucesos cuando interviene más de una persona.
Jenrette hizo una pausa y me miró.
—¿Por qué?
—¿Para qué molestarse, si uno está solo?
—Sí, parece lógico —Jenrette procedió a vaciar el contenido estomacal en un recipiente de cartón e indicó—: Sólo un poco de fluido parduzco. Unas cuantas partículas, tal vez de frutos secos. ¿Dice que volvió a Asheville en avión poco antes de que lo encontraran?
—Exacto.
—Entonces, quizá comió cacahuetes durante el vuelo. Y bebió bastante. Tiene una tasa de alcohol en sangre de 1,4.
—Probablemente tomó también unas copas cuando llegó a casa —asentí, recordando el vaso de bourbon del dormitorio.
—Cuando habla de que en estas situaciones suele haber más de una persona, ¿se refiere a
gays?
—
Es lo más frecuente —respondí—. Pero la clave para saberlo es la pornografía.
—Pues Ferguson estaba mirando fotos de mujeres desnudas.
—Las revistas que encontramos cerca del cuerpo eran de mujeres —precisé yo, pues no teníamos modo de saber qué estaba mirando el muerto. Sólo sabíamos lo que habíamos encontrado—. También es importante el hecho de que no viéramos más revistas ni otra parafernalia sexual en la casa.
—Sí, claro. Sería de esperar que hubiera más material pornográfico —comentó Jenrette al tiempo que conectaba la sierra Stryker.
—Normalmente, esos tipos lo guardan a montones. Nunca se desprenden de él. Francamente, me sorprende mucho que sólo encontrásemos cuatro revistas, todas ellas de fechas recientes.
—Es como si fuera un novato en estos temas.
—Hay varios indicios que apuntan a esa inexperiencia